Una mujer que corre

Marillen Fonseca
Octubre-noviembre de 2023

 

 

Imagen generada por Inteligencia Artificial mediante la plataforma Bing Image Creator

 

  1. Ejercicios de calentamiento

¿Puede una mujer usar el verbo “correr” para referirse a un deporte? “Una mujer corre para escapar de un presunto secuestro en Ecatepec”, “Mujer corre por calles vacías en Puebla y logra huir de hombre que la seguía”, “Mujer corre y escapa de secuestrador” son algunos titulares que leo en las noticias. Inmediatamente pienso en una de mis estudiantes de preparatoria quien, camino a casa después de clases, corrió de vuelta a la escuela para escapar de una violación y pedir ayuda. Inclusive, en un artículo sobre técnicas de defensa para mujeres se recomienda correr lo más rápido posible para alejarse de un agresor. Reformulo la pregunta: ¿las mujeres podemos usar la palabra “correr” sin que signifique huida, escape, ponerse a salvo?

Desde hace tres meses comencé a practicar el también llamado running todas las mañanas en la costera y hasta ahora no he logrado apropiarme de la palabra “correr” como actividad deportiva. En lugar de sentir que corro para mejorar mi estado de salud, siento que al correr escapo de la mirada de los hombres: taxistas que esperan pasaje sentados en las bancas, trabajadores de hoteles, los —ellos sí— corredores y transeúntes que esperan el transporte para ir a sus trabajos. No corro, huyo del acoso, o en todo caso, corro del miedo.

Muchas veces he pensado que la libertad tiene que ver con las palabras disponibles para nosotras, los verbos que podemos usar y en qué contextos lo hacemos. Hubo un tiempo en que “heredar” o “divorciar” no existían en nuestro vocabulario. Junto con éstas, abortar, administrar, escribir, estudiar, habitar, trabajar, votar son algunas de las palabras que ahora podemos decir (aunque “abortar” sólo en algunos estados). Sin embargo, hay partes del mundo donde las mujeres disponen únicamente de una lengua llena de huecos. Por ejemplo, en algunas zonas de Nigeria no cuentan con palabras para referirse a las partes del cuerpo de la zona genital femenina ni para sensaciones físicas relacionadas con ellas, como la menstruación. No disponer de palabras limita nuestras posibilidades de relacionarnos con el mundo, nos encierra en una caverna lingüística. Nombrar, en cambio, es crear un universo.

 

  1. Correr

¿Cuándo fue la primera vez que las mujeres usaron la palabra “correr” en un contexto deportivo? Quizá en 1928, cuando participaron por vez primera en pruebas de atletismo de larga distancia en los Juegos Olímpicos. Ellas corrieron. Sin embargo, enseguida les fue arrebatada la palabra, cuando los medios de comunicación anunciaron que la mitad de las atletas había terminado exhausta, dando así origen al mito de que las mujeres no podían correr. Casi cuatro décadas más tarde, en 1967, Kathrine Switzer se apropió nuevamente de la palabra al ser la primera mujer en correr la Maratón de Boston —una competición exclusiva para hombres— de forma oficial, con un número en el pecho: 261. Aunque para lograrlo tuvo que forcejear con uno de los jueces que se metió a mitad de la carrera para intentar sacarla a empujones. Hoy ya no hay jueces que nos impidan correr, la palabra existe en nuestro vocabulario e incluso las estadísticas afirman que somos cada vez más las mujeres que lo practicamos, pero ¿hemos logrado apropiarnos de este verbo?

Desde niña me ha gustado correr. Corría cuando me mandaban a la tienda, corría cuando regresaba a casa, corría en la escuela. Esto último hizo que siempre ganara el regaño de mis maestras, quienes al ver que mi uniforme blanco terminaba siendo la bandera misma de la suciedad llegaban a la misma conclusión: “pareces un niño por correr tanto y ensuciarte así”. Mientras mis compañeros no eran juzgados por llegar sudados y con los pantalones rotos, a mí me subían al tribunal para ser castigada por mi delito.

Algo similar ocurrió en mi primera carrera, a los doce años. La pista estuvo conformada por las calles de la colonia donde vivía y los participantes éramos cinco niños y dos niñas. Fui la primera en llegar a la meta, pero cuando los chicos llegaron detrás de mí, escuché que alguien dijo en tono burlón: “qué vergüenza, les ganó una mujer”. Una mezcla de orgullo y humillación se apoderó de mí. Aunque había ganado, me sentí como si hubiera hecho algo indebido, como si yo misma fuera una anomalía. No me sentí una niña que ganó por ser más veloz, sino que me percibí como una niña que había corrido como un hombre y por eso había ganado. “Pareces un niño por haber ganado la carrera” creí escuchar a mis maestras regañándome. Ahora siendo adulta ya no me incomoda correr más rápido que un hombre. La incomodidad viene de otro sitio: no poder correr libremente en un espacio público a causa del acoso.

Es inevitable pensar en lo siguiente: si Forrest Gump, el popular personaje de la película homónima, hubiera sido una mujer, ¿podría haber realizado la hazaña espontánea y desinteresada de atravesar un país corriendo? Es posible que el impulso fuese frenado por el sentimiento de inseguridad; es posible que, al primer acto de acoso, la incomodidad y el miedo la hubieran hecho volver a casa y perderse todos esos acontecimientos cruciales de los que fue testigo Forrest.

Una mujer no corre libremente porque tiene que ir esquivando acosadores; sus ojos no miran únicamente hacia el frente (como lo recomiendan las guías de corredores), no puede olvidarse de su entorno o concentrarse en su respiración porque tiene que estar atenta a cualquier situación de riesgo. Los audífonos ayudan a sortear los piropos, pero no las miradas. Cuando corro en la costera, miro hacia la playa y pienso en que me gustaría ser un grano de arena que se pierda entre la gente. La libertad es ser invisible en las calles. Pero las mujeres no logramos fundirnos en la multitud como los hombres. ¿Acaso deberíamos recurrir al artilugio de George Sand, quien se vestía como un muchacho para lograr perderse entre la muchedumbre y pasear por las calles?

No logro decir que corro, señalo la palabra con el índice, la balbuceo. Soy sólo un objeto de mirada que se mueve y desfila sobre una avenida que también tiene el nombre de un hombre: Miguel Alemán. Así como lo tienen todas las calles que recorro para volver a casa: avenida Cuauhtémoc, calle Luis Echeverría, calle Nerón, calle Cristóbal Colón, calle Dr. Ignacio Chávez. Desde estos lugares se anuncia que ellos han sido los dueños del espacio público, quienes han trazado los caminos y cuyos nombres son palabras que no sólo significan su persona, sino que también conforman toda una ciudad.

Yo quiero que en mi diccionario personal la palabra correr signifique “práctica deportiva que consiste en una carrera continua”, en lugar de apelar a una definición como “desfilar a una velocidad mayor que al andar para agradar la mirada de espectadores masculinos”. Y aún más: quiero ser capaz de sentir esos múltiples beneficios mentales que tanto se menciona en artículos de Internet: euforia, relajación, felicidad, libertad. ¿Cómo podría sentirme libre y feliz al correr si el acoso está ahí, construyendo jaulas desde el espacio público?

Una mañana, mientras corría por la costera intentando sumergirme en la música y mi respiración, dos corredores se situaron a cada uno de mis lados, me cercaron, pude sentir sus hombros presionando los míos: una jaula. Asustada, detuve de golpe la carrera, mientras ellos, aun corriendo, voltearon a verme divertidos y continuaron su trayecto. Tuve que cambiar de dirección para no volver a encontrarlos. Es así como ellos van marcando lo que es transitable para nosotras. Las calles son sus rutas, caminos que ya fueron abiertos para sus pies. En cambio, las mujeres tenemos que ir haciendo nuestros propios caminos de acuerdo con los sitios donde es más seguro pasar, aunque eso implique ir de una acera a otra cada tanto, caminar en zigzag o en forma perpendicular al sentido de las calles. Las mujeres somos cartógrafas: trazamos nuestros propios mapas, mapas que contienen rutas secretas que nos llevan sanas y salvas de un lugar a otro.

 

  1. Ejercicios de estiramiento

Anhelo la libertad de salir a correr a las calles sin sufrir acoso; ir a la velocidad que quiera sin acelerar cada que una mirada incómoda se clave como aguijón en el cuerpo. Poder pensar, sentir e ir en la dirección que quiera. Yo, como Haruki Murakami, quiero la libertad de poder hilvanar historias mientras mis tenis marchan sobre el asfalto. Si como dice Wittgenstein el lenguaje es una ciudad de viejos y nuevos barrios, la palabra “correr” como deporte es para nosotras una casa en obra negra, mientras que en su acepción de “huida” es ese túnel subterráneo por el que nos da miedo pasar. Correr libremente es tener derecho a transitar solas en el espacio público, porque pareciera que siempre tenemos que huir, que no tenemos derecho a la pausa, a quedarnos paradas en la esquina de una calle o sentadas en una banca. Las calles parecen decirnos que el único lugar seguro es el hogar. Pero la palabra “correr” también debe ser una casa que podamos habitar libremente.

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Marillen Fonseca

(Acapulco, 1992)

Licenciada en Literatura Hispanoamericana por la Universidad Autónoma de Guerrero. Maestra en Humanidades por la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Ganadora del VII Premio Estatal de Ensayo Literario Joven 2018 con el texto “Apología de la mujer que fui”. Obtuvo Mención honorífica en el III Premio Nacional de Poesía Germán List Arzubide 2019, con su libro Cadáver de un hombre inventado.