Masiosare: en defensa de esa sonrisa mediocre

Joaquín Emmanuel de la Torre
diciembre 2022 - enero de 2023

 

 

Ilustración de Franz Kafka en uno de sus cuadernos. (Imagen: Fine Art Images / Heritage Images / Getty Images)

 

No hay nada que disfrute más que perder el tiempo. Excepto cuando me hacen perder el tiempo. Recuerdo, por ejemplo, una tarde placentera en la que mis compañeros de oficina y yo jugábamos a encestar bolas de papel mientras hacíamos la digestión. Por mi parte, había alcanzado una racha insólita de tiros perfectos y parecía que, por primera vez, lograría llevarme los mazapanes depositados en la bolsa de apuestas. Por desgracia, antes de que pudiera cobrar mi recompensa, el hijo del jefe me llamó con urgencia a su despacho.

Una vez sentado en la famosa silla a desnivel frente al escritorio, comenzó a hacerme varias preguntas. Yo sudaba por los nervios de pensar que aquello no era más que una trampa. Que ese enmarañado interrogatorio era el preludio a la emboscada final. Seguramente la empresa había descubierto que le robábamos minutos a la hora del almuerzo; que a pesar de estar vetado el comercio por catálogo dentro de la empresa, había compañeros que seguían traficando con dulces, zapatos y tuppers en el mercado negro de la oficina; que habíamos instalado una sala de café clandestina en el descanso de las escaleras para fumar, tomar alguna bebida o comentar los partidos de la Champions. Y yo había sido señalado por el dedo del Gran Hermano para ser el soplón a cambio de conservar mi humilde empleo.

Por suerte, al final, nada de esto ocurrió. Por el contrario:

—Vamos a promoverte —reveló el hijo del jefe.

—¿En serio? —respondí sorprendido mientras relajaba los brazos que contraía contra el cuerpo para esconder los círculos de sudor en mis axilas que delataban mi ansiedad.

—Te quiero a ti para salvaguardar el porvenir de la empresa.

—No sé qué decir —contesté, y de inmediato comencé a soñar como la lechera de la fábula.

A partir de ese momento, con ese aumento de sueldo —que en realidad era más bien un gesto simbólico para delegarme más tareas— comenzaría a cambiar en la fondita la pechuga asada por la milanesa empanizada, una vez al mes pagaría el viernes de chilaquiles de mis compañeros e incluso invitaría una ronda de cerveza los jueves de karaoke. Azorado por este nuevo mundo que se me abría, no pude evitar hacer una ligera mueca de dicha. No obstante, la llama de esa frágil e inestable realidad súbitamente se apagó cuando el hijo del jefe exclamó: “Tu sonrisa me confirma que sin duda darás la vida por esta empresa”.

 Hay ciertas cosas que no me gusta tomarme a la ligera y arriesgar la vida por una empresa inasible es una de esas barbaridades que no me cruzan por la cabeza. Ni siquiera borracho. Y hasta cierto punto hay algo de cierto en esta declaración, pues una hora antes se nos habían cruzado unos cuantos carajillos durante la sobremesa.

Decliné la propuesta y le aseguré al hijo del jefe que mi decisión no era personal, sino una cuestión de principios. Jamás me enlistaría a ningún tipo de ejército ni aunque México entrara en conflicto bélico. Antes haría las maletas, tomaría a mi perro y abandonaría el país rumbo a Casa Blanca sin siquiera mirar atrás.

