Un sueño de intrusos

Rafael E. Quezada
Agosto-septiembre de 2023

 

 

Ilustraciones: Beatrix G. de Velasco

 

Suelo tener pesadillas con cadáveres exquisitos y con los jinetes del apocalipsis. Algunas noches ni siquiera recuerdo las imágenes, pero sí los sabores y las caricias de los difuntos. El fin del mundo tiene un gusto a fresas fermentadas y los cuerpos dejan un resabio de pólvora cuando te rozan con sus labios anémicos. Sospecho que se mueven tendencias necrofilias en mi cerebro, por eso de los besos y las frutas afrodisiacas. Sólo una vez tuve un sueño de otra naturaleza. Medio dormido, entre las capas neblinosas de la oscuridad, escuché la ruptura del vidrio y el picaporte al golpear el suelo como un rígido gong. Mi mente ilustró esos sonidos con las imágenes de una enorme puerta santa, tal vez la de Catedral, quebrada por una ráfaga de viento. Detrás venía el Altísimo, gruñendo como un abuelo senil en un arranque de locura. Luego ya no supe. Me despertaron los alaridos de mi papá. Lo primero que vi al abrir los ojos fue su figura tosca en el marco de la puerta. Ya tenía la pistola en la mano y colocaba los casquillos en el cargador.

—¿Son ladrones? —pregunté.

—O peor —respondió. La vena de su frente palpitaba al ritmo de sus latidos acelerados. Era rígido y demasiado gordo para alguien con su velocidad.

—¿Dónde está mamá?

—Subió al trastero por municiones. Los cabrones cortaron la línea telefónica.

Nuestra casa está situada en el extremo norte del municipio, a las faldas de un cerro que sirve como frontera. De lejos parece el refugio de un ermitaño; de cerca, una hacienda feudal a resguardo de los entrometidos. Para bajar al pueblo es necesario seguir una pendiente de puro terraplén, bordeada de musgo y guijarros puntiagudos que a menuda lastiman las llantas de las camionetas. Estamos rodeados por una extensa reja de metal oxidada, rematada por concertina y púas, la cual delimita nuestra propiedad. Al otro lado de la puerta se encuentran el huerto y el estacionamiento, seguidos del establo y la fachada que mira hacia el resto del valle. Sólo se puede entrar o salir por la empinada. Sin comunicaciones y con ese camino bloqueado, éramos únicamente nosotros contra los intrusos.

—¿Dónde está la tuya? —preguntó mi padre. Por la modorra me tomó varios segundos comprender que hablaba de la pistola.

—En el cajón.

—¿Y qué estás esperando, que te de un beso de buenos días?

Salí de las sábanas como un autómata. Mis pies descalzos se estremecieron al contacto con los azulejos y se me puso la piel de gallina. Duermo sin ropa porque el calor de las pesadillas me hace sudar a cascadas, pero nunca me he avergonzado de mi cuerpo desnudo, especialmente frente a mis padres. No me esforcé en ocular mi erección matutina ni los restos secos del líquido seminal en mi pierna. Me ajusté los calzones sucios que encontré al pie de la cama y me calcé las sandalias de goma que utilizo en la regadera. En el cajón de la mesita de noche se encontraba el arma desmantelada, a resguardo en una caja de seguridad sin combinación. Me tomó treinta segundos embonar la corredera, el cañón y el muelle con el armazón. Rápidamente coloqué las balas en los huequillos del cargador, corté cartucho y corrí a colocarme en cuclillas en el descansillo de la escalera, junto a mi padre.

Después de la ruptura del vidrio, no se escuchó nada durante un largo rato hasta que oímos a mamá descender del trastero. En el brazo izquierdo traía un morral con las reservas de municiones, las cuales almacenábamos para ocasiones como esa. En el otro, descansaba el rifle, con la mirilla montada y sin el pasador.

— ¿Cuántos son? —preguntó.

— Más de uno, menos de cuatro —dijo papá—. Tenemos ventaja.

