Hexentanz

Haideé Ramírez Basaldua
junio-julio de 2023

 

 

Mary Wigman representando Hexentanz en 1926. Fotografía: Charlotte Rudolph

 

Si se asume que la danza tiene por objeto protagónico al cuerpo, Mary Wigman, bailarina y coreógrafa alemana, demostró que no siempre requiere ser acompañada por música ni por los repetidos movimientos maniatados que asombran al público. Fue pionera en utilizar el piso como lugar de creación, dejando de lado los estatutos que promovía la danza clásica; además, vivió las dos guerras mundiales, por lo que su discurso suele abordar temas que dejan como escombros sensitivos los conflictos bélicos.

Para ella la danza se constituía por tres características imprescindibles: tiempo, energía y espacio; pero lo más importante es que en sus creaciones no narra una historia en concreto, sino que utiliza el cuerpo para darle vida. Con el fin de lograrlo utilizó la respiración y liberación del cuerpo como motivo del movimiento. Es decir, todo lo contrario a las cuestiones clásicas. Su acto de protesta, entonces, se dirige contra las reglas de la danza clásicas para dar paso a lo que le denominaron danza expresionista.

En la obra coreográfica Hexentanz,[1] o danza de la bruja (1926), se ejemplifican estas características. Sentada en el piso, con las piernas dobladas y las manos sobre las rodillas, Wigman inicia su danza con las manos sobre el rostro, para moverlas después hacia arriba. Ahí comienza un motivo de repetición de sus secuencias: combina ese rasgo de movimiento con otros más lentos en donde las manos parecen guiar otra sensación corporal. En ningún momento se levanta del suelo, ni siquiera en su transición hacia el proscenio. No hay música en esta obra, sólo el sonido de platillos y un gong que acompaña a los acentos corporales.

Su vestuario comprende el uso de una máscara que parece gesticular de forma diferente en cada movimiento. Utiliza una tela de lamé para representar una suerte de vestido que acompaña lo alborotado de su cabello. Este solo representa a una nueva figura femenina, mística, que trasciende del plano etéreo. Es la bruja, desde su creación, un personaje que proviene de un vaivén inesperado:

 

Cuando una noche entré en mi habitación, completamente enloquecida, me miré por casualidad en el espejo. Reflejaba una imagen de posesa, salvaje y lasciva, repugnante y fascinante. Desmelenada, los ojos hundidos en las órbitas, el camisón del revés, el cuerpo sin forma: he aquí la bruja, esta criatura de la tierra con los instintos al desnudo, desenfrenados por su insaciable apetito de vida, mujer y animal al mismo tiempo.[2]

 

Esta descripción que hace sobre el descubrimiento de la bruja permite entender que su discurso estético se construye por un acto individual. No busca el agrado a través de lo estético, se trata de presentar la naturaleza femenina que conecta con la tierra. Es dentro de ese desorden físico, esa repugnancia salvaje, donde encuentra su verdadera esencia: la desnudez del cuerpo.

No sólo su personaje irrumpe contra la norma dancística, pues para ella, sacrificar las pulsiones interiores y acomodarlas a un tiempo específico rompe con el verdadero objetivo de la representación corporal:

 

La danza es un arte del tiempo. Esto es cierto en la medida que se refiere a las partes rítmicas compasadas y regulables en el tiempo. Pero eso no es todo. No sería nada más que una teoría manida si debiéramos determinar únicamente el ritmo de la danza según los criterios del tiempo.[3]

 

La danza, entonces, es mucho más que un acomodo de movimientos al “compás de la música”. Eludir este elemento, que pareciera imprescindible, se vuelve uno de los actos de quiebre implementados por Wigman. Sin embargo, no es la única marca de ruptura que hace: la energía del bailarín y la utilización del espacio en el escenario también apuestan por cambiar el lenguaje de la danza.

