Los viajes imaginarios
de Julio Verne

Gerardo de la Cruz
abril - mayo de 2023

 

 

Fotograma de la cinta de animación Migración (2020), cinemano y guion de Arturo Lopez Pío; música de Ampersan; realización de Josué Vergara, en http://bit.ly/40Be4CD

 

Probablemente Julio Verne sea el autor que más ha viajado con su pluma en la historia de la literatura: no hubo rincón del mundo —y del sistema solar— que no explorase desde su bien documentada biblioteca en cada una de sus aventuras. Ofreció datos razonablemente verosímiles sobre el centro de la Tierra; imaginó monstruos marinos que hoy resultan apenas remedos de los que se sabe que realmente existen en las profundidades oceánicas; pronosticó las expediciones lunares e inclusive esbozó las bases de su viabilidad tecnológica. El genio de Verne recorrió el mundo entero a su antojo y con absoluta libertad, pero con rigor enciclopédico, reescribió la historia y las costumbres de numerosos países y culturas. Visitó China, Siberia, Rusia, Estados Unidos, México y el resto de América hasta la Patagonia, Nueva Zelanda, India, los países nórdicos, las costas del mar Báltico… Y no conforme con horadar la geografía terrestre por cielo, mar y tierra, decepcionado del presente, consignó el futuro del (para él) próximo siglo XX y atisbó las nocivas consecuencias de los sueños de progreso de una sociedad hastiada de la tecnología en el siglo XXI.

El entusiasta proyecto literario que había comenzado como un impensable viaje en globo se tradujo en una colección de más sesenta novelas que su editor, Pierre-Jules Hetzel, tituló calculadamente como Viajes extraordinarios, añadiéndoles el subtítulo Los mundos conocidos y desconocidos, aunque habría sido más apegado a la verdad llamarlos Viajes imaginarios, porque Verne, si bien tuvo oportunidad de viajar a Estados Unidos y recorrer el litoral de Europa y el norte de África, ubicó buena parte de sus más exitosas novelas en latitudes que sólo conoció mediante grabados, crónicas, revistas ilustradas y cualquier clase de nota curiosa que pudiera convertirse en materia prima de sus aventuras, debidamente conservada en los ficheros de su extenso archivo documental. Claro que no debería mover a sorpresa que un autor imagine geografías y civilizaciones más evolucionadas o, por el contrario, más primitivas que las de su propio tiempo, sino la energía y la profusión con que llevó a cabo su empresa literaria: prácticamente publicó ¡una novela por año!

 

El mito del viajero sedentario

En torno a Verne se han perpetuado algunas afirmaciones completamente alejadas de la realidad y que, no obstante, se reproducen de manera sistemática en prefacios, prólogos y contraportadas poco informadas, pero conscientes del atractivo comercial implícito en esta suerte de mitología que busca magnificar la imagen del autor. Contra la muy extendida creencia de que la única vuelta al mundo que dio Verne fue alrededor del globo terráqueo de su escritorio, el creador de Phileas Fogg fue un apasionado viajero. Tal vez no haya puesto un pie en México ni en China, pero el viaje era una de sus necesidades primarias.

El proyecto de los Viajes extraordinarios no fue mero encargo editorial —como se sabe, Hetzel aspiraba sintetizar y rehacer mediante de la obra de Verne el saber del mundo—, no hay temperamento autoral que resista cuatro décadas publicando, ininterrumpidamente, una o dos novelas al año: había plena correspondencia entre el espíritu del autor y su obra, en que el viaje es el protagonista esperado, desde Cinco semanas en globo (1863), donde un explorador inglés atraviesa el continente africano en un globo aerostático para hallar las fuentes del Nilo librando toda clase de peligros, hasta La impresionante aventura de la misión Barsac (1914), la última de sus novelas póstumas que intervino —o mejor dicho, reescribió— su hijo Michel Verne, donde un particular grupo de viajeros, encabezados por el diputado Barsac, vuelve a adentrarse en África para descubrir, en medio del desierto, una oscura ciudad: Blackland, de la cual, obviamente, tendrán que escapar. Viaje al centro de la Tierra (1864), su segunda aventura —en la que muchos han creído encontrar mensajes ocultos—, es producto de su primer viaje a los países nórdicos, y la serie dedicada a la Luna le debe mucho a su visita a Estados Unidos.