Al igual que el hijo del jefe, habrá quienes piensen en un principio que me falta ambición. Sobre todo aquellos que desprecian al buen godín. Esos emprendedores que creen que hay algo malo con ser un hombre igual a todos. Que asocian la mediocridad con trabajar en algo rutinario, cobrar un sueldo insuficiente, divertirte cuando puedes o aburrirte hasta morir, como cierta vez dijo el poeta Rubén Bonifaz Nuño. Es la misma gente que profesa despiadadamente el mito del genio —del ser individualista que está roto por dentro, inmerso en la locura o completamente aislado—; la misma gente que te dice “pendejo” por no colgarte de la antena del vecino o las mismas personas que se enorgullecen, y hasta te presumen, de que llevan cinco años evadiendo impuestos. Son esa rama de la evolución humana que no alcanza a notar que vivir en sociedad en realidad se trata de hacer todo lo contrario; que cada uno es esencial en el elenco de esta obra de teatro que llamamos vida. A fin de cuentas, las grandes obras de arte, las que realmente llegan a reflejar algo sobre el ser humano, son como la vida: sólo florecen cuando se logra la armonía en el trabajo en conjunto.

Más tarde, ese mismo día, el hijo del jefe se acercó a mi cubículo para persuadirme e incluso me reveló que el secreto de la felicidad está en trabajar sin tregua ni descanso. No importa que levantarse temprano, desayunar a prisa o exponerse al consabido tráfico en el transporte público sean batallas de por sí difíciles de librar. El godín —me señaló— está destinado a la prosperidad, como un oasis en medio del páramo desértico. Aparentemente, la desmineralización y el calentamiento global son sólo algunas de las excusas que hemos puesto los fracasados para no progresar; pretextos que ponemos aquellos que somos incapaces de sacarle provecho a las circunstancias. Por el contrario, al hijo del jefe le preocupaba tanto el bienestar de sus trabajadores que había implementado mil maneras para que no perdiéramos el tiempo con descansos innecesarios para fumar un cigarrillo, en hacer la digestión o en picarnos los ojos frente a la computadora mientras calculábamos las facturas que habíamos emitido durante el semestre.

 

Hombre en una mesa, ilustración de Franz Kafka para la novela El proceso, 1905. (Imagen: Fine Art Images / Heritage Images / Getty Images)

 

“Si tienes un sueño, debes protegerlo”, “el mundo es tu ostra: depende de ti encontrar las perlas”, “no permitas que nadie diga que eres incapaz de hacer algo” son sólo algunos de los mantras que el hijo del jefe repetía una y otra vez entre los pasillos de la oficina y en sus redes sociales. Ignoraba, en cambio, que en realidad el dinero no trae consigo la dicha; que la felicidad ni siquiera existe; que sólo hay un deseo por ir hacia ella, como bien apuntó siglos atrás el dramaturgo Antón Chéjov. Incluso así el hijo del jefe estaba convencido de que a los países tercermundistas —pero sobre todo a la empresa de su papá— les urgía varias dosis de motivación antes que un seguro social que incluyera plan dental. No importa que la vida pase indiferente en otra parte, en su humilde opinión, ya habrá receso para descansar los pies sobre el escritorio cuando logres hacerte de tu propio despacho.

“Y tiene razón. Mientras demos gracias de que tenemos trabajo”, opinaba mi compañero de cubículo cada que nos tocaba laborar en domingo, uno de esos trabajadores que se ofende cada vez que le clavas en su espalda las sílabas de la palabra “godín.

Quién no moriría entonces en la primera línea de combate, con la playera bien puesta, con tal de salvaguardar la empresa. Estoy seguro de que el hijo del jefe, bajo las órdenes de su padre, sería de los primeros en dar un paso atrás. Lo sé porque cuando el equipo de la empresa tenía partido de futbol, preferíamos que se quedara jugando en la banca a que era el director técnico. Sobre todo porque era uno de esos jugadores que no se sacrifica por el equipo: había ocurrido que durante los tiros libres, no sólo se negaba a saltar, sino incluso se quitaba de la barrera cuando el contrincante disparaba a portería. Y de cierta manera es comprensible. Como el filósofo Baruch Spinoza, llevo años preguntándome la razón por la cual homo ofixinus lucha para mantener su condición de oprimido, como si se tratara de su Afore aunque, al parecer, nunca obtendré una respuesta certera.