 

Es el espacio el reino de la actividad real del bailarín, le pertenece porque al mismo tiempo es quien lo crea. No se trata de un espacio tangible, limitado y limitante de la realidad concreta, sino del espacio imaginario, irracional, de la dimensión danzada, este espacio que parece borrar las fronteras de lo corporal y puede transformar el gesto fluido en una imagen de apariencia infinita, perdiéndose a semejanza de rayos y riachuelos y como en el mismo hálito.[4]

 

Hacer del bailarín el propio creador de su lenguaje, es darle una libertad para representar y transmitir un mensaje. Estas consideraciones las utiliza como base para su proceso creativo. Hexentanz, entonces, permite ser la pieza coreográfica donde se ejemplifican las concepciones que Wigman tenía sobre esta representación artística. La importancia que tiene esta obra para la historia de la danza radica en el quiebre e innovación de dos cosas. Por un lado, se encuentra la ruptura con las estructuras dancísticas establecidas, y por otro, la imagen femenina que se propone con el personaje de la bruja. En otras palabras:

 

es una obra que aún en la actualidad rompe los esquemas y hace presente el discurso de una mujer que supo doblegar y transformar los designios dispuestos para sí, de un tiempo que aún no ha terminado, pero con sus actos, con su obra y su vida avivó el terreno para la transformación de modelos y estructuras.[5]

 

Mary Wigman representa a la pionera (aunque no la única) de la danza moderna. Su visión por la danza y el lenguaje permite dibujar personajes como la bruja: figuras que nacen de una necesidad de crear, mas no de encajarlas a un tipo de estética. Este es uno de los rasgos que permanece vigente, pues también señala que:

 

Temblando ante mi propia imagen, jamás había dejado desvelar y aparecer de manera tan cruda y desvergonzada esta faceta de mí misma. Pero a pesar de todo, ¿no se esconde algo de bruja en toda mujer, mujer de verdad, en la que poder materializarse?[6]

 

Ser desvergonzada y cruda con lo natural del cuerpo lo asocia con el concepto de bruja. Es decir que en esta faceta, donde no existe una belleza construida por idealizaciones, aparece la mujer de verdad. La bruja es, entonces, esa imagen que ha sido negada; aquella que no aspira a la pureza femenina: el lado malo de lo femenino, lo oscuro, el pecado, lo innombrable.

Es por ello que Hexentanz resulta un acto desafiante. Primero, por presentar un quiebre con la configuración de danza y su desarrollo en el escenario, y segundo, por la reconfiguración que hace de la imagen femenina. El discurso que dispone el cuerpo contra estas construcciones sociales vuelven a Mary Wigman un referente para la danza. Por ello es importante, también, rescatar y traer de nueva cuenta las coreógrafas y bailarinas que fueron semillas de los frutos artísticos que existen ahora.

Sin ellas, tal vez los performances seguirían siendo protagónicos de la heteronorma. Las mujeres serían el eterno ornamento al que cuidar para que resalte algo externo a ellas. La historia seguiría siendo armada y contada desde la invisibilidad femenina. Es ahora cuando se debe aprovechar la acelerada evolución de las nuevas tecnologías, para que estos argumentos tengan una huella imborrable. Y no sólo eso, sino que con ellas se puedan seguir articulando y reproduciendo performances como Hexentanz. Las mujeres en la danza ya no son pocas. La multiplicidad de su presencia representa esos frutos que artistas como Mary Wigman impulsaron, incluso sin saberlo.


[1] Aunque su primera aparición fue en 1914, el fragmento videográfico al que hay acceso data de 1926.

[2] Mary Wigman, El lenguaje de la danza, Barcelona, Aguazul, 2002, p. 45.

[3] Ibid., p. 17.

[4] Ibid., p. 19.

[5] Claudia Capriles Sandner, “Reflexiones sobre el cuerpo femenino y la danza: Bailando desde las entrañas”, Daimon. Revista Internacional de Filosofía, suplemento 5, 2016, p. 232.

[6] Mary Wigman, op. cit. p. 45.

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Haideé Ramírez Basaldua

Estudió la Licenciatura en Letras Hispánicas en la uam Iztapalapa y la Licenciatura en danza en el inbal.