El primer disparo no fue nuestro. Le apuntaron al foco colgado en la curva de la escalera, pero fallaron. Papá respondió con un tiro al aire para hacerles saber que contestaríamos al fuego. El tercer tiro tampoco le dio a la bombilla, pero el cuarto sí. Escuchamos sus pasos confiados a través del recibidor, amparados por la súbita oscuridad. Yo hice el quinto tiro, asomando ligeramente la cabeza entre los barrotes del barandal. Creí ver una sombra agazapada tras sillón de cuero y le hice un agujero contundente al tapiz. Sin embargo, allí no había nadie. De haber usado ese mueble como escondite, el intruso habría terminado con un boquete repugnante en la sien. Imaginar tal escenario revitalizó mi erección.

Mi madre, que es muy lista, nos dejó a cargo de la escalera y corrió hasta la ventana del pasillo. Rompió el vidrio inferior con el codo y desde ahí emitió cuatro disparos certeros, uno por cada llanta del coche, sin titubear, con el ojo pegado a la mirilla. 

—A ver cómo se escapan ahora, grandísimos cabrones… —la oí murmurar.

Recibimos la respuesta enseguida: una ráfaga de tiros a ciegas que intentaban colarse desde el piso inferior, aunque no podían dar la vuelta a los muros de la escalera. Mi padre contabilizó cada uno de esos disparos. Era un viejo hábito de su oficio, calcular cuántas balas le restaban al enemigo. Tenía un oído tan fino como un tecolote adulto. Reconoció el tipo de armas utilizadas por los intrusos sólo por el tono de los estallidos y acaso también por la fragancia de la pólvora.

—Corrijo —murmuró cuando acabaron los tiros—. Más de uno y menos de tres.

Bajó deslizándose por los escalones como un reptil, aprovechando los segundos de ventaja. Yo me puse detrás y disparé a lo tonto. Traté de alcanzar los sitios que, de acuerdo con mi memoria, podían utilizar como escondrijo. Derribé a uno de los intrusos con dos balazos fortuitos: el primero en el hombro y el segundo en la cabeza, cuando intentó ponerse a salvo en la cocina. Al otro lo mató mi padre con una sola bala metida diestramente en mitad de la cara. Bajamos, aún con las armas en ristre. Encendimos los focos que no estaban destruidos. No eran los jinetes del Apocalipsis como había llegado a pensar. Más bien se trataba de dos muchachitos más o menos de mi edad. A uno lo reconocí al instante: se llamaba Alan y era el hijo de un alfarero. Él me enseñó a tirar penaltis y a hacer dominadas, cuando los niños del pueblo todavía me invitaban a los juegos. Lo recuerdo en las tardes de la canícula, cuando nos quitábamos la camisa para echar cascaritas, su piel de barro con gotitas de sudor, su espalda demasiado ancha para su edad, gracias al peso de la cerámica en el taller de su familia. Mis dos tiros lo habían dejado como coladera.

—Nos la pelaron, hijos de la verga —dijo mi padre—. Se me hace que estos escuincles eran rateros nada más.

Su comentario no fue tranquilizador. En la mente de papá era honorable enfrentarse a los perros rabiosos, pero era infame morder la mano que te alimentaba. Comprendí que, por la mañana, encontraría la forma de desquitarse con los sembradores del pueblo. Pensé en lo que ocurriría con el alfarero y su esposa, con los hermanos de Alan. A lo mejor el otro muerto era uno de ellos. Se me hizo un nudo en la garganta y me vi obligado a carraspear. Nunca había llorado ante un cadáver y aquel día no rompería la regla.

Cargamos los cuerpos hasta la parte trasera del jardín, a los pies de un barranquillo que inaugura el cerro. Entre mi padre y yo cavamos las tumbas. Metimos los cadáveres en los sacos de cemento que juntábamos para ese propósito. Mientras acomodaba el de Alan, sentí unas ganas gigantes de plantarle un beso y descubrir si sus labios sabían realmente a pólvora. Por supuesto, no fue posible. Les echamos cal, rezamos un Padre Nuestro y rellenamos los huecos. Por instrucciones de mi madre, hacíamos los hoyos lejos de los naranjos, porque insistía que los muertos dejaban un rastro ácido en los centros de las frutas. Eso lo aprendimos a partir de muchas pruebas y errores. Como a todo, uno termina adaptándose a la hostilidad de los lugareños. Aunque yo no me acostumbro a las pesadillas eróticas.

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Rafael E. Quezada

Estudiante de la Maestría en Literatura Mexicana Contemporánea en la Unidad Azcapotzalco de la uam. Autor de El hambre del mundo (Ediciones Del Lirio, 2023)