Camino a casa
Una reflexión en torno a la lentitud en la poesía

Blanca Alberta Rodríguez
junio-julio de 2024

 

 

Fotografía: nathanlovegrove, iStock

 

Para Raymundo Mier, in memoriam

¿Para qué poetas en tiempos de penuria?, interrogaba Hölderlin hace más de un siglo. Y aún hoy la gravedad de la pregunta nos inquieta. Violencia, depresión, lumpen-proletariado espiritual, extravío.

“Tiempos de penuria”, decimos. Y  la oscuridad de la palabra desciende como una noche sobre nuestros ojos. Penuria significa escasez, insuficiencia de alguna cosa para vivir. Hölderlin pensaba en la ausencia de los dioses, en la desaparición de lo sagrado. A ésta habrá que sumar muchas otras ausencias, en la actualidad. Quisiera referirme particularmente a dos de ellas que considero constitutivas del ethos humano: el espacio y el tiempo.

Si el poeta es el “hacedor”, como lo señala su origen etimológico, debemos preguntarnos ¿qué es lo que hace?, para que en esa medida ponderemos la trascendencia de su actuar. Por ello, debajo de “¿para qué poetas?” late la pregunta ¿para qué poesía?

En una conferencia dictada en 1937 en la Université des Annales, Paul Valéry se lamentaba si no de la pérdida sí de una “innegable reducción” del espíritu, queja muy semejante a la de Hölderlin, debido a la “disminución de las necesidades de poesía”.[1] Valéry la atribuía a una degradación del lenguaje que afectaba sus funciones poéticas naturales. Uno de los agravantes que menciona es la rapidez: “La embriaguez de la velocidad arrastra a la excitación intelectual, a la excitación de los sentimientos: la gente va tan rápido que quema a su paso el pensamiento y el placer”.[2]

De aquí se infiere que tanto el pensamiento como el placer requieren un cierto tempo. Por mi cuenta, pienso que ese tempo particular no es otro más que el contrario a la excitación: el de la lentitud. La lentitud, en su forma de serenidad, deviene una suerte de espacio que se abre como un boquete en el tiempo, por el cual la contemplación y la ensoñación son posibles. Por ello, el poeta francés no duda en afirmar que jamás se detendría a contemplar un rascacielos mientras que bien podría detenerse frente a una casa antigua o una iglesia de pueblo porque allí hay “una piedra que se merece una hora”.[3]

En su ensayo “Necesidad de la poesía”, plantea el contraste entre el rascacielos y la casa antigua. El primero podemos entenderlo como un símbolo de la modernidad; el rascacielos simboliza un futuro hecho al instante, lo que lo convierte en una ostentación del progreso que opera bajo el régimen de la velocidad y bajo la economía capitalista: hacer más con menos. La economía espacial en este tipo de construcciones es evidente: más habitaciones en un menor espacio de tierra, el edificio crece en el aire, se aleja del suelo, diríase que se desarraiga. Mientras que la casa “antigua”, ya el mismo adjetivo lo declara, parece resguardar en sus muros una larga historia, por ello no se puede dejar de imaginarla como encarnada en la tierra. Por otra parte, la figura de la iglesia “de pueblo” sugiere la oposición ciudad-campo, que bien podríamos hacerla corresponder con la dicotomía rapidez-lentitud.

Sin duda, la crítica de Valéry en aquellos años parece tener aún vigencia: “Hemos sustituido [...] por medios muy potentes las potencias de acción que en otro tiempo nos exigíamos a nosotros mismos [...] Lo mismo sucede con todas las necesidades del espíritu. Lo llenamos de diversiones sin pena, e incluso de enseñanzas sin lágrimas”.[4] Y esta pérdida de la necesidad de poesía conlleva el riesgo de perder el alma.

Quizá sea innecesario abundar en algo tan sabido como el hecho de que nuestra vida moderna acrecienta y exacerba la desesperación y la impaciencia, alimenta la desesperanza y el sinsentido. Es una época que ha erigido como un dios la ley del menor esfuerzo, del más en el menor tiempo posible a costa de la calidad. Se prefiere lo novedoso y lo fugaz a lo duradero, la acción a la meditación, la técnica al pensamiento. Estamos sometidos al régimen de la rapidez y de la urgencia.

