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Un día me enteré de quién era Penélope. Mi padre me puso ese nombre por la canción, pero mi abuela me contó por qué la canción se llamaba así y me habló de la mitología griega. En la escuela, mi nombre era causa de burlas, y mi madre trataba de consolarme cuando me aseguraba que los que se reían de mí no entendían nada, eran ignorantes, porque el mío era un nombre muy bello. No servía de nada, porque yo lo odiaba. Quería llamarme Mariana, Tania, Marcela, como mi prima, o tener algún nombre que terminara con a. La Penélope de la mitología me dio menos consuelo que la de la canción, porque tejía, lloraba y tenía a un montón de sinvergüenzas metidos en su casa a los que no podía correr, y a los que, además, debía alimentar por las inquebrantables leyes de la hospitalidad. La Penélope de Serrat, al menos iba y venía de su casa a la estación, usaba zapatos de tacón, vestido de domingo y nadie la molestaba.
Esperar, en la vida real, genera molestia. En literatura, sin embargo, podemos y solemos aguantar la espera de una catarsis siempre que la historia prometa algo al final y maneje la trama mediante un eficaz uso de la tensión, otro término textil. A pesar de que no soy amiga de la espera en la realidad, las literaturas de la espera y sobre lo que ciertos personajes hacen durante esa espera siempre ejercieron sobre mí una fascinación por encima de otros tópicos literarios, excepto, quizás, el tema arquetípico de la ausencia del padre. Esperando a Godot, El desierto de los tártaros, El castillo y El proceso, de Kafka, Eugenia Grandet, Esperando a los bárbaros, Zama o El coronel no tiene quien le escriba me generan esa incertidumbre que sólo construyen las historias en las que, contrario a lo que dicen que tiene que ocurrir en un relato, no pasa, en apariencia, “nada”.
Esa nada, en realidad, está llena de entrelíneas y ocultamientos que sostienen el transcurso del tiempo narrativo, esa supuesta ausencia de acontecimientos, de personajes, de hechos que hagan, como siempre se exige, avanzar la acción, porque sin acción no hay drama, sin drama no hay conflicto, y sin conflicto no hay tensión, como predica la técnica narrativa. En sus Fragmentos de un discurso amoroso, Barthes escribe que el discurso de la ausencia está asignado histórica y, quizás, cosmogónicamente, a la mujer. Es un discurso sedentario de la espera que tiene el poder de detener el tiempo, es decir, de manipularlo, simbólicamente, mediante los hilos de su tejido. El tiempo alargado, aletargado, estirado, distendido tiene varios nombres que se vinculan con la espera: ausencia, aplazamiento, aburrimiento, promesa, expectativa.
Walter Benjamin, en su ensayo El narrador, describe a dos tipos de narradores arquetípicos, que identifica con las figuras del navegante y del artesano. El navegante de Benjamin es el narrador que viaja, ve el mundo, tiene aventuras, y lleva los relatos al hogar. Es un narrador que acerca la lejanía y ayuda a integrar una visión colectiva del mundo, un mundo hecho de relatos que no tiene inicio ni fin, porque narrar es la capacidad de seguir narrando”. Para segundo arquetipo, Benjamin eligió la figura del artesano, representante de la noticia del tiempo lejano, porque transmite sus conocimientos de generación en generación. Dice, entre otras cosas, que la narración es una artesanía por su carácter comunal y temporal, porque está en contacto directo con las personas, y porque cada receptor es, al mismo tiempo, autor de la obra en el momento en que la transmite, como transmite la sabiduría ancestral de su pueblo, los refranes populares o los consejos de los antepasados.
Este ensayo, publicado en 1936, da cuenta de lo que él considera una crisis en la narración como artesanía. Supone que la técnica ha cambiado la visión y narración del mundo conocido, y que, en este mundo fragmentado y devorado por la inmediatez, que privilegia el entretenimiento, hemos perdido la capacidad de espera y aburrimiento. Para Benjamin, el término “aburrimiento” (Lagweile) no está asociado con el fastidio, la impaciencia o la somnolencia, sino con la creatividad, el abandono de sí (el trance), la concentración artesanal con la que una persona elabora o teje un tapiz, pero, sobre todo, con la fijación de la memoria:
Narrar historias siempre ha sido el arte de volver a narrarlas, y éste se pierde si las historias ya no se retienen. Se pierden porque ya no se teje ni se hila mientras se les presta oído. (…) Cuando el ritmo del trabajo se ha posesionado de él, escucha las historias de modo tal qye de suyo le es concedido el don de narrarlas.
La espera, ese tiempo que abarca la ausencia, y donde no pasa nada, donde la Penélope original o yo misma nos sentamos a tejer, ella en su telar, y yo con dos agujas, son actos creativos, manifestaciones del tiempo y la memoria. He comprobado personalmente la verdad que encierran las líneas de Benjamin: yo misma escucho mejor mientras doy lazadas. Quizás por eso, las literaturas de la espera son espacios donde todo pasa, todo se fija, todo se crea y todo se recuerda. Porque, en realidad, el artesano de Benjamin era, en realidad, una tejedora: Penélope.
(Salvatierra, 1982)
Fue becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Ha publicado Locus, variaciones sobre ciudades, cartografía y la torre de Babel (Posdata, 2013), y Panteón familiar (La Pereza Ediciones, 2016).