Por el contrario, he visto centenares de compañeros atormentados por el remordimiento al pedir sus vacaciones. Habitamos los cubículos como prisioneros permanentemente insatisfechos sin importar qué puesto ocupemos. Siempre habrá otro escalón por subir en el escalafón del éxito que nos impedirá dormir en paz. Pareciera incluso que ser un trabajador rutinario, poseer este talento oscuro y poco reconocido que es usar Excel y aferrarse a un salario fijo es algo para avergonzarse. Nos negamos a reconocer, en cambio, que aun para la mediocridad se necesita talento. En la película Genius, por ejemplo, Thomas Wolfe viaja a California para disculparse con Francis Scott Fitzgerald por los insultos y las burlas que le propagó durante la cena que ambos tuvieron con su editor. Ahí Fitzgerald le dice que no tiene por qué preocuparse. En realidad tenía algo de razón, pues, a pesar de haberse mudado a Hollywood, seguía siendo un fracasado, aunque en ese caso como guionista cinematográfico. “No logro hacer algo comercial y de poca calidad —confiesa el autor de The great Gatsby. Resulta que hasta para eso se requiere cierto nivel de excelencia”.

Imaginemos entonces al godín como el ser inofensivo, abúlico y muchas veces incompetente que somos, pero siempre digno de la más despampanante sonrisa. A diferencia del hijo del jefe, carecemos del capital heredado para progresar y hasta de un salario que nos permita renovar nuestro smartphone cada año. Claro que ciertas veces logramos progresar de manera discreta, pero en definitiva es algo que nadie nota. Aun así, no hay razón para no cargar con orgullo este mote. Después de todo, tenemos un lugar reconocible y pacífico en la sociedad y trabajar de manera honrada posiblemente sea una de las pocas acciones que hoy día no nos hunden más como especie. El peor mal que llegamos a cometer como estirpe es mínimo si lo comparamos con el de las personas exitosas, sobresalientes e influyentes de nuestras más exquisitas élites políticas y sociales. Esas personalidades que avanzan por la vida como un Bugatti frenético, sin frenos y sin titubear, totalmente seguras y convencidas de saber qué están haciendo. Poseen tantas certezas en su vida que están dispuestas a sacrificarla en nombre de las más nobles causas e incluso enfrentarían a puño limpio a ese extraño e imaginario enemigo que millones de veces convocamos en la primaria y la secundaria, cada lunes sin falta, a las siete de la mañana.

No hay que olvidar, sin embargo, que las historias de fracaso son las que nos hacen salir adelante. Esas narraciones en donde aprendes que nadie se muere por fallar. Por el contrario, nada debería causar más repudio que el éxito del self-made man. Ese cuento protagonizado solo por unos cuantos y en donde el resto de los mortales no tenemos cabida porque el éxito, nos han dicho desde niños, es algo que no está destinado para la mayoría de los seres humanos. Relatos que duran apenas un instante, a pesar de que Hollywood los inmortaliza en noventa minutos —a veces hasta con comentarios del director que a nadie le interesa escuchar—. Y aun así seguimos abrazando esas historias y no nos aprehendemos con uñas y dientes a las de fracaso. Por el contrario, los de recursos humanos me han dicho varias veces que ver crecer a los hijos, gastar el domingo con los amigos o tomarse la semana entera para enterrar al abuelo son cosas por las cuales no deberíamos preocuparnos tanto.

Durante semanas, el hijo del jefe no dejó de insistir para que aceptara el puesto e incluso ofreció duplicarme el sueldo de su primera propuesta. Pero si algo he aprendido en mi corta vida es que los humanos somos sumamente creativos cuando se trata de sabotear la búsqueda de nuestra felicidad. Aceptamos empleos que no queremos, puestos ejecutivos que no necesitamos; abandonamos los festivales escolares de nuestros hijos y dejamos de ir a los bares con los amigos para librar batallas que no están en nuestras manos. Transcurren los días, los meses, los años y pretendemos desear cosas que realmente no nos apetecen porque somos incapaces de confrontar la idea de que nuestras vidas no son ni serán mejores que las de los demás. En cambio ignoramos que, en última instancia, lo peor que podría ocurrirnos es obtener lo que aparentemente deseamos.