Este ritmo de vida desenfrenado tiende a liquidar —para usar una palabra cara a Zygmunt Bauman—[5] a los hombres; se vuelve un temible Cronos que devora a sus hijos. Y bien, es en este contexto, en el que el tiempo y el espacio vital se ven amenazados, donde creo que la poesía tiene algo que hacer. ¿Pero cómo? A través de la ensoñación poética.

Según el Diccionario de uso del español de María Moliner, el ensueño es una cosa que se imagina mientras se duerme; también significa suceso cuya realización se desea y en que se piensa con placer; asimismo, es una cosa placentera en cuyo pensamiento se recrea uno. El denominador común en las tres acepciones del término es el placer y, en el caso de las ensoñaciones poéticas, este goce no puede ser sino estético.

Como bien apunta Bachelard, la imagen poética, en tanto acto del lenguaje, ilumina la conciencia y permite el crecimiento del ser; es una llama ardiendo en la noche de los tiempos. En la ensoñación poética nuestros sentidos se despiertan y armonizan, se restablece nuestro equilibrio. Ciertas ensoñaciones poéticas, afirma el filósofo francés, “son hipótesis de vidas que amplían la nuestra poniéndonos en confianza dentro del universo”.[6] De ahí que experimentos una forma de la felicidad, pues la ensoñación poética nos muestra la belleza y en ella descansa el ser, proporcionándole un “bienestar”. Ello reafirma nuestro reposo porque nos libera de nuestra función de lo real y, en consecuencia, de la violencia del tiempo social, donándonos así un tiempo otro, un espacio otro, cuyos límites no es posible determinar porque son una suspensión, un paréntesis si se quiere, una suerte de epojé.

La ensoñación poética es para Bachelard ante todo una ensoñación cósmica, cuya esencia es la de ser un estado del alma. Lo mismo cree Valéry, para él la poesía tiene dos sentidos: por un lado, nombra un arte que obra sobre el lenguaje y, por otro, designa un particular estado que es a la vez receptivo y productivo. Tal estado requiere de la serenidad: “La ensoñación sin drama, sin acontecimientos, sin historia nos muestra el verdadero reposo, el reposo de lo femenino. Con ella ganaremos la dulzura de vivir. Dulzura, lentitud, paz, tal es la divisa de la ensoñación”.[7]

De la diversidad de imágenes que el poeta puede crear, ensoñar, me interesa destacar la de la casa. Escuchemos el siguiente fragmento:

 

De mi aldea veo cuanto de la tierra se puede ver del Universo...

Por eso mi aldea es tan grande como cualquier otra tierra

Porque soy del tamaño de lo que veo

Y no del tamaño de mi altura...

 

En las ciudades la vida es más pequeña

Que aquí en mi casa en la cima de este monte

En la ciudad las grandes casas cierran la mirada con llave,

Esconden el horizonte empujan nuestra mirada lejos de todo el cielo

Nos hacen pequeños porque nos sacan todo y así no podemos mirar

Y nos hacen pobres porque nuestra única riqueza es ver.[8]

 

En este poema, Alberto Caeiro nos muestra la casa como un observatorio desde el cual es posible aprehender el universo entero; no hace falta desplazarse o conocer otros lugares porque la casa-aldea son el centro del mundo. La casa-aldea es suficientemente vasta para que el hombre la habite y en esa medida, por obra de la analogía, habite por completo el universo. Casa y universo son equivalentes. Al tener ella la extensión de éste, la vida se expande a sus anchas con soltura y felicidad. De ahí el contraste paradójico con las ciudades: la casa-aldea a pesar de ser pequeña en sus dimensiones físicas es “tan grande” como cualquier otro sitio porque en su pequeñez cobija la mirada que se extiende sin límites y en consecuencia ensancha la vida. Por el contrario, las ciudades por ser tan grandes terminan por limitar la vida, empobrecerla al encerrar la mirada al cerrarse las ventanas. Y si cerramos ventanas y puertas no sólo nos cerramos al mundo sino cancelamos la posibilidad del intercambio con el otro.

Es la mirada la que puede enriquecer o empobrecer la vida. Como bien señala Pierre Ouellet,[9] la mirada es nuestro sentido de lo Otro, es el sentido de la socialidad misma, del encuentro y, en esa medida, es lo que funda el ethos. Por la mirada nos desplazamos de la estética a la ética. Esta es una de las razones por las cuales la poesía, la ensoñación poética, se hace necesaria: nos enseña a mirar, predispone el espíritu para la contemplación y hace posible el goce estético, pero sólo a condición de que exista la lentitud. En la lentitud, en la detención del tiempo social, a través de la poesía, se abre un espacio y un tiempo inconmensurables: se instaura un presente puro, un aquí-ahora que al renovarse sin cesar renueva el mundo. Así nuestro ser se renueva también frente al asombro del aparecer que conduce al goce del ser. Rilke, como pocos, lo supo; en su elegía primera nos conmina:

 

es cierto que las primaveras te necesitaban. Algunas estrellas

requirieron que tú las contemplases. Una ola

se alzó hasta ti desde el pasado, o cuando

pasando por delante de una ventana abierta

las notas de un violín se te entregaron. Todo eso era una orden.

Pero, ¿pudiste cumplirla? ¿No estabas siempre

distraído, a la espera, como si todo te anunciara una amante?[10]

 

Este bello pasaje revela al mundo como un Otro que está ahí ofreciéndose. Es una demanda, un imperativo: mirar; lo advertimos en los verbos: necesitaban, requirieron, entregaron. El mundo nos interpela, nos invita a mirar lo abierto, lo puro; pero el hombre “distraído” en su marcha velocísima no alcanza a verlo. Pero sí el animal, sí el niño, quienes saben mirar y ese mirar es un recibir, porque su relación con el universo es del orden del don. En la elegía cuarta así lo expresa Rilke:

 

¡Ay, horas de la niñez,

cuando detrás de las figuras había algo más

que un pasado tan sólo, y el futuro ante nosotros no existía!

[...]

Y, sin embargo, en nuestro solitario caminar

sentíamos el goce de lo duradero y nos quedábamos ahí,

en el intervalo entre mundo y juguete,

en un lugar que desde los comienzos

se fundó para el puro acontecer.[11]

 

Aunque el poema es en sí mismo transparente, quisiera insistir en el papel que juega la lentitud para la apertura de los sentidos que conduce al goce estético. La escena nos propone un caminar, que resulta fácil imaginar más bien lento, o bien como ese tempo que guarda el justo equilibrio: el andante. Ello se refuerza con el adjetivo “solitario” que impregna la escena de una quietud que conlleva la imagen de espacialidad, se dice que este caminar hace sentir “el goce de lo duradero”; la imagen misma de la duración apela a una cierta extensión del tiempo, un “intervalo” donde el sujeto se “queda”, permanece, mora y se demora. Este lugar, esta extensión, este paréntesis, es el estado de ensoñación, una incesante fuente de donde brotan y acontecen las imágenes.

El poeta entonces estaría llamado a abrir esos espacios en el tiempo, a irrumpir en el tiempo, socavarlo, ¡dejar-lo-abierto! para instaurar este otro espacio-tiempo-tempo de la ensoñación y dejarnos reposar en él, habitarlo en su sentido más pleno. Gracias a esta espaciosidad, el espíritu puede desplegar sus alas, llenarse de aire; por eso el poeta es aquel que nos inspira. Bachelard dirá: “la angustia es facticia: estamos hechos para respirar bien” y es por ello que la poesía “cumbre de toda alegría estética” le permite al sujeto liberarse de su angustia, le ofrece un remanso; es bienhechora porque “nos ayuda a habitar el mundo” como si fuera nuestra casa.[12]

En este sentido, al abrirnos al mundo para que lo habitemos, el poeta sería lo que Heidegger llamaría “el amigo de la casa”,[13] frase que retoma del poeta Johann-Petter Hebel, para quien la luna (que en alemán es masculino) es el sereno que vela cuando los demás duermen. Algo así, creemos, es el poeta, el que vela y cuida la casa cuando todos duermen. La luz de su palabra resplandece en la oscuridad revelándonos un mundo, su hacer es un hacer ver.

