Ilustraciones: Beatrix G. de Velasco
No sé por qué el tiempo no corre
será que lo hicieron parar,
semáforo cruel que no deja
a mi amada por fin pasar;
no puedo seguir esperando
tanto tiempo sin poderte ver.
José Augusto
Hay un fantasma de tres ojos llamado semáforo (dispositivo que regula el tráfico de vehículos y peatones en las intersecciones de caminos que anda en la ciudad), que decide cuando los autos avanzan o se detienen, todo es cuestión de tiempo, corto o prolongado; si no hay una sincronización, se crea el caos cotidiano, justo donde caminan Pamelo y Basilio, testigos de una ciudad hecha para ser bella, pero dirigida para ser lo que es, y para muestra basta un mar de cláxones: Fray Servando Teresa de Mier esquina con Bolívar, se ha convertido en la sinécdoque de la ciudad, como lo fue en un principio Eje Central Lázaro Cárdenas y Madero, en donde pareciera que todo el mundo cruza. Y para ponerle la cereza al pastel, véanse a los motociclistas que se pasan los semáforos, que no respetan a la gente, rebasan del lado equivocado, provocan accidentes para luego decir lo contrario, se victimizan, los culpables siempre son los cafres, el güey del camión de pasajeros, el vato del de Coppel. Ellos pueden pasarse los altos a la hora que sea y como sea.
Basilio y Pamelo caminan, cubrebocas puesto, sobre Fray Servando. Pamelo trabaja a una calle de ahí, y como fieles amantes de los libros, quieren ir a Balderas, lugar de libros por antonomasia —a un lado de una de las mejores bibliotecas de la ciudad, la de México “José Vasconcelos”—. A mediodía, se aventuran hacia ese lugar histórico para gracia de los libros y beneplácito de los lectores.
Basilio bajó del metro Pino Suárez y caminó a dicha esquina y comenta que, si hubiese subido a un camión de esos que sustituyen el servicio del metro, tendría que haber pagado otro boleto. Para Pamelo no hay nada que sustituya el metro, ese gusano naranja, que desde 2010 un gobierno de seudo izquierda pintarrajeó los trenes con motivos patrios, nacionalistas, y le quitó lo naranja, cuando el metro debe ser símbolo de lo global, no de lo territorial; el metro no es nacionalista, sino cosmopolita, es digno de lo internacional, de lo diverso y de lo inclusivo; el metro es símbolo del adelanto en la carrera mundial del transporte, representa lo exterior; el metro es para presumir como lo modernista en la literatura, en la cual se miraba hacia otras formas, fronteras, lenguas. El metro es la novela moderna, el rompimiento de los límites hacia lo universal.
Esperan para atravesar Fray Servando, sobre Isabel la Católica, el cruce del ruido con su música grupera y reguetonera a elevado volumen de un sex shop, los pitos de los policías que no se sabe para qué si nadie les hace caso, los cláxones, la gente que pasa hablando por celular y sin cubrebocas (se supone que es cuando se los deben de poner), el ruido de las motos (cláxon y acelerador) que son insoportables, una construcción en la esquina, como si fuera un complot, para que no se escuche entre sí la gente, una especie de Torre de Babel con variaciones: hablan el mismo idioma, pero nadie se entiende. El semáforo que da el paso a los que van sobre Isabel la Católica, justo hacia donde va el par de amigos, ya se tardó cinco, seis minutos, la gente se junta de tanto esperar, todos hablan, todos se desesperan, todos quieren pasar. Quienes aguardan para abordar el camión de apoyo sobre Fray hacia Pantitlán se forman sin sana distancia, están más pegados que reses en camión de redilas.
