William Hogarth / Joseph Sympson Junior, Mujer jurando que un ciudadano digno es el padre de su hijo, aguafuerte y buril, 1729, Museo Británico
Para Enrique López Aguilar
Alguien debe haberse quejado ante la Princesa RoRó, porque, mientras él preparaba en su celda la lección sobre el Eclesiastés, recibió del guardia el citatorio.
Debía presentarse de inmediato en la Sala del Crimen.
—¿De esto se me acusa? —interrogó al papel y luego al guardia, que le respondió alzándose de hombros.
—Le conviene armar su defensa —le advirtió—. Puede ser expulsado de la orden—. Y se fue.
“No voy a armar ninguna defensa”, pensó. “Releí la acusación y me ganó la risa”.
Recorrió los pasadizos conventuales con la confianza que le habían dado los años de servicio en la orden. Pero al entrar, se encontró, con desasosiego, con una sala llena hasta la bandera. El Tribunal estaba completo, amenazante. En la pared, detrás de ellos, lucía la condena dantesca:
LASCIATE OGNI SPERANZA VOI QU’ ENTRATE
Es decir, dijera lo que dijera, estaba condenado de antemano. El tribunal era una simulación, una mentira. Todo lo habían preparado a sus espaldas. Tenían que ser fieles a las circunstancias.
—Bienvenido a la Sala del Crimen —dijo el tribuno en jefe, secándose la baba con un pañuelo.
“Sala del Crimen. Ese era el nombre”, expuso la sombra de Octavio Paz, “con que en tiempos de Sor Juana llamaban al Ministerio Público”.
Junto al tribuno en jefe, un incensario sahumaba el ambiente para neutralizar la hediondez que se desprendía de sus sandalias, acostumbradas a corretear a las pupilas. Era un hombre baboso y lascivo, con un bien ganado prestigio de acosador. Era fácil imaginarlo por los pasillos y los jardines coqueteando a las pupilas con la avidez y torpeza de un fauno rijoso en el bosque. Al rapto de las sabinas, desde una invitación a comer hasta donde su impotencia se lo permitía. Su rostro era lampiño como una máscara de yeso. Su voz, grosera y aguda como el silbido con el que los machos halagan a las mujeres en la calle. De tanto hacerlo, el pitido de los labios se había trasladado a las cuerdas vocales. Pero era intocable: tribuno en jefe por nombramiento superior y eso no se discutía.
Ahí estaban los cortinajes, los pendones medievales, las banderas, los estatuarios caballeros como lansquenetes de cucú o guardias vaticanos, las serviciales damas yendo y viniendo, nalgonas, entre los jueces del tribunal, sirviendo café o pasando documentos. En todas partes se apilaban fojas y fojas, documentos y documentos. Había por doquier plumas, tinteros, tinterillos.
La voz de la Princesa RoRó salía de una ventana interior cubierta por un velo que ocultaba su presencia al público. El velo tenía un alacrán como insignia. En otro tiempo, esa ventana había separado el comedor —la actual Sala del Crimen— de la cocina, por donde se pasaban los platos a los monjes. Esa ventana era el Gran Ojo, el agujero cubierto con el velo artrópodo desde donde la princesa RoRó miraba todo sin ser vista y pronunciaba sus inapelables sentencias.
Aunque el citatorio ya lo declaraba, el acusado preguntó por qué estaba allí.
—¿Qué hizo este buen hombre? —preguntó, ceceando, un tribuno español, con voz engolada, hipócrita, desleal.
—Dé lectura al acta, secretario —ordenó el tribuno en jefe, mirando al techo.
