“No vamos a traducir”:
sobre performatividad y banalización

Mario Rufrer
junio-julio de 2023

 

 

Hortensia Ramírez, performance La Boda en el Volcán (Lanzamiento del ramo), Encuentro Internacional de Artistas Paricutín, acciones in situ, volcán Paricutín, Michoacán, México, 2000. Fotografía: Víctor Martínez


Nada mejor que los nombres de los muertos, que resplandecen como una cosa autónoma conforme se apaga la memoria del difunto, para probar la arbitrariedad del lenguaje y recordarnos que, a pesar de la palabra montaña, ninguna montaña se parece a otra, que todo es diferente de todo y que la vida está hecha de nombres propios. Sólo esos nombres, al no tragarse la mentira de la equivalencia y de la semejanza, nos proporcionan a base de lenguaje la salida del lenguaje, el atisbo de la realidad del mundo.

Fabio Morábito, El idioma materno

“No vamos a traducir”, dijo él. Y sólo una cosa hubo y era el silencio.

Fue en Jamapa, Veracruz. Noviembre de 2012. Se estaba llevando a cabo el Encuentro Nacional de Museos Comunitarios. Después de una marcha con estandartes de cada estado mexicano alrededor de la plaza de armas, que recuerda mucho a las peregrinaciones y a los recorridos de conquista y reconocimiento del terreno, se sucedió un ritual clave en esos encuentros: la comunidad anfitriona recibió los regalos de las demás comunidades de “la nación” —vaya aporía—. Miembros de comunidades mestizas, indígenas, ataviadas en sus trajes “típicos”, celebraron el libreto de la tradición subiendo a un proscenio montado para la ocasión: dicen algunas palabras, sonríen, agradecen, entregan un presente a nombre de la comunidad visitante. Todo se desarrolló con la calma previsible de los rituales profanos, la serenidad percibida cuando es posible anticipar lo que viene.

Pero en el medio “pasó” algo. Una pareja, varón y mujer, en trajes de lienzo plano y cinturón bordado, provenientes de Santiago de Matatlán, Oaxaca, se pararon en el escenario en una pose adusta, bastante menos familiar que las anteriores. Ella empezó en voz baja a hablar en una lengua que reconocíamos como indígena. El anfitrión preguntaba a ella y al público: “Momento, momento. ¿Esto qué es? ¿Zapoteco? ¿Mixteco?”. La mujer mira fijamente un punto en el centro del auditorio. Escoge un blanco. Y no deja de hablar. Alguien grita desde abajo, desde el público: “¡Zapoteco!”. “Zapoteco me indican por aquí”, contesta el anfitrión al micrófono, ya más tranquilo. La mujer, de quien nunca supimos su nombre, sigue hablando. Ella habla. Un hombre en casaca de manta la acompaña en silencio. Cuando la mujer termina de hablar y baja la vista con las manos cruzadas en el regazo, el acompañante dice: “No vamos a traducir al español. Mi compañera pide un momento de silencio. No un minuto, un momento”. Y sólo una cosa hubo y era el silencio.

Me interesa este episodio para pensar la noción de performatividad por algo que me preocupa y es la banalización de un concepto que tanto nos ayudó a pensar en ciencias sociales y en humanidades. Julio Cortázar ya había hablado de las “palabras gastadas”, las que caen en la trama plana de la Gran Costumbre, las que se repiten como mantras que terminan por olvidar el acto milagroso que las instituyó algún día, porque hay algo de milagro en nombrar al mundo y dar existencia. Gastar el nombre es como el movimiento inverso, acostumbrarse a hablar para no designar. Y en la lengua, quien no designa no arriesga.

Empecemos por el principio. En el epígrafe de este texto, Fabio Morábito nos recuerda lo que ya Nietzsche había planteado en su breve texto Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. El lenguaje existe para ejecutar una especie de mentira necesaria: aquella que nos permite nombrar aniquilando la diferencia con la que el mundo se manifiesta. “La tiranía del concepto”, dice Morábito. Jorge Luis Borges, en su célebre “Funes el memorioso”, nos remite a una preocupación similar pero en el antagónico punctum: sin la tiranía de la abstracción, pensar es imposible. Imaginar es imposible. Funes es un ser angustiado, inútil, postrado: nada puede hacerse con la completa memoria del mundo. Por una razón simple: quien recuerda todo y puede nombrarlo todo (“todos los perros de este mundo”), es incapaz de diferenciar. Sin diferencia no hay lenguaje y sin símbolo ni siquiera hay naturaleza (en tanto invención propia del orden enloquecido de la clasificación, y por ende, lenguaje).

El gran hallazgo de John Austin en sus conferencias sobre el performativo, mismas que dieron calce a la pragmática, estriba en un elemento bastante preciso y es el de echar por tierra cualquier resabio tranquilizador sobre las dimensiones reflectivas o miméticas del lenguaje: el hecho lingüístico no amerita una discusión que acabe en la paradoja moderna sobre la distancia (distancia del signo con el referente, distancia de la cosa con el símbolo que la vuelve a hacer presente, etc.), y el lenguaje no emite luz y no es reflejo de ninguna cosa. Austin dirá: en todo caso, “hay una realidad que es instaurada por algunos actos de lenguaje”. La tiranía del concepto no refiere solamente a la necesaria reducción del mundo a su arbitraria representación lingüística, sino al hecho de que al ser pronunciado —en el momento adecuado, en un acto ritual específico como su célebre ejemplo de “los declaro unidos en matrimonio”— el acto de habla crea. Es, en ese sentido preciso, mágico.

