Para romper la lengua

Luis Rodríguez Navarro
febrero - marzo de 2023

“I Walked in Greatness”, poema de Katharine Rhoades; “Woman”, poema de Agnes Ernst Meyer; diseño de Marius de Zayas, en la revista de arte y literatura 291, Nueva York, 1915


Baudelaire exigía agotar el francés, incluso el latín, antes de aventurar un neologismo. ¿Quién no ha escuchado clichés como “el español es un idioma muy rico” cuando se introduce un barbarismo en la conversación? Pero estas pequeñas censuras disfrazadas de recomendaciones no hacen sino limitar la posibilidad de un pensamiento y, con ello, de una realidad. Un vocablo que escandaliza por su incorrección rasga más vestiduras que quienes entregan el cadáver nuestro de cada día.

Bernard Noël dice que “mediante el abuso del lenguaje, el poder burgués se hace pasar por lo que no es: un poder no limitante”. Forzar su uso limita la facultad de la herramienta, restringe su capacidad para la imaginación (porque eso es la lengua: un instrumento que sirve, entre otras cosas, para comunicar; es un juguete para el niño y el artista; es también la muleta de la idea, el apoyo de la reflexión; pero es, sobre todo, un ente creador de realidad: un vehículo social que exige la manipulación de sus hablantes. La enumeración acaso sea limitada para las diversas funciones de este instrumento, pero son las limitaciones de quien escribe, no sólo esto, sino como regla general). Por tanto, continúa Noël, “haría falta un lenguaje que, en sí mismo, sea un insulto a la opresión (…) ¿Cómo encontrar un lenguaje inutilizable por el opresor?”

Hoy seguramente es más difícil, al menos en este lado del mundo, que alguien sea enjuiciado por escribir un libro. Incluso muchos de los nobeles gozan de popularidad por ello: escritores que huyeron de sus respectivas patrias, pero que han cedido la palabra a su función ancilar, arrancándole la posibilidad del insulto, acarreándose una censura política que les otorga fama y cuantiosas sumas. Pero habría que recordar que “Todas las palabras son cómplices de su contexto del mismo modo que todos los oprimidos son cómplices de sus opresores”.

Se tiene miedo de mal decir porque se teme a la institución vigilante: se acepta que la lengua sólo diga ciertas cosas porque calla algunas más; la policía léxica es como cualquier otra policía que reprime y censura lo que le es incómodo a la institución. Pero el hablante, siguiendo una metáfora de Arlt, es como un boxeador, cuya gramática puede ser de salón y servir para exhibición; mas los buenos boxeadores, recuerda Arlt, golpean por ángulos insospechados, le sacan la vuelta a la gramática del boxeo; en suma, se jamban un sángüis, no degluten un emparedado.

“Hay que superar la tautología que determina que sólo aquellos que hacen de la denuncia un hecho estético afirmen luego que la estética es una forma de denuncia”, acusa Literal, pues más allá de su servicio ser-vil, la literatura (la lengua estética), no tiene que estar por debajo de su referente: “Para cuestionar la realidad en un texto hay que empezar por eliminar la pre-potencia del referente”.

“Cuántas masmédulas y cuántas, cuántas novelas de la eterna (…) serán necesarias para des programar, para desatar todo lo que estaba atado –y bien atado?”,[1] se preguntaba Lamborghini (una de las voces de la antedicha Literal). Lo atado, lo programado, sin duda, es la lengua; esa que impone un silencio a lo que es incómodo; quizá por eso fuerza al lenguaje escrito por medio de la agramaticalidad, del error ortográfico, evita la sintaxis didáctica, trasgrede su semántica; en suma, se lo enrarece para despojarlo de toda su ser-vileza, se inutiliza para las buenas conciencias de altos valores.

No casual la elección de En la masmédula o el Museo para señalar la relación no limitativa del lenguaje. Quien quiera buscar en sendos libros, encontrará la falta de un modelo ínclito para el decir, la absoluta libertad de enunciación que se deleita en el anacoluto, la antiortografía, el neologismo y la pulverización sintáctica; todo lo que Julio Prieto reúne bajo el término de “mala escritura”.

Sería impensable corregir en Trilce, por ejemplo, el verso “Vusco volvvver”, o exigir la concordancia del verso “El traje que vestí mañana”. Ambas expresiones se aceptan como licencia poética; son inofensivas porque no llegan a la vulgarización, porque no ofenden. Incluso leer a Sade es inocuo, aunque no por las mismas razones: desafió la moral, no la lengua. Por ello, como bien dice Boris Vian, “la prohibición legal de Sade sólo se justificaba por razones literarias”.

Pero qué puede comunicarse que no sea ya algo observado —e ignorado— por el mundo; qué habría por añadir a la información obvia y transmitida incesantemente por los medios (muchos de los cuales, por otra parte, masacran la gramática de manera involuntaria y sin reclamos de nadie) cuando “el poder entiende que es un deber controlar la información, determinar qué trenes chocan y qué sentido tiene tal o cual rebelión” (Literal) y por eso “El hombre grabado con información no hace la diferencia, y pronto se vuelve indiferente”, de lo que se sigue que “la generalización de la tortura está ligada al culto de la información” (Noël).

Tener información es decodificar la lengua, pero no necesariamente implica su posesión. De la misma forma, clamar por un respeto a la Sacra, Real y Nobilísima Academia reafirma la antecitada complicidad. Por el contrario, desafiar la convención revela, sin imbricar un pretendido —e irrelevante— “mensaje”, el desafío a una institución que atesora los sentidos que le son propicios, útiles por decir lo que quiere guardar del referente.

La lengua ejemplar puede reproducir discursos revolucionarios, pero no materializarlos: ese fue el gran fracaso, o quizá la lección del boom: condicionar la referencialidad a lo que la lengua tiene para decir, pero se olvidaron de que “No hay lengua porque vivimos en un mundo burgués, donde el vocabulario de la indignación es exclusivamente moral” (Noël). Aunque no causa la misma indignación escuchar “cómemos lo que haiga” que leer “lxs cuerpxs”; gran ironía: se atesora la primera, en su función metalingüística, a condición de desatender su referente; mientras que la segunda, cuyo origen está en la conciencia lingüística, es rechazada por lo contrario, pues señala un referente sin atender al carácter metalingüístico del que surge.

La lengua que se rompe disiente porque se niega a la ser-vileza de lo disponible, ya que “no basta escribir para saber qué significan las palabras, [pues] el texto se define en una ambigüedad que es condición de su legibilidad” (Literal); cuanto pueda llegar a decir la lengua rota excede la capacidad del referente. La palabra que se deslinda de su contexto, que desafía la convención para entrañar, en tanto palabra, la rebelión individual o colectiva, deja de ser cómplice. Mientras que el mensaje emancipatorio es motivo de comercialización (“compre usted el último discurso revolucionario, pase y léalo”), el lenguaje roto deja de ser vendible; ofende su sola irrupción en la santisisísima institución de la lengua, la encargada del buen decir, que no necesariamente es el decir en el marco de la moralidad, sino el decir claro, comunicante.


[1] Se respeta la ortotipografía del original.

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Luis Rodríguez Navarro

Licenciado en Letras Hispánicas y maestro en Humanidades por la Unidad Iztapalapa de la Universidad Autónoma Metropolitana. Tiene como líneas de investigación las vanguardias y la narrativa hispanoamericana, la poesía mexicana y la teoría literaria.