Debora Anahi Dionicius, campeona mundial de la Federación Internacional de Boxeo (FIB) de peso supermosca. Fotografía: Juan Ignacio Ramírez, Wikimedia Commons
Entonces el calor, y esa humedad brutal que da la impresión de que el aire está hecho de agua. O por lo menos así lo pienso antes de entrar al galpón enorme del Almagro Boxing Club, uno de los gimnasios míticos de Buenos Aires, donde guanteó, de hecho y hace cien años, la licencia número uno del box argentino, Luis Ángel Firpo. Nota aparte merece el proyecto comunitario que hoy lleva adelante el club, ahora, 25 de septiembre de 2021, en el mundo recién salido de la pandemia, es mediodía y el sol cae como alud sobre la calle. Pero adentro el aire es umbrío. Estoy haciendo una serie de entrevistas a mujeres que boxean en la ciudad (nivel amateur y profesional) y en el Almagro entrena desde siempre Karen Burbuja Carabajal. La figura de la boxeadora es, de por sí, incómoda. No solo porque —como dice Catherine Mackinnon— posee un físico propio, que le permite una relación con la violencia distinta a la que la sociedad impone para las mujeres, sino también por la caterva de aseveraciones y juicios que desata una mujer que pelea: se suele decir (se suele creer) que no les importa tener la casa sucia, que no se ocupan de las tareas domésticas o que descuidan a sus hijos; o que tienen cierta orientación sexual, o que directamente le pegan a sus maridos. Y por eso. El corazón de mi proyecto de escritura es el reportaje: de lo que se trata, entonces, es de encontrar esas voces, darles lugar, espacio, atender a lo que ellas tienen para decir. Sin cruces ni mediaciones.
Insisto en la clave. En lo de la voz. Cuando Burbuja se baja del ring (me ubico en la orilla, junto a Fernando Albelo, su entrenador, y la veo guantear un par de vueltas con Nicole Morales) pienso en que ella parece de mayor contextura cuando está arriba del cuadrilátero. Karen tiene poco más de treinta años, pelea en la categoría súper pluma, es psicóloga, madre, comenzó a entrenar a los quince, y una vez que, escaleras arriba, nos ubicamos en el entrepiso del galpón (las dos sentadas a contraluz, donde ya no hace calor, y el aire es de verdad manso, umbrío), con los ojos enormes y oscuros y hermosos, Karen suelta la frase que me sorprende y me descoloca: "yo era muy tímida, sabés, pero a mí el boxeo me permitió opinar". Y así, esa frase es un cuestionamiento de raíz a la tradición intelectual que escinde cuerpo y palabra, y que en su separación, jerarquiza los términos. Porque es justamente esa frase de Karen la que me permite a mí repensar la importancia de la palabra en las historias que las boxeadoras (y los boxeadores) tienen para contar, y la presencia siempre ineludible del cuerpo en la escritura. Voy a referirme mejor. Comparativamente con el futbol, por ejemplo, poco se ha escrito en español sobre boxeo. Menos aún, sobre boxeo femenil. Del año 2010 son los trabajos brillantes de la teórica mexicana Hortensia Moreno. Ella escribe que la mera presencia de mujeres en el deporte cuestiona ya de por sí las maneras en que se representa el cuerpo humano para retratar la nación. A estos estudios, se suma la etnografía sobre mujeres que boxean de Teresa Osorio Ochoa, en Puebla, los trabajos de Catalina Delgado, en Bogotá, y los reportes de perfiles de las ex deportistas Irene Deserti y Yésica Palmetta, en Argentina. Y no hay mucho más.
Existe, por supuesto, On boxing, libro que va en el centro del canon pugilístico y fue escrito por Joyce Carol Oates, en 1987. Pero a esta altura del siglo, ya lo hemos batallado mucho: por aquella afirmación de Oates, la que dice que el boxeo es una actividad masculina y que se desarrolla en un ámbito puramente masculino. Christopher Trasher señala la prohibición que expresamente se instala en Inglaterra en 1880, para que las mujeres queden fuera de la práctica. En México, esta prohibición va en forma de decreto presidencial, el 5 de diciembre de 1943, y en ambos países, con consecuencias similares: el borramiento sistemático de los nombres de las mujeres y sus combates de la historia del arte de molerse los huesos a puñetazos. Pienso en Elizabeth Wilkinson, por ejemplo, en Londres; o en Margarita Montes, de Mazatlán.
Hasta que el discurso (dizque) científico blanquea la situación: después de asegurar que el boxeo femenil causa cáncer de seno y cáncer de útero, en los años posteriores se concluye que el boxeo presenta los mismos riesgos físicos para las damas como para los caballeros: y finalmente, la legalización ocurre. En 1999 para la Ciudad de México; en 2001, para Argentina. A fines de los ochenta, y en los noventa, tanto la Tigresa Acuña, licencia número uno, como la defeña Laura Serrano, hacen sus carreras en azoteas y sótanos, y las dos se enfrentan en Estados Unidos contra la mítica Christy Martin (promovida por Don King, y fondista de Mike Tyson). A Serrano nunca quisieron darle la licencia de la Ciudad, y como ella misma cuenta en La poeta del ring (2021), en esa época, los combates se organizaban en las ferias de los pueblos, al cuadrilátero se subían cinco mujeres a la vez, en un todas contra todas, las participantes se iban eliminando de a una. Incluso les ponían música para ambientar el show: la gente iba a ver el morbo, dice Serrano, y el público era totalmente hostil; les gritaban que se bajaran, que mejor se fueran a preparar tortillas. Hasta que por fin, el 3 de julio de 1999, se organiza la primera pelea en la Ciudad de México. Ocurre en la Arena México, y presenta a las primeras profesionales reconocidas por las autoridades deportivas del país. Ana María Torres, la Barby Juárez, María Durán y Gloria Ríos son algunos de los nombres que inauguran la velada y, oficialmente, la disciplina.