El secretario leyó un acta inquisitorial de casi una hora de duración. Las palabras caían sobre el acusado como lluvia de fuego. Si los considerandos y los antecedentes eran ya intimidantes, las acusaciones, dichas en miles de palabras, hicieron que el acusado se sintiera una excepción. Le fueron brotando repugnantes pelillos en el cuerpo aplanado y ovalado, le crecieron lentamente los caparazones en la espalda, sobre la que se extendían delgados élitros, membranosos y esclerotizados. Le salieron unas delgadas patitas que, al parecer, sucumbirían bajo el peso del caparazón. Pero no sólo resistieron, sino que fueron capaces de darle movilidad al cuerpo entero. Su cabeza parecía un escudo medieval de donde salían dos antenas que se agitaban como las manos de un ciego en la oscuridad. Era una cucaracha consciente, es decir, un animalillo con lenguaje, que se percibe a sí mismo como el más miserable y pisoteable de los animalillos. Ni siquiera el más criminal de los criminales, sino una cucaracha. Los tribunos contemplaban la transformación con indiferencia. Ninguno parecía tener blatofobia. Trató de recordar la risa que le había provocado el citatorio a fin de recuperar su figura humana y darle a todo esto su verdadera medida. Bastaba una sola palabra para multiplicar la culpa, en fojas enteras que parecían no tener fin. Cada palabra añadía una hoja de caparazón crujiente, un pelillo repulsivo, una nueva asquerosa patita a su nueva figura. Ninguna acusación parecía tener término porque continuaba en la página siguiente. Continuará, continuará, continuará, en una serie que podría llegar a ser ilimitada, mientras la cucaracha se desplazaba torpemente alrededor de sí misma en el pequeño territorio que le habían asignado para moverse.
—En resumen —dijo la voz de la Princesa RoRó desde atrás de su velo artrópodo—: castigó, entristeció, asustó, aterrorizó, fastidió, afrentó, rebajó, degradó, ofendió, disminuyó, ninguneó, despreció, menospreció, reprimió, caricaturizó, violentó, perforó, trituró, escupió, insultó, pisoteó, deshonró, maltrató, infamó, mancilló, acosó, humilló, a siete pupilos indefensos.
—En suma, se cagó en ellos —resumió el tribuno español de mirada ociosa y semidormida—. ¿Qué les dijo?
—No mames.
—¿A mí me lo dice, Princesa? —dijo, ceceando.
—No, con esa frase castigó, afrentó, rebajó, degradó, ofendió…
—Suficiente, Princesa, ya nos lo dijo: se cagó en ellos.
—Orden en la sala —martilleó el tribuno en jefe, pensando en sus pupilas, pestañeando incómodamente—. Aquí no deben decirse tales cosas. Pido más respeto a la Sala del Crimen y a sus autoridades.
—Está acusado, en suma, de decir una mala palabra en sus clases —acusó Raro, el Delfín.
“¡Ah, que la chingada!”, exclamó la sombra de Octavio Paz, “el mexicano sin la mala palabra no es mexicano. Es una seña de identidad. Estoy aquí para defender este principio sostenido en mis libros”.
—¡No mames! ¡Que se defienda solo! —exclamó la Princesa—. Además, está acusado de dos delitos de género: me calificó de guapa, y eso es acoso, agresión, amedrentamiento; segundo, mintió al decirlo. ¿Guapa yo? ¡Ja! Ha faltado a las de mi género, a mi feminismo, a mi feminidad, a mi causa, a mi identidad, a… a mi inmóvil sol secreto. ¡Ay, Dios!
“¿Inmóvil sol secreto? No me plagies, mujer”, protestó la sombra de Paz, “además no lo mereces”.
—¿No merezco qué?
“Que te atribuyas mi metáfora”.
Y desapareció.
El acusado reía a carcajadas coleópteras y, gracias a la risa, su figura monstruosa empezó a experimentar nuevas transformaciones, de regreso a la humanoide.
—El acusado es un adulto con conductas verbales de adolescente —denunció Raro, el Delfín.
“¿Qué con el adolescente?”, acudió la sombra de Gombrowicz. “Estoy aquí para abogar por todas las conductas adolescentes del mundo”.
—¡No mame! —repuso la Princesa—. Y usted ¿quién es? A usted no lo conozco. Luego no existe, ¿me entiende?
“¿Qué tiene de malo decir “no mames?”, preguntó al Delfín la sombra de Gombrowicz, con acento argentino. Hasta la Princesa lo dice.
—Lo dijo en clases. Tiene un alto contenido sexual —contestó Raro, el Delfín.
“Todas las malas palabras lo tienen, joven burócrata. Entonces el acusado debería ser usted por pensarlo y no decirlo, por inhibirse y no declararse. ¿Usted se considera un hombre maduro?”
—Claro que lo soy.
