Susan Sontag
y la enfermedad sin culpa

María Yolanda García
junio-julio de 2023

 

 

Imagen de Todos flotan, de Antonio Lozano, en Acapulco, Guerrero. Todos Flotan revisita las culebrinas —o papalotes— como objetos performáticos, a partir de identificar los distintos actos que realizan: ascender, volar, caer y desaparecer. Todos Flotan pone en acción la imagen y mediante ella busca visibilizar en el espacio público la grave crisis de desaparición forzada que padecemos


Mientras lavo los platos hurgo en mis pensamientos con la intención de conjurar —sin éxito— enlaces entre Judith Butler, teoría de género y performatividad. Un poco después concilio que, más que desarticular la identidad sexual no binaria, deseo abordar el tema del yo desde otro punto de mira: el reconocimiento de la enfermedad. Con la necedad más clara, elijo rastrear las palabras de Susan Sontag,[1] que lejos de mostrar algo espiritual, revela cómo el cuerpo, desgraciadamente, no es más que el cuerpo.

El cuerpo enfermo es un punto de mira silencioso con respecto a la identidad porque hay mucho que no decimos, pero cuando sí decimos la enfermedad ¿cómo lo hacemos?  Veamos un poco de contexto. Durante los setenta, la escritora fue diagnosticada con cáncer de mama etapa cuatro sin ninguna posibilidad de cura. La libró, pese a cualquier pronóstico, porque quiso ser la excepción, quiso creer en la posibilidad de no ser un caso perdido e incurable. Sontag testimonia desde su estilo frío, norteamericano, con distancia emocional sin sensacionalismos y manteniendo la literatura abierta a la vulnerabilidad. Reconozco que encuentro significante su experiencia: padecer el dolor, sobrellevarlo desde la escritura y reformular la enfermedad coercitiva o culpable para configurar otros horizontes de comprensión.

Sontag vivió en la ola del VIH, cuando no existía una etiología avanzada y no se sabía cómo tratarlo o discutirlo. Sintió el deber de tomar distancia a propósito de posturas que culpabilizan al enfermo tomándolo como desacreditado o espeluznante. Explicar el padecimiento desde la culpa no es lo mejor, quien enferma desea alcanzar el remanso, alejarse del mal augurio y enterrar lo anormal para seguir adelante. Creer que uno merece algo tan terrible o permitir que los demás te impongan esa idea es no poder atravesar la enfermedad con dignidad. Por ello, Sontag declara: “trato de avanzar más allá de mi muerte, de llegar delante de ella, luego dar la vuelta y enfrentarla. Me siento como la guerra de Vietnam, dentro de mí hay una guerra química. Mi enfermedad es invasiva, me está colonizando. Me hace querer callarme. El cuerpo habla más alto de lo que yo jamás podría”.          

Si enfermas es porque te lo mereces o porque te lo buscaste, al menos eso creían los griegos, para ellos la enfermedad aparece como castigo, sin embargo “la enfermedad es el lado nocturno de la vida, a todos al nacer, nos otorgan una doble ciudadanía, la del reino de los sanos o la del reino de los enfermos. Y aunque preferimos usar el pasaporte bueno, tarde o temprano cada uno de nosotros se ve obligado a identificarse, al menos por un tiempo, como ciudadano de aquel otro lugar”. A fin de cuentas, la muerte es universal, llega de manera desproporcionada entre individuos, nunca descansa, no le importa quienes somos, y aún así, cuando llega declinada a modo de enfermedad supuestamente misteriosa, tiene algo de infracción. Para la imaginación cultural, el cáncer es sinónimo de muerte. Estamos condicionados a mitificar, a tenerle miedo a las enfermedades y a conferirles poderes mágicos: “la misma palabra cáncer ha llegado a matar a cientos de pacientes que no hubieran sucumbido (tan rápidamente) a la enfermedad que los aquejaba”.