Pero aquí hay algo que inquieta específicamente. El poder mágico del performativo parece haber fagocitado a su propio referente. Hoy, pareciera que decir “este acto es performativo”, “fue una marcha performativa”, “tu actitud es performativa”, pusiera al enunciado en el lugar no de un explanandum, de un argumento, sino de un deseo (político incluso). Se suele querer decir: “fue una marcha que tuvo fuerza”, “fue un acto que reforzó ideas”. Y creo que aquí hay un problema, sobre todo reteniendo la especificidad de una noción que implicó un parteaguas en la comprensión del poder del lenguaje ejecutado, del lenguaje en acto. Una marcha en defensa del INE sería performativa … ¿de qué cosa? Hace algunos días un estudiante mío hablaba de una “poderosa actuación performativa de un grupo actoral en el zócalo capitalino”. Por un lado estamos produciendo una equivalencia densa entre performance (entendida como una “conducta restaurada”, algo que se ejecuta con base en la repetición) y performatividad (en tanto acto que instaura una realidad sólo cuando existe en medio un código compartido y una forma institucional que lo ampara). Judith Butler trabajó con precisión y creatividad el puente entre ambas nociones para aludir al género y a su existencia exclusivamente por iteración, por repetición de actos formalizados (vestirse, peinarse, caminar, hablar como varón, mujer) y no por designación referencial.

Pero al menos en la lengua, y esta es una salvedad importante que suele olvidarse, la performatividad tiene una característica específica y es la siguiente: “lo que ese acto de habla produce no existe previo al momento preciso de su ejecución”, y eso implica un enorme e inclaudicable sentido del ritual. En nuestro presente moderno y altamente ritual y con profusa producción mítica— las sentencias en ciertas penas deben ser necesariamente leídas. ¿Por qué? Porque si el juez o la jueza no pronuncian en público el enunciado “se dicta sentencia por cadena perpetua”, la producción de ese culpable no tiene efecto. Ni siquiera efecto de ley. La realidad producida no existe fuera del acto lingüístico y ritual que la instaura.

En Jamapa, Ella habló en zapoteco —suponen los presentes, a decir verdad— y él dijo “no vamos a traducir, y pedimos un momento de silencio”. Me interesa especialmente esta inflexión. No la performatividad en tanto ejecución consensuada del acto de habla sino la escansión, la interrupción del acto ritual como apertura a la extrañeza, a lo ominoso. Fue la interrupción del acto performativo el elemento político por excelencia. En la celebración multicultural del Estado mexicano, la performance pacífica de la cultura que sella el gran pacto de dominación fue quebrada deliberadamente. El cuestionamiento cabal no a la norma que produce realidades mediante la ejecución intencional, sino al esquema mismo del lenguaje y sus componentes: al contrato de los referentes en juego. Ella sabe bien que el zapoteco no es ruido, es signo. De la derrota, de la marginalia, de lo que suena bien escrito en alguna crónica o en un catálogo específico de objetos artesanales y en letras de molde. La conducta restaurada de una repetición lingüística altamente ritualizada que creó un nicho pacificado (“el lugar de la cultura”) para, en el reverso de ese mismo acto, suprimir el espacio contencioso de ese código (el de la política y el de la historia). La única forma que tienen Ellos de interrumpir el “gran cerco de paz” de la nación —aludiendo a la expresión del antropólogo Antonio de Souza Lima—, es develando que no es el concepto el que engaña, sino el contrato. Que no es suficiente negar ni torcer el código ni señalar la complejidad.

En sociedades atravesadas por la conquista y la racialización, la performatividad no es “decir de otro modo” (en un acto, en una marcha, en una obra) eso que también está ya dicho en la protesta escrita, en la comunicación de la resistencia. En todo caso, se trata de quebrar la ciudad letrada en el acto lingüístico y no fuera de él. No fue en el baile, en la danza o en la artesanía que Ellos “performativizaron” su disidencia. Porque —y esto es lo central que quisiera proponer— no es performativo el regalo envenenado de la belleza inocua en la cultura domesticada. Tampoco fue en la “repetición subversiva” de una performance equivocada como la llamó Butler (repetir la performance con los roles o las instituciones erradas, cambiadas o diferidas). El performativo de la disidencia está propuesto como acto de habla instaurando no la negación, sino la diferencia. No el equívoco, sino la imposibilidad. El performativo de la disidencia está propuesto como acto de habla instaurando no la negación, sino la diferencia. Y no la diferencia que dos personas indígenas representan en el arco de dominación ritual, sino la arquitectura de la diferencia y de la jerarquía que empieza justamente en una política de la lengua.

Como decía Cornejo Polar, el único derecho que tuvo el inca Atahualpa ante Valverde en 1532, cuando éste le mostró la biblia, fue el perverso derecho a decir “sí”. Y Atahualpa arrojó el libro al suelo. Sabemos lo que sobrevino: la batalla de Cajamarca, la muerte y la devastación. En Jamapa no se arrojó el libro al suelo, porque ese libro —en una única forma castellana— lleva 500 años de reinado. Pero se mostró la arquitectura secreta del contrato, la brutal falacia de una sociedad multicultural donde los “multi” son siempre los mismos y tienen la misma marca en sus cuerpos. Se negó la equivalencia inocua de la lingua franca: “aquí no se traduce”. Y fue el silencio que reinó luego, el que introdujo una realidad que no existía previa a ese acto lingüístico. Lo hizo no en la forma de un decir, sino en la proposición de un misterio.

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Mario Rufer

Es historiador por la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Maestro y doctor en Estudios de Asia y África, Especialidad Historia y Antropología, por El Colegio de México. Actualmente es profesor-investigador titular de la uam Xochimilco. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores.