A Eva le gustaban las manzanas, y el único árbol en el Edén estaba vedado para ellos. Si bien no podría alargar la mano para desprender alguna, sí habría podido esperar su caída y habría gozado de su piel e hincado el diente en su sedosa carne. Excepcionalmente pudo ocultar los frutos en su cuerpo, blando entonces, ya en sus delicados senos como caparazón, cuando Dios se presentaba a contar sus creaciones vegetales y admirar a sus criaturas. Afortunadamente para ella, Dios no tenía tan buena memoria para los números, y como aún ni la tiza ni el lápiz se habían inventado, su cálculo no era tan preciso. Pero un día para probarlos en fidelidad, Dios decidió endurecer el corazón de las manzanas, así que, cuando ante la poma caída Eva trató de morder el fruto, se topó con un centro frío y mineralizado como una piedra. Entonces su cuerpo se endureció y no pudo esconder más su quebranto; buscó a Adán y en medio de