Vivir en la Tierra. Apuntes introductorios a la ecocrítica

Rodrigo Rosas Mendoza
junio-julio de 2024

 

 

Fotografía: Alexander Apóstol. De la serie Ensayando la postura nacional, 2010. Cortesía: MUAC


Muchas disciplinas buscan profundizar en la experiencia del sujeto al entrar en contacto con el mundo: la geografía, la sociología, la filosofía y, por qué no, la literatura. En ese sentido, la ecocrítica es un buen instrumento para entablar un diálogo entre el sujeto y lo terrestre —este último elemento entendido como manifestación, a un tiempo, simbólica y material del mundo—.

Lo terrestre, en principio, puede ser entendido como “naturaleza”. Siguiendo a Germán Bula,[1] la naturaleza no es —no debería ser— un constructo antropomórfico, no tendría que delimitarse ni ser susceptible de significación. La naturaleza en sí misma, en tanto expresión pura e indomable de lo terrestre, es enigmática, inmensa. Ya José Eustasio Rivera se encargó de mostrarlo en su obra cumbre. Acaso tenga razón Bula al decir que muchos de nuestros mecanismos de representación pueden llegar a violentar el “ser” de las cosas, de la naturaleza, pues la humanidad claramente ha buscado instrumentalizar el entorno; ha insistido en volver utilitaria cualquier expresión de “lo natural”. En esos términos, dentro de la literatura, la ecocrítica busca historias o perspectivas que conduzcan ya sea a la sensibilización del lector ante las violentas relaciones que sostenemos con ello, o bien, que exhiban la dificultad de nuestro lenguaje e imaginario para definir la naturaleza: la incapacidad del sujeto de afrontar la inmensidad de “lo natural”.

Y es que lo terrestre guarda su propia semántica. Se resiste —y valga mucho la redundancia— con naturalidad a nuestras imposiciones de sentido. Nadie como Algernon Blackwood ha sido capaz de explorar aquello indecible que habita en el bosque, lo inabarcable que es el desierto o la desconcertante manifestación de lo primigenio en la altura de las montañas. Más allá de que podamos poner etiquetas literarias a Blackwood del tipo “fantástico”, “extraño” o “terror”, ciertamente el londinense era capaz de transmitir esa condición enigmática que caracteriza a la naturaleza y lo endeble del entendimiento humano para enfrentarla.

Esta segunda cara de la ecocrítica, como puede verse, se concentra en ciertas expresiones literarias capaces de respetar la magnitud de la naturaleza y ayuda a concebirnos, en tanto sujetos, como una parte de ella y no al revés. Problematiza, pues, las condiciones bajo las que nos involucramos con el entorno así como nuestra (in)capacidad de ser conscientes del auténtico “ser” de lo natural. Esto no necesariamente implica una toma de conciencia ecológica ni mucho menos nos llevará inmediatamente a dejar de utilizar bolsas de plástico. Aunque estudiosos como Edwin Camasca asuman que el fin último de la ecocrítica debería conducir a un posicionamiento ético frente al estado actual del medioambiente y la conflictiva vinculación entre hombre y ecosistema, ese no es más que un resultado deseable, pues primero debemos pavimentar el camino con visiones críticas antes de siquiera contemplar soluciones y resultados. Podríamos pensar que hay literatura, como en el caso de Blackwood, que se preocupa más por explorar lo indescriptible del mundo natural —su inmensidad y misterio— en oposición a la pequeñez y banalidad del sujeto, todo ello sin detenerse demasiado en reflexionar sobre la incidencia negativa del humano en la naturaleza o lo desequilibrado de esa relación. Acaso aquella perspectiva se ajuste más bien a obras como La Vorágine

En cualquier caso, insistimos en que la ecocrítica, esencialmente, permite hacer visible el problemático nexo entre naturaleza y sujeto. De este modo, uno de los elementos más útiles y relevantes para ahondar en esa relación es el paisaje. De acuerdo con Eric Dardel, en su libro El hombre y la Tierra, el paisaje siempre está atravesado por un torrente de percepciones y experiencias que involucran necesariamente a un observador que a la vez podemos asumirlo como receptor. Es decir, el paisaje se “vive”, no solamente se mira. En esa experiencia, en ese modo de percibir el entorno terrestre es como podemos llegar a tomar cierta conciencia respecto al estado del mundo y nuestro lugar en él, sobre la manera en que hemos intervenido el espacio. Cierta literatura trata de comunicar el gran conjunto de sensaciones ligadas al “estar en la tierra”, independientemente de que sea con conciencia medioambiental o no.

Por ejemplo, podemos rastrear ese “estar” en la ciudad mediante el deambular por el Centro Histórico que tan bien expone Bernardo Esquinca. Pasado y presente se superponen para indagar en las intervenciones del espacio en sus novelas Toda la sangre e Inframundo. En ambos libros hay un diálogo con la Historia en un sentido de urbanización progresiva y apropiación cultural del espacio que concede un vistazo a la configuración identitaria capitalina. Aquello que inicialmente era un lago comenzó a ser transformado en calzadas, calles, ciudades dentro de otras ciudades. La revisión del Centro Histórico que tanto obsesiona a Esquinca en su narrativa nos ayuda a mapear la experiencia centrífuga urbana y la manera en que cada zona de la Ciudad, cada calle y cada esquina son testigo de múltiples capas de nuestra configuración histórica. Podemos rastrear en esos libros las transformaciones en el comportamiento de la colectividad a partir de un paisaje constituido con rincones citadinos muy específicos, como Donceles o los laberintos subterráneos de la Catedral Metropolitana.

José Watanabe, por otro lado, estaba interesado en poetizar la contemplación como un acto respetuoso de lo indescriptible. Seguro Dardel hubiera sido un gran lector del poeta peruano. Watanabe reconocía en la escritura la imposibilidad de representar “lo natural”, y así, la experiencia de su contemplación adquiere un matiz místico. Por eso, Watanabe se mueve en lo inaprensible, en aquello que está más allá del lenguaje, aunque sea posible intuirlo.

Víctor Vich encuentra en la poesía de Watanabe un espacio donde la naturaleza es entendida como algo “perdido” al nivel del lenguaje, pero, y esto es importante, “redefinido” desde la experiencia. Entonces, en Watanabe, “lo natural” derrota al lenguaje. Pero no lo hace en términos de apabullamiento o de una sensación de desasosiego como sucede con el ya referido Algernon Blackwood. En Watanabe, la experiencia pasa, digámoslo así, por el acto de observar algo, a lo lejos, y luego murmurar para sí. Hay autoconocimiento en ese “estar” y “vivir” la mirada que desemboca en lenguaje. No son pocas las imágenes en su poesía donde se contempla el abismo, el bosque, el mundo animal, la lluvia, la noche y la montaña a través de la serenidad otorgada por el mero “estar”. Hay cierto poder invisible que atrae la mirada de Watanabe y la transforma en serenidad.

Así, lo relevante no es, al menos no de inmediato, poner en claro la amplitud del ejercicio ecocrítico; primero, y más importante, es que hay que entender que existe una manera de replantearnos, desde la literatura, nuestro nexo con “lo natural”. Experimentar el paisaje y hallar las diversas formas de narrar el espacio es un trabajo ineludible en nuestros días, si se considera lo cerca que estamos de perder contacto con “lo natural”. Si en nuestras lecturas comenzamos a ser conscientes de las sensibilidades puestas en juego a partir del espacio, de la mirada, de la experiencia con el entorno y los modos de “narrarlo”, entonces comenzaremos, eventualmente, a modificar el sentido de nuestro vínculo con “lo natural”, a entender lo que de inaprensible e imponente tiene lo terrestre. ¿A qué más puede aspirar la literatura si no es incidir en nuestro pensamiento?


[1] Los textos “Ecocrítica: algunos apuntes metametodológicos” y “¿Qué es la ecocrítica?”, publicados en la revista Logos ,son de bastante utilidad para quien busque una introducción al tema.

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Rodrigo Rosas Mendoza

Licenciado en Lengua y Literaturas Hispánicas por la unam. Cursó la Especialización en Literatura Mexicana del Siglo xx impartida por la uam Azcapotzalco.