Claro que años antes de la legalización, las damas también eran tema en las revistas especializadas. Hay, por ejemplo, una editorial insólita en la Knock Out de Buenos Aires, en el número de octubre, de 1959. Con título “Las mujeres y el box”, primero se embiste a la señora del campeón peso mosca, el famosísimo Pascualito Pérez, porque ella “cree saber más de la ciencia del boxeo que el viejo y sabio entrenador Charlie Goldman”, discute con los promotores, regaña a los periodistas, da indicaciones a su esposo desde el borde del cuadrilátero, y quiere trompear al juez cuando el juez se equivoca en las puntuaciones. También contra la señora del peso crucero, Archie Moore, se dicen algunas cosas. Según reportes de periodistas que vienen de La Habana, durante una pelea de Moore contra Durrelle, en Canadá, ella no dejó de moverse en la butaca, se comió el esmalte de las uñas, pegó gritos, y casi le dio un jab al que se sentaba a la izquierda, hasta que al final “no se pudo contener”, se subió al cuadrilátero y alzó ella misma el brazo de su marido. Por todo esto, se pide por favor a las señoras que, cuando los grandes del deporte salen a trabajar, ellas se queden en sus casas. “Hoy se hacen milagros con recetas de cocina”.
Karen “Burbuja” Carbajal. Fotografía tomada de su perfil de Facebook, https://bit.ly/3MWLO9Q
No tan distintas
2012 es la fecha en que, por primera vez, se autoriza la participación de mujeres en el boxeo de los Juegos Olímpicos de Londres. Mientras en el área pugilística la cifra de varones fue de 250, entre las mujeres el número llegó a 36. Pero cinco meses antes de la competencia, la Asociación Internacional de Boxeo Amateur anuncia que las federaciones nacionales tienen derecho a exigir a sus boxeadoras que usen falda en vez de pantalones cortos en cada combate. El argumento: sin faldas, los espectadores no podrán diferenciar si se trata de un hombre o de una mujer dentro del ring (Ching-Kou Wu, presidente de la aiba). La discusión nos pone de cara a lo que Hortensia Moreno y Teresa Osorio, siguiendo los planteos de la italiana Teresa Lauretis, llama “tecnologías de género”. Esto es, identificar las estrategias sociales que “corrigen”, “reinsertan” a las mujeres cuando se escapan de la definición de lo femenino. Vale decir, qué mecanismos operan, cuáles con las alarmas que se activan, qué se le dice o qué se le imputa a una mujer cuando actúa de un modo distinto al que se espera de ella. Así, las tecnologías de género son elementos correctivos que funcionan en la crianza y en la inmediatez de las clases de educación física, o en los gimnasios, en las representaciones que hace la prensa de las mujeres que boxean, en cómo se caracteriza o se nombra cada combate, cada gesto. Hay, o parece haber, un debate perpetuo entre lo femenino y lo masculino en las boxeadoras: maquilladas, peinadas, con tacos altos y anillos de compromiso, enfáticamente “feminizadas” fuera del ring: agresivas, potentes, e impecables cuando suben al cuadrilátero.
La conclusión, entonces, cae pesada como una obviedad: regular el boxeo femenino no como cuerpos en competencia, sino desde la dinámica asignada a los roles de género, implica moldear los cuerpos desde la mirada externa, y masculinizada, y no con el alto rendimiento como prioridad. Y quizá no se trata de irrumpir o de invadir el mundo masculino, de oscilar en la dicotomía femenino / masculino, sino de apropiarse del mundo de una vez, y redefinirlo, justamente para que deje de ser binario.
Así las cosas, la legalización del boxeo femenino no trajo, de fondo, un cambio radical en cómo se conciben los cuerpos de las mujeres. Todavía resulta muy frecuente escuchar: que los varones corren más, que resisten más, que tienen mucha más fuerza para pegar. Pero el boxeo se categoriza por peso, no por género. Lo cuestiona la argentina Alejandra Locomotora Oliveras: por qué las mujeres pelean a dos minutos, y no a tres como los hombres; o por qué pelean a diez rounds, y no a doce. Bien mirado, se las sigue considerando más débiles e insuficientes. Además, varias deportistas argumentan que dos minutos es realmente poco tiempo para preparar un knock out. Estos cuestionamientos, creo yo, son atendibles: en última instancia, presentar al boxeo femenino como deficitario del masculino traerá siempre una diferencia en cuanto a la calidad deportiva, y sobre todo, al rédito de las bolsas.