—¡Fórmese, por favor, a la fila! ¡Formados! Directo sin paradas a Pantitlán, directo sin paradas —grita una señora con casaca color vino quemado, color sin vida y muchas letras que dice que son parte del gobierno. La señora no tiene puesto el cubrebocas bien, sino que lo porta como cubrepapadas, deja al aire la boca y la nariz. La gente formada anda desordenada, unos se salen de la fila para abordar el que dice que sólo llega a Zaragoza, a pesar que uno de los que ayudan ha dicho que así como va la fila deben abordar el camión; una moto pasa por el carril de las bicicletas y casi atropella a unas estudiantes.
En ambos carriles hay una ciclovía, que se usa poco para lo que es, porque este carril no sirve para lo que sirve, pero sirve para lo que no debe servir. Los autobuses y la gente no respetan la ciclovía y ni entre ellos mismos. Ruidos al por mayor, nada de al por menor.
—Mira —señala Basilio—, ya hay como cinco camiones que sustituyen al metro, pero no avanzan por culpa de los semáforos.
—Nada va sustituir al metro, no hay nada que lo pueda hacer —Pamelo fija la mirada en Basilio y en esa parte de la ciudad que pareciera símbolo del caos que en ese momento acontece en varias partes de la ciudad, de otras ciudades en otros estados, en este país que se va cayendo a pedazos—. El metro implica puertas para escoger, lugares para abordar, distancias, posibilidades de selección; es el transporte de lo global, en el metro se aprende a amar, en el camión a odiar y no hay forma de ser selectivo; el metro es poesía, el camión es una canción grupera; el metro es la mamá, el camión la amante; al metro, con esas pintas, lo tildaron como algo nacionalista, como ese romanticismo rancio que mira hacia adentro, se cierran las posibilidades, que gira en sí mismo, eso es idiota. El metro debe ser lo global, lo trasnacional, lo universal, no lo regional. Al metro no lo sustituye nadie, excepto otro metro. El camión es territorial, es limitar el número de pasajeros, es andar como sardina de cuarta; la ciudad, entonces, se llena de mal tránsito, además de sus rateros espléndidos.
El semáforo es el símbolo del fantasma que espanta, hace trizas el bolsillo, el ritmo cardiaco, la boca que de tan reseca que está por los corajes se ha transformado en un hilacho viejo; las tripas son una bandeja que recibe los golpes de la tardanza, el esfínter, los brazos en una posición lista para el arranque, para mover la palanca de velocidades, los pies en sus pedales, en sus marcas, listos, ¡madres!, una moto se derrapa y una persona despide un ay de dolor y de sorpresa al ver que la ciudad se le pone de cabeza, se ha vuelto patas pa’rriba, no hay quién detenga al asfalto que ahora queda abajo y el motociclista en el aire la alcanza a ver con sus árboles de ramas flacas pegadas al cielo, con los autos que andaban a su lado, ahora están deslizándose sobre esas calles que de pronto se han quedado debajo de él, que se despegan del piso para elevarse, aquí hay un tipo al que se le puso la ciudad de cabeza, y en la cabeza tiene su casco gris, y de su garganta emitió un ay prolongado, porque no sabe a qué hora va a caer ni cómo ni dónde, claro, del piso no pasa, pero los huesos son los huesos, y esos vaya que se quejan, aunque estén dentro de un cuerpo gordo, como el susodicho de la moto, con panza y todo lo necesario para llenar esa chamarra negra y caer de lado, sin salpicar, y emite otro ay al tocar el piso, cuya cabeza rebota en el asfalto negro y algo húmedo por la lluvia de la noche anterior, y ahí queda, sin rebotar, porque la ciudad dejó de estar de cabeza, y ahora ve las cosas a nivel de piso, en donde sólo los pies podrían hacerlo si tuviesen ojos, y los ojos del motociclista miran hacia allá, quiere girar la cabeza y no puede, se le acerca una mujer policía y le pregunta si está bien, si no le duele nada.
—Qué madrazo —señala Basilio en una manifestación espontánea sin signos de admiración, porque no se admira, no se asombra, se cuestiona cómo es que a pesar de los tantos accidentes que ha visto siempre por causa de los mismos motociclistas, no hacen nada ellos mismos por evitarlo, parece que lo hacen a propósito.