Y mientras sus viajes imaginarios avanzaban en el papel y la aventura se complicaba entre vehículos y artefactos que anticipaban los adelantos tecnológicos, Verne hacía una de las cosas que más amaba: viajar. No es exagerado afirmar que buena parte de su obra la escribió a bordo de los tres barcos que mantuvo entre 1868 —fecha que coincide con el origen del legendario capitán Nemo y Veinte mil leguas de viaje submarino— y 1886, cuando no tuvo más remedio que deshacerse de su yate debido a los problemas financieros que enfrentaba, entre deudas familiares y la disminución de ingresos por la caída en venta de sus libros. Este periodo como navegante coincide, además, con su etapa más productiva y, desde luego, con su obra más exitosa: La vuelta al mundo en ochenta días (1873).

 

El extraordinario itinerario de Verne

La obra de Verne ofrece un magnífico itinerario del “mundo conocido” sometido al colonialismo occidental; sin embargo, la obra que le permitió concretar la construcción de su segundo yate y la compra del tercero no fue exclusivamente la de ficción, sino los dos volúmenes de la Geografía ilustrada de Francia y de sus colonias. Cada uno de sus libros refleja el espíritu expansionista de Occidente, que llega precisamente a los “mundos desconocidos”. Sus héroes y antihéroes representan a las potencias económicas e imperiales del siglo xix: ingleses, franceses, rusos y americanos, y a partir de ahí, se van dispersando las nacionalidades que, tal vez por su moderado impacto en los lectores, va dejando de lado.

Por ejemplo, en Las tribulaciones de un chino en China (1879), la última de sus novelas, que superó un tiraje de veinticinco mil ejemplares, la cual desde el título advierte trama, ambientación y origen del protagonista, termina convirtiéndose en una especie de tratado financiero globalizador: las tribulaciones que enfrenta el millonario Kin-Fo son debidas a la quiebra de un banco en San Francisco, en el cual invirtió gran parte de su fortuna, y a lo largo de la historia lo acompañan dos personajes muy ingleses que representan a la prestigiosa compañía aseguradora Centenaria, cuya misión es cuidar de sus intereses, la vida del atribulado chino, cuya pretensión al contratar el seguro de vida es suicidarse para que sus seres queridos no queden desamparados.

Julio Verne no dejaba nada al azar, su obra en conjunto representa muchas cosas como proyecto narrativo, desde sus primeros relatos registra con agudeza las interacciones del poder económico y político entre las distintas naciones y culturas del mundo, pero también es una oda a la comunicación. A fin de cuentas, un viaje es también una forma de entrar en contacto con lo desconocido, de alcanzar lo que no se tiene, y a la vez, de dejar atrás lo que ya no se desea. Es improbable que el concepto de globalización haya pasado por la mente de Verne, pero a su juicio, la posibilidad de un mundo plenamente comunicado ya era una realidad que, de hecho, puede verse en el mapeo de parte de su itinerario novelístico, desarrollado por los geohistoriadores franceses Gilles Fumy y Christian Grataloup para su Atlas global, así como su filiación al esperanto —esa fatua aspiración de un lenguaje universal—.

La casa Hetzel comenzó a clasificar los Viajes extraordinarios de Julio Verne mediante criterios geográficos. De acuerdo con las páginas promocionales, se cuentan las siguientes categorías: historias de Robinsones o náufragos; Europa; África; Oceanía y Australia; las regiones polares; las Américas; Asia; novelas marítimas, las celestes —habría que añadir el espacio tiempo—, y viajes por todo el mundo. Sin embargo, esta clasificación no deja de ser algo imprecisa, pues las historias de Verne, como buenas novelas de viajes y aventuras seducidas por los avances tecnológicos, suelen desplazarse en más de un continente empleando artefactos que, como su mismo autor afirmaba, no nacían de su imaginación, sino de la observación. Phileas Fogg tal vez haya dado la vuelta al mundo en ochenta días, pero su creador la dio muchas veces en poco más de sesenta novelas.

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Gerardo de la Cruz

(Ciudad de México, 1974). Narrador. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la UNAM y el Diplomado en Creación Literaria en la Escuela de Escritores de la Sogem. Ha colaborado en las revistas Tierra adentro, El cuento, Pluma y compás, Casa del tiempo, Origina, Código y Correo del maestro, entre otras. Becario del cme y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca, en la especialidad de Novela.