Sin duda, tener cáncer debe ser terrorífico, por ello Sontag piensa que la forma más sincera de ver la enfermedad es sin adornos: “si tratamos a una enfermedad dada como a un animal de rapiña, perverso e invencible, y no como a una mera enfermedad, la mayoría de los enfermos de cáncer, efectivamente, se desmoralizarán al enterarse de qué padecen”.

Interesada por la enfermedad física en sí, Sontag reconoce que es casi imposible residir en el reino de los enfermos sin dejarse influenciar por fantasías punitivas, sentimentales o estereotipadas: la enfermedad no es una figura metafórica pero es pintada por ellas: “que te digan que estás enferma de manera irrefutable cuando te encuentras bien, es darse de bruces contra la dureza del lenguaje”. Caer enfermo es caer en manos de palabrejas de expertos que no siempre sabemos interpretar: términos, esquemas que nos son ajenos hacen que la enfermedad habite en nosotros sin que podamos hablarle de frente. Con todo eso, los doctores nos piden creer en diagnósticos, nos piden creer que eso que no vemos puede matarnos, nos piden creer en su lenguaje porque sólo así podremos alcanzar la cura.

El cáncer carga el peso de la metáfora; le toca ser incomprendida, caprichosa y muchas veces incurable. Entra sin llamar, su capacidad patológica celular le permite manifestarse de manera subterránea. Para identificarla se necesita tecnología avanzada y microscópica porque le gusta esconderse entre convencionalismos y secretos. “El cáncer afecta a cualquier órgano y puede alcanzar todo el cuerpo; sus síntomas son, típicamente, invisibles. La enfermedad que suele descubrirse por casualidad o en un examen de rutina, puede estar ya muy avanzada sin haber mostrado ningún síntoma”.

Quizá la buena muerte es la repentina que llega sin que nos demos cuenta al dormir, pero ¿qué sucede con la que espera un diagnóstico irrefutable o con el moribundo? Existe la tendencia a creer que la verdad de su condición sería intolerable para el enfermo, y aunque Sontag defiende que para dignificar la enfermedad es necesario decirla y reconocerla, apunta cómo esto no siempre sucede: “aunque los médicos en Estados Unidos son cada vez más sinceros con los pacientes, el hospital de cáncer más grande del país envía la correspondencia y las facturas a sus pacientes externos en sobres sin membretes, suponiendo que la enfermedad puede ser un secreto para las familias”. 

Sontag fue hermeneuta de problemas, más que de teóricos, y presenta a sus lectores posiciones propias, desafía los límites temáticos a los que se le quiere a veces circunscribir. Así como lo femenino no es una identidad sino una suposición del discurso, la enfermedad también lo es, y por ello, es un tema que forma parte de la definición del sujeto contemporáneo. Si lo permitimos, la normatividad cultural dictará también cómo debemos padecer. Lxs que nos quedamos, lxs que acompañamos, lxs que nos dolemos por la enfermedad de algún ser querido también debemos encontrar modos para signar nuestra resiliencia en voz alta. La muerte forma parte de ser humano, tenemos que aprender a lidiar con la pérdida: “amar duele, es como entregarte a ser desollado sabiendo que en cualquier momento, la otra persona puede irse con tu pellejo”. Hay que darle chance al dolor propio y ajeno, reconocerlo, dejarlo ser, entender su tamaño para hacerle frente y verlo de cerquita.

“Al menos el pasado está a salvo, aunque no lo sabíamos entonces, lo sabemos ahora porque hemos sobrevivido”. Sontag vivió para contarla, quizá nosotrxs, aunque no estemos enfermos podemos dar el salto y reconocer la enfermedad sin adornos, más allá del umbral. Hay que seguir remando, con suerte libraremos la batalla.


[1] Los fragmentos entrecomillados son extractos de su libro La enfermedad y sus metáforas.

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María Yolanda García

(Querétaro, 1989). Doctora en Filosofía por la Universidad de Guanajuato, candidata al Sistema Nacional de Investigación y docente de Filosofía de la Comunicación en la Maestría en Filosofía de la Universidad Autónoma de Querétaro.