Se acercan policías, transeúntes, decenas; es tanta la gente que podría llenar un teatro universitario sin problema alguno. Mirones que, a pesar de la prisa por llegar a su trabajo, graban con su celular al motociclista, unos con cierta discreción, otros descaradamente. Los camiones que ayudan en sustitución del metro siguen su camino. El asfalto continúa en su negro y húmedo estar.
—Eso sucede todos los días en esta ciudad del movimiento, en esta ciudad de vanguardia, como dicen los políticos, pero no hacen nada por controlar a estos cabrones que se pasan los altos como si nada, y mira lo que generan —sostiene Basilio.
Deciden abordar el camión en Fray Servando, frente a lo que fue en su momento el café La Habana, actual tienda. Ven pasar a la gente que baja de los camiones.
—Favor de formarse, no debe haber dos filas, sólo una, favor de formarse.
Pamelo dice que igual sería bueno caminar al ver que unos semáforos duran mil años y otros dos segundos, mala distribución de la temporalidad, aunque el tiempo no es malo, enfatiza, sino la forma en que lo utilizan. “No le saques”, dice Basilio, y se forman para abordar el camión verde de apoyo, con interiores cual Metrobús, con un chofer que tiene el rostro de trabajador mal pagado, recibiendo a la gente, repartiendo boleto blanco con verde. Ambos esperan la eternidad para que el camión arranque, todos se detienen y todos tienen prisa, y a todos les importa un pito el semáforo, el peor enemigo del automovilista en esta ciudad sin vanguardia y sin movimiento, y que ha vivido los peores últimos cuatro años, en donde la ciudad ha empeorado; este cruce hace un año no era de los más lentos, simplemente tardaba un poco, pero había fluidez, lo recuerda Pamelo en el momento en que los cláxones se suceden uno tras otro, uno encima de otro, todos amontonados, pues si algo tiene la ciudad es que los ciudadanos son muy borregos, si uno pita, sigue otro y otro y muchos más.
Los deja a dos calles del metro Balderas. Caminan en medio de los cientos de personas que se adueñan de las banquetas y que andan sin cubrebocas, ambulantes y transeúntes, estudiantes y oficinistas, vagos y ninis, chichifos y malafacha, narcos, nacos y chundos. Las banquetas son un símil a un andén del metro, en que cientos de personas se hacinan, la distancia entre tú y yo es cada vez más corta, frases hechas a la altura de estos vericuetos y vericuentos de las calles de la orilla del Centro Histérico. Caminan, andan. Van hacia la calle de Balderas, la atraviesan y entran al metro, en los torniquetes, para verse con Athena, la mujer alta, e ir a ver libros y de regreso lanzarse a un café que descubrieron en una cerrada de Nezahualcóyotl, frente al metro Isabel la Católica, para volver a hablar de libros como antes de la pandemia —que estaba en lo alto—, pues aún continúa, pero poco a poco se va abriendo al mundo la apertura que no sólo es de calles y establecimientos, de esta vida presencial, sino también del interior, ya que al ver estos panoramas, Basilio se sigue preguntando si en verdad la pandemia hizo mejor a los ciudadanos, y la respuesta pamelesca es que no, para nada, la gente es peor, más neurótica, grosera y cínica, no piensa en el otro y ni en las posibilidades de mejoría, con todo y las palabras que han resurgido: resiliencia, empatía, solidaridad, sinergia, comunidad, diversidad, inclusión, respeto. Puras palabras, pocas acciones. Lo real es la angustia y el menosprecio hacia el otro, puro semáforo que hace trizas el tiempo y va creando en cada ciudadano un estresado en cada esquina, en estas calles de milagro, ya que no sólo se tiene uno que cuidar de los rateros sino también de los semáforos, por eso es que entre el metro y el camión está el detalle de distinción: caminar el camino que vamos generando a cada paso que damos en este asfalto nuestro de cada día.