Sintomáticamente, en esa conferencia sobre Hebel, Heidegger lanza también como lo hiciera Valéry su queja: “erramos hoy en una casa del mundo a la que falta el Amigo de la Casa”, quien debería ser “capaz de poner la calculabilidad y la técnica de la naturaleza al abrigo del misterio manifiesto de una naturalidad de la naturaleza que sería entonces de nuevo experimentada”.[14]

He ahí la respuesta a la cuestión ¿para qué poetas? La misión del poeta entonces es enseñarnos a habitar la tierra poéticamente, retornando a la naturaleza, más aún cuando el progreso de la técnica parece implacable y pone en riesgo la existencia misma de la humanidad; debemos servirnos de los objetos, pero jamás volvernos servidumbre de ellos —como acontece a algunos con el teléfono celular—, hay que saber decirles “no”. Este saber decir sí y no, según convenga al hombre para su preservación, Heidegger lo llama tener una “serenidad para con las cosas”, pues no debemos perder de vista que el pensamiento reflexivo, más que el pensamiento técnico, nos devuelve nuestra condición humana.

¿Para qué poetas? Para franquear el camino de regreso a casa, al mundo, a lo humano, a través del lenguaje porque sólo “gracias al lenguaje permanece abierto el campo en que el hombre habita la casa del mundo, sobre la tierra, bajo los cielos”.[15] Y vale la pena recordar la belleza de la palabra franquear, cuyas resonancias son muy significativas: abrir el camino, quitar los impedimentos que estorban el curso de algo; asimismo pasar de un lado a otro a través de algo; liberar a alguien de una contribución; conceder algo con generosidad; dar libertad al esclavo; descubrir alguien su interior a otro.

He insistido aquí en la noción de habitar, pero ¿qué es el habitar? Heidegger nos dirá que la esencia del habitar significa estar satisfecho, permanecer en la paz, es decir, preservado de todo daño o amenaza: sentirnos en el mundo como nos sentimos en la casa. Significa construir el ethos, la morada, pues como afirma Heráclito “el ethos es para el hombre su daimon”, es decir, su destino, pero también “genio bienhechor”,[16] eu-daimonía, por ello el ethos del hombre no puede ser sino su felicidad. Ahora entendemos la relevancia que tiene la tarea del poeta, es él quien en su hacer nos da la posibilidad de un nuevo arraigo.

Me gustaría cerrar este  ensayo con la misma frase de Peter Hebel con que Heidegger concluye su discurso para conmemorar el 175 aniversario del nacimiento de Kreutzer: “Somos plantas —nos guste o no admitirlo— que deben salir con las raíces de la tierra para poder florecer en el éter y dar fruto”.[17]

 


[1] Válery, Paul, Teoría poética y estética. Madrid: Visor, 1998, p. 161.

[2] Íbid., pp. 165-166.

[3] Íbid., p. 166.

[4] Íbid., pp. 166-167

[5] Zygmunt Bauman, Vida líquida. México: Paidós, 2013.

[6] Gastón Bachelard, La poética de la ensoñación. México: fce, 1997, p. 20.

[7] Íbid., p. 38.

[8] Fernando Pessoa, Poemas, trad. Miguel Ángel Flores. México: Letras vivas, p. 189.

[9] Pierre Ouellet, Semiótica y estética. La mirada del otro, relatora Blanca Alberta Rodríguez. Puebla: ses-buap, 2004.

[10] Rainer María Rilke, Elegías de Duino, ed. y trad. Jenaro Talens. Madrid: Hiperión, 2005, p. 17.

[11] Íbid., p. 49, 51.

[12] Bachelard, p. 46, cursivas mías.

[13] Martín Heidegger, Hebel. El amigo de la casa, trad. Beate Jaecker y Gerda Schattenberg. http://www.heideggeriana.com.ar (2/01/2012).

[14] Heidegger, op. cit.

[15] Martín Heidegger, Construir, habitar, pensar. http://www.laeditorialvirtual.com.ar (3/01/2012).

[16] Heráclito, citado por Juliana González, El ethos, destino del hombre. México: fce-unam, 2007, p. 11.

[17] Heidegger, Serenidad, 4a. ed. Barcelona: Ediciones del Serbal. (col. La estrella polar, núm. 34), p. 31.

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Blanca Alberta Rodríguez

Doctora en Letras por la Universidad Nacional Autónoma de México. Profesora e investigadora de la Facultad de Filosofía y Letras de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. Ha publicado artículos en torno a la lentitud, la dimensión afectiva y la puesta en página en el discurso poético, así como las relaciones entre estilística y semiótica. Es coautora con Raúl Dorra de una antología de la poeta mexicana Gloria Gervitz. Esta dirección de correo electrónico está siendo protegida contra los robots de spam. Necesita tener JavaScript habilitado para poder verlo.