Ilustraciones: Beatrix G. de Velasco
La perra dejó de comer. No la culpo. Yo tampoco he tenido mucha hambre estos días. Mi hambre siempre ha estado ligada de manera inherente a mi olfato. Sin embargo, desde que ella no está, la casa ya no huele a comida. En realidad, la casa ya no huele a nada. Cuando volví del hospital la casa olía a orines, y luego, por un momento, cuando fue necesario desinfectar, olió a cloro, pero a mí el cloro me huele a nada. Ahora sigue oliendo a nada, a nada de nada y no a nada de cloro, porque la perra mea en el jardín.
Hace apenas unas gotas porque su cuerpo está deshidratado. Pareciera que le cuesta beber agua. Debo admitir que envidio su determinación en la tristeza: las gotas que se bebe son para sobrevivir. En cambio el estómago lo tiene cerrado a sólidos, porque sabe que la comida no es indispensable.
A veces me da la impresión de que su conexión con mi madre era más fuerte que la mía, y por notarlo, en mi corazón corre algo semejante a la envidia. Es increíble que otro ser la necesitase más que yo, y que ahora la extrañe de esta manera. Pero sé que es distinto. Quiero creer que es distinto: que es sólo un animal transitando una profunda tristeza porque la proveedora de sus alimentos no aparece por ningún lugar. Los animales se encariñan solo por eso. Se lo escuché decir a alguien, o quizás lo leí en algún lugar. No lo recuerdo en realidad. Pero si la quería era por conveniencia. También quiero creer que si no come lo que yo le ofrezco es por temor a que la envenene. Ella sabe que nunca me ha agradado.
Nadie ha decidido hacerse cargo de ella. Supongo que la lógica colectiva de la familia dedujo que, como yo estaba viviendo aquí durante el proceso, ahora lo natural es que la responsabilidad de cuidarla recaiga en mí. Lo que no saben es que yo apenas la conozco: sé que su pelaje es oscuro, que mi madre la sacó de un refugio, y que no le gustan las croquetas caras. Por lo demás, es una desconocida que le hacía compañía a mamá mientras yo trabajaba. Y también cuando yo ya estaba en casa, no mentiré, pero me gusta imaginar que su acompañamiento pasaba a segundo plano en cuanto yo ponía un pie en la entrada de nuestro hogar, aun cuando el luto canino se empeñe en demostrar lo contrario.
La perra no come. Si continúa así no tardará en morir.
¿Será lo que busca? ¿Tanto extraña a mamá que está dispuesta al suicidio si eso implica la esperanza de ir junto a ella? Sé que está triste. Ya ni siquiera va a ladrar a la puerta a ver si mamá le abre. Ahora ya sabe que ella no está allí, y que no volverá a recostarse en la cama. Ya no puedo permitírselo. La noche que regresé a casa, además del penetrante olor a orines, me sorprendió descubrir a la perra sobre la cama de mamá. Mi primer impulso fue el deseo de bajarla para no mancillar el espacio donde hacía apenas unas horas había estado mamá. Pero no pude hacerlo: la perra estaba hecha ovillo en medio de la cama, diminuta en medio del estampado de flores grises, y los ojos le brillaban. Parecía a punto de llorar.
En realidad, no lo hizo.
No chilló esa noche ni ninguna otra.
A la mañana siguiente me sentí manipulada por aquellos ojos negros mentirosos y la saqué para siempre de la habitación, aunque sé que mi madre no lo habría querido así.
Tampoco chilló cuando la tomé del cuero y la desterré al jardín.
Allí la hubiera dejado de no ser porque al cielo le dio por llorar un mes antes de lo habitual. ¿Lloraba también el cielo por mamá, o lloraba mamá en el cielo por mis desplantes en contra de la perra?
Tuve que dejarla entrar. Mamá no me hubiera perdonado dejarla bajo una tormenta.
Desde entonces la perra deambula por los pasillos con andar ligero. Si no fuera porque le da por plantarse afuera de la habitación de mamá a contemplar la puerta por horas, y a veces adereza su espera con rascaduras, quizás no la notaría.
No come ni chilla, pero rasca la puerta.
Al menos hasta hace unos días, rascaba la puerta como señal de duelo. Ahora ya no talla la puerta, aunque aún espera. Supongo que el duelo canino es mucho más paciente. Tal vez debería hablar con ella: explicarle que mamá no regresará y mejor sería que desista en la espera.
No soy capaz.