“Entonces se autoengaña. Mire, yo casi nunca he hablado en serio. Ahora lo haré. Así que usted se considera un hombre hecho y derecho y de pelo en pecho. Ya lo escribió un amigo mío uruguayo: ‘Un hombre hecho es un hombre deshecho, a no ser que sea extraordinario’. Y usted de ninguna manera lo es. Es un oscuro burócrata que vive con la esperanza de ascender. Si lo logra, que sea feliz. Y digo esto especialmente para usted, señor trepador —se dirigió al tribuno en jefe—. La inmadurez es la condición del hombre, su índole y su destino”.
—¿Adónde va con todo esto? —prosiguió el Delfín.
“A que el inculpado no merece la acusación que se le hace aquí. La expresión ‘no mames’ es la de un hombre joven, inocente, inmaduro, que es la condición de todos los hombres. El beso en la mano de las pupilas que aciertan es un honor y un elogio para ellas”.
Y desapareció.
—¡Que se largue de aquí! —clamó la Princesa RoRó. Y todos advirtieron un estremecimiento de furia en el velo que la ocultaba. En su movimiento, el aguijón se clavaba una y otra vez en su propio cuerpo.
Para entonces, la risa interior, incontenible, iba devolviendo al acusado su entera figura humana. Sin embargo, este regreso era doloroso: cincuenta billones de células, organizadas en órganos y sistemas: locomotor, respiratorio, digestivo y excretor, circulatorio, endocrino, nervioso y reproductor, iban recuperando sus posiciones y funciones de ataque y defensa con un dolor físico no experimentado en la primera transformación y mucho más intenso que el de un recién parido. Todo aquello tenía que reacomodarse. Los tribunos, asombrados, con las pupilas dilatadas, abandonaron sus lugares y se aproximaron a contemplar al fenómeno, al humano en proceso. Esta nueva metamorfosis fue contemplada por los tribunos con el horror a lo inexplicable, a lo monstruoso y desconocido. ¿Qué era eso de recuperar la figura humana?
—Esto de la inmadurez está bien —dijo el español— pero no hasta tal punto.
La alegría experimentada por la recuperación duró muy poco en el acusado. Había, junto a la dama velada, una presencia que le había pasado inadvertida, por la sencilla razón de que no había estado antes: la figura del verdugo. Era la de un pirata musulmán, inmóvil y amenazante, apoyándose en una cimitarra berberisca. “Dura es la vida”, pensó. “Dan ganas de regresar al estado anterior”.
—Las arcas del reino —aclaró el Delfín— buscan austeridad y no pueden desperdiciar sus fondos en malhablados como usted.
—Ah, de eso se trata, en suma. Lo hubieran dicho antes. Ustedes, tribunos —les apuntó con el índice de la mano derecha— me están utilizando de cabeza de turco para ahorrar dinero. Mi lenguaje es una coartada. Además, esa queja de los pupilos es inválida: es anónima.
—¡Que le corten el índice! —clamó el tribuno en jefe con un disparo de baba y cubriéndose los ojos con las manos.
—¡No! —corrigió la Princesa RoRó—. ¡Que le corten la cabeza!
—Pero también el dedo —suplicó el tribuno español.
—Aunque sea un dedo del pie —rogó otro juez.
—¡La cabeza, la cabeza! —clamó la Princesa— ¡Como las de Luis XVI y María Antonieta, como las de Danton y Robespierre, como las de Holofernes y Salomé!
—Juan el Bautista —corrigió el español, con displicencia.
—Bueno, como a él. Como a todos ellos.
—¿Quiénes son todos ellos? ¿Exalumnos nuestros? —preguntó el tribuno en jefe.
—No, Señoría —dijo el Delfín, sonriendo.
—Princesa RoRó —intervino, con timidez uno de los tribunos—. Permítame interceder por el acusado. Yo soy su autoridad más cercana y puedo dar fe de su eficacia en el trabajo. Es un buen académico. Siempre lo ha sido.
—¿Academias a mí? No me venga con Academias. A mí solo me importan los pupilos, mis pobres, indefensos pupilos, víctimas de los abusos de este y otros desalmados académicos.