Por eso desde hace tiempo he asumido que mi guerra está en otra parte. Yo arriesgaría mi vida porque sí, pero jamás la desperdiciaría en defender a los Estados Unidos Mexicanos. Ni siquiera me enojo cuando los medios de comunicación captan a la selección mexicana de fiesta antes de una eliminatoria importante. En el fondo, como muchos compatriotas, yo también optaría por ir de fiesta antes que sacrificarme por una patria inasible. Importa un carajo cuando dicen que ese no es el comportamiento de un atleta de élite encargado de representar a la nación. En realidad, a riesgo de sonar cursi, diría que la amistad es la única patria que el mexicano reconoce. Si estoy convencido de que el Himno Nacional debe seguir enseñándose en la educación elemental, es únicamente para que todos tengamos algo que cantar en el estadio durante los partidos moleros que disputa nuestra selección de futbol —los cuales, por cierto, no son pocos—. No obstante, tampoco me opondría si “Cielito lindo” se oficializa de una vez por todas como símbolo patrio junto con “El triste”, “El rey” o cualquier canción del Divo de Juárez. A fin de cuentas, la patria no es un escudo, no es una bandera y mucho menos es un himno. La patria es la conjunción de nuestras infancias en una charla mientras bebes una cerveza con tu mejor amigo; es la suma de nuestros fracasos como equipo de futbol; los regaños de nuestros maestros; la pérdida de nuestros amores; las calles que de niños transitamos a diario, las cocinas donde cenamos con la familia, las canciones que bailamos con la abuela, los libros que prestamos y también los que no devolvimos.

Ahora bien, si durante una cena, en un castillo junto a seis amigos, nos pescara de sorpresa una intervención extranjera —y acaso fuéramos la última línea de defensa—, me quedaría en el sitio únicamente por no interrumpir los tragos y para seguir pasándola bien. Es más que conocido que las grandes causas han dejado su sitio a las pequeñas, pero si aún seguimos arriesgando la vida por cosas que la gente exitosa califica de nimiedades, es precisamente porque éstas son las que le dan todo el sentido a la vida. Sólo vale la pena morir por todo aquello sin lo cual no vale la pena vivir. Robert Creeley ha escrito un verso donde habla de esto.  “You have to take care of / what you care about”, señala.

Por lo mismo, no es extraño que los auténticos héroes contemporáneos sean esos hombres dispuestos a matar con un lápiz a tres hombres en un bar, destrozar el Hotel Continental para acabar con el hijo del jefe de la mafia rusa y aniquilar a todos sus secuaces tan sólo para vengar a su perrito. En cambio, hay que estar loco de remate para enrolarse en un ejército, enaltecer el nombre de la patria o aceptar un puesto ejecutivo en una empresa inasible. Más aún si es por honorarios, pues se sabe que en ese tipo de vida se factura mucho y se disfruta poco.

Por mi parte, no me queda más que darle la bienvenida a Masiosare y que entren los que quieran. No queda mucho pero —como dice mi abuela— donde uno come bien, comen otros tres. En una de esas, aquel extraño enemigo nos hace el reverendo favor de recordarnos cuán frágil, inestable y temporal es la presunta seguridad de nuestras exitosas vidas.

 

 

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Joaquín Emmanuel de la Torre

Es autor de Un cementerio que fue bosque (2020) y te soñé / sombra (2015). En 2019 fue becario en el Programa de Residencias Artísticas en Montreal por parte del Fonca y del Conseil des arts et des lettres du Québec, y de la Fundación para las Letras Mexicanas de 2017 a 2018.