Dicen que los perros pueden comprender hasta ciento sesenta palabras, no obstante, dudo que la perra conozca la palabra “muerte”. ¿Mamá le habrá explicado lo que significa la muerte? Si hiciera una lista, las palabras que supongo que sabe serían: ven, qué haces, qué traes en el hocico, deja, dame la pata, sube, baja, vámonos, no, cómetelo… ¿Sabrá conjugaciones?, de ser así, sabrá conjugar comer, hacer, ir, correr. No queda espacio para que mamá le enseñara la palabra muerte, ¿y qué más daría? Imagino que, si acaso, mamá pudo pronunciar muerte, seguro fue después del deceso de un canario, animal que para la perra apenas representaría una cosa ruidosa, exactamente igual a tantas otras que mamá tenía en las jaulas del jardín hace apenas unos meses, antes que enfermara. La muerte de un canario poco afectaría a la perra, porque allá arriba, en otra jaula, al alcance de la mano, había diversos reemplazos.
Pero mamá…
¿Si le dijera a la perra que mamá ha muerto, entenderá que no habrá otra mujer que abra la puerta de la habitación y luego la llame a retozar junto a ella, ni otra mujer que suba las escaleras deteniéndose cada tercer peldaño, ni otra que le calme el terror producido por los truenos las noches de tormentas eléctricas? ¿Entenderá que se ha ido?
Me temo que la perra no entendería nada. Al menos no, si le hablo con palabras que no comprenderá. No hay otra opción. Deberá enterarse sola, a fuerza de repetición. Si vivió cinco años con ella… ¿Cuánto tiempo será necesario para que comprenda? ¿Un diez por ciento del tiempo total de convivencia? ¿Una medida estadística? ¿Quizás un mes por año? Ella tardaría unos cinco meses. Yo habría de esperar casi dos años.
¿Cuánto tarda un animal en morirse de hambre? La perra está, innegablemente, más flaca, pero todavía la carne no se le ha contraído hasta exponer los huesos secos del costillar; aún no simula ser una criatura abandonada a su suerte. Si se escapara de casa, no merecería conmiseración por maltrato.
Sin embargo, mamá pegaría el grito en el cielo por verla así de flaca. ¿Debería llevarla al veterinario?, ¿o mejor al psicólogo? Alguna vez me dijeron que a los perros también los afecta la gastritis, y un amigo me juró que a su perro lo diagnosticaron con diabetes. ¿Los perros también se deprimen?
No conozco ningún psicólogo en esta ciudad. Ni en esta ciudad, ni en alguna otra.
Rasca mi mano. Me tendí un momento en el sillón, cerré los ojos un segundo, y ahora rasca mi mano. Abro los ojos, somnolienta, y ahí está la perra con su negro mirar sobre mis ojos. Llora. Rasca mi mano con insistencia. Chilla. Vuelve a su ocupación con mi mano con más ahínco y aúlla. La subo conmigo al sillón, pero al instante baja de él, y continúa el plañido. Da pasos con dirección a la cocina y luego regresa hacia mí. Llora con su negrura puesta en mi rostro. Me levanto y mueve la cola un instante previo a salir disparada. Se detiene en la cocina. Chilla de nuevo, sin dejar de mover la cola.
—¿Qué quieres?
El batir de su extremidad arrecia.
—¿Quieres salir?
Su semblante permanece intacto.
—¿Quieres ver a mamá?
Nada.
—¿Vámonos?
Cuando mamá le decía eso, la perra comenzaba a ladrar de alegría. En cambio, mis palabras no generan alteración alguna. Tal vez utilicé la entonación inadecuada. Mamá daba anuncios, no preguntaba.
—¡Vámonos!
Ladra y gira sobre sí misma. Supongo que he dado en el clavo, así que abro la puerta hacia el jardín, pero la perra se queda estática, mirándome.
—¿No quieres salir?
No hay reacción. Solo los ojos negros, aún sobre mí. Un calor me sube al pecho, hasta los párpados. Me siento ridícula e impotente por intentar hablar con la perra. Cuando mamá estaba, parecía tan fácil. Ella sabía con exactitud el significado de cada movimiento, cada chillido, un paso dado o no. Con mamá todo era tan fácil, y yo, soy una tonta que apenas sobrevive.
Los ojos me arden y las piernas me tiemblan. No sé a qué cedo primero, si a la caída o al llanto, pero varios segundos después, sé que estoy en el suelo llorando.
La perra se me aproxima y también chilla mientras rasca mi mano.