“A tu amor nos acogemos”, recordó el acusado, “María, ruega por nos”. Una vieja plegaria escolar. De acuerdo con la oración, entonces, los pupilos solían acudir a la Princesa como esos púberes que en los Trípticos renacentistas imploran protección a los pies de la Virgen. La mano protectora. La Princesa de los desamparados, de los desalmados, de los rechazados, de los descalificados, de los reprobados.
—¿Tiene algo que decir en su favor el acusado?
—Que todo esto me ha dado risa.
—¿Ven? ¿Lo ven? —dijo el tribuno en jefe— El acusado se ha reído del tribunal, de la acusación, del proceso, pero no lo hará de la sentencia.
“¿De qué se trata aquí?”, pensó el acusado, “¿del descontrol asesino de una pasión utópica? No. Ni siquiera eso. Era simplemente el ejercicio de un poder, un poder liliputiense, pero poder, al fin y al cabo”.
—Bueno —dijo el tribuno en jefe, secándose la baba del mentón—. La Princesa considera suficientemente discutido el asunto. Procedamos a decidir. Hagan el favor de entregar su voto en un papel. Tienen delante el papel, las plumas, la tinta y el tintero. Si lo consideran inocente —cosa que nadie en su sano juicio opinará— escríbanlo de todos modos, bajo su propio riesgo. Si culpable, como manda la Princesa, escriban: “Cabeza” o “Dedo”, o ambos, si así les place.
—Vanidad de vanidades —susurró el acusado—, todo es vanidad. ¿De qué le sirve al hombre…?
—¿Qué ha dicho usted? —interrumpió el Delfín.
—Recitaba mi lección de hoy. Nada que a usted le interese. O quizá sí. Que nada de esto tiene sentido, salvo la espada de Damocles que pesa sobre mi cabeza—. Y alzando la cabeza hacia lo alto, puso los ojos vidriosos de mártir.
—¡La cabeza, la cabeza del acusado! —clamó la Princesa, con una vehemencia digna de Salomé.
—¿No será mejor enviar todo esto a la oficialía de partes? Así evitamos, así nos libramos… —expresó con timidez el más tímido de los tribunos.
—¡Qué oficialía de partes! —aulló la Princesa—. ¡Que le corten la cabeza!
—Cabeza o dedo, por favor —sentenció el tribuno en jefe, dirigiéndose democráticamente a los demás.
—Un momento— dijo el acusado levantando la mano—. Quiero recordar a los tribunos que la Princesa RoRó lo fue de dos reinos a la vez, cosa prohibida por las leyes.
—Puede que así haya sido— contestó el tribuno mayor. Pero ¿quién ha dicho que una princesa deba someterse a las leyes? La ley es la ley, pero una princesa es una princesa. Así que tiene razón, pero se va preso y a cumplir su condena.
¿Resultado de la votación, secretario?
—Dedo —su Señoría.
El guardia que le había participado el citatorio se aproximó a él, lo tomó del brazo y lo condujo fuera de la sala, seguido por el verdugo. El acusado avanzó con la secreta alegría de que la sentencia de la Princesa RoRó no había sido, esta vez, decisiva.
Hubo un largo silencio. Los tribunos miraban la puerta por donde había salido el condenado. Todo se había paralizado. Nadie respiraba. Una mosca sobrevoló sobre los legajos que se habían leído durante casi una hora. De pronto, el silencio se rompió con un golpe seco que venía de al lado. Los tribunos seguían expectantes. El guardia apareció con la mano en alto portando el trofeo de un dedo sangrante.
—Como un pene —comentó uno de los tribunos.
—Como un falo —sentenció el español.
—Cuiden su lenguaje —advirtió el tribuno en jefe—. Aquí no deben decirse tales cosas. Pido más respeto a la Sala del Crimen y a sus autoridades.
—Hemos procedido. Se ha hecho justicia —dijo el secretario—. En nombre de la ley, se clausura la sesión.
(Latacunga, Ecuador, 1944). Profesor y escritor ecuatoriano-mexicano. Maestro en Letras Iberoamericanas por la UNAM. Ha publicado cuentos (traducidos a varios idiomas), ensayos y una novela. Premio a la Docencia de la UAM en 1999. Es Miembro Correspondiente de la Academia Ecuatoriana de la Lengua y profesor investigador en la Unidad Azcapotzalco de la UAM.