Ladrilleros es la segunda novela de la trilogía de varones escrita por Selva Almada. Autora argentina originaria de la provincia Entre Ríos, ciudad que forma parte de la región centro de la Argentina, entre el Paraná y Uruguay. Al recorrer cada una de las páginas hay una sensación claustrofóbica que obstruye la respiración. Tardé algunos días en entender qué había pasado y qué, como lectora, corría por mi cabeza. Súbitamente vino a mi memoria la película Irreversible, de Gaspar Noé, de 2002, no por el contenido temático, sino por la sensación de entrar a un universo de manera violenta y quedar atrapada por las palabras, de navegar en un laberinto de violencia, amor y erotismo.
En esta novela, el principio y el final se pisan la cola. La corriente de palabras se concretó en imágenes que son la apuesta de Selva Almada —“me parece muy poderoso narrar la violencia”, dijo en una entrevista—. Ladrilleros tiene la estructura de un sueño; desde las primeras páginas hay una sensación de ser arrojado en el instante en el que Pajarito Tamai y Marciano Miranda, personajes centrales, agonizan sobre el suelo, donde alucinan, inventan y recuerdan las historias familiares que los condenaron.
Se presenta una suerte de vértigo, ir de una casa a otra, de un hombre a otro, hasta que aparecen dos madres que sostienen un respiro para quienes leen la novela, las madres de Pajarito Tamai y Marciano Miranda. La voz narradora se aleja de la escena de muerte y desvela la materia prima de la trama: linaje de pobreza y abandono. Selva Almada opera con el cuidado de una cirujana y elige con paciencia las palabras con las que confecciona a sus personajes: complejos, inteligentes y fieros. Se trata de una novela independiente al imaginario rioplatense, un escenario preponderante en la literatura argentina. Almada delinea personajes multidimensionales en el correr del tiempo, el lugar donde se encuentran y las circunstancias.
La ficción, que también es memoria, entrelaza el calor, la dureza y la estética de la vida rural. La autora logra el balance al narrar la ruralidad y no se deja tentar por una romantización o brutalidad innecesarias.
La novela tiene una estructura no lineal donde los episodios y la vida de los personajes quedan expuestos como un juego azaroso. Sin embargo, se puede reconocer la habilidad de Almada para ir de un lugar a otro, de un recuerdo, del pasado al presente. Esta estrategia es la que, quizá, hace de Ladrilleros una novela imprescindible para leer la ruralidad argentina y similares contextos en países latinoamericanos. La trilogía de varones —El viento que arrasa, Ladrilleros y No es un río— son universos separados pero tejidos con el mismo hilo: el lenguaje.
Selva Almada decide exponer el final muy pronto. En consecuencia, lleva al lector a la vida de dos familias enemigas, y si es que hay una génesis para detonar el racconto es, en efecto, los nacimientos de Pajarito Tamai y Marciano Miranda: una tragedia shakespeariana de dos familias enemistadas y una historia erótica con desenlace catastrófico.
Elvio Miranda, heredero de una estirpe de ladrilleros, consigue casarse con Estela, reina de carnaval, quien lo eligió sobre otros hombres que la rodearon. Elvio, orgulloso, afirma que los ladrillos salidos del horno de los Miranda construyeron el pueblo. Marciano es el primer hijo de los Miranda. Estela, a punto de parir, va sola al hospital. Unos minutos después, Pajarito Tamai conoce el mundo. Celina Tamai, hija de comerciante, sin madre, criada por su padre y hermanas, se casa con Oscar Tamai, un hombre dedicado a recoger cosechas. Celina encuentra en Oscar el despertar sexual que la exilió de la pequeña familia de la que formaba parte. Pajarito es el segundo hijo del matrimonio, un niño vivaz que aletea como pichón, de ahí le viene el apodo. Celina condena a Oscar como ladrillero cuando una amiga le avisa que uno de sus parientes está rentando una casa que, aunque está en la periferia del pueblo, tiene un horno de ladrillos. Así es como Oscar se vuelve ladrillero, bajo la promesa de que sería su propio patrón. Bajo los rayos del sol y los pies envueltos en fango, odia su oficio, a Celina e hijos, pero, sobre todo, al vecino Miranda, el otro ladrillero.
Las familias terminan viviendo a metros de distancia, lo que resulta en algunos episodios violentos entre Elvio y Oscar. La enemistad entre ambos va en aumento hasta que Elvio es asesinado, un crimen que jamás se resuelve. Y aunque en primera instancia se vuelca la culpa en Oscar, la muerte de Miranda se olvida con el correr de las páginas hasta que se reencuentra con las memorias de Marciano, tirado boca abajo, desangrado. Así, el hijo mayor toma el papel de protector y vuelca la violencia sobre su hermano menor, Ángel.
Selva Almada es una escritora de la ruralidad, no sólo por recrear los paisajes, también por los sonidos, las voces y palabras con las que viste a sus personajes. No los juzga, no los estigmatiza. Les da vida, los provee de voluntad, de emociones, de sentimientos y secretos. Los deja odiar y desear al mismo tiempo. Los vuelve sanguinarios y, de un instante a otro, vulnerables. Los personajes de Ladrilleros se quedan dando vueltas en la cabeza, hablan, hieren, incomodan y, al mismo tiempo, es imposible soltarlos.
El flujo de la novela es punzante, tal vez confuso. Las acciones inundan con imágenes la capacidad para convertirlas en historias, historias del despertar sexual, del erotismo, de la homosexualidad en un contexto deteriorado por el machismo. Se narra y atrapa de tal manera al lector que el paso del tiempo no se percibe y provee de visiones borrosas y brillantes. Un universo con una hechura perfecta que susurra, asombra y atemoriza.
Ladrilleros
Selva Almada
Madrid, Penguin Random House, 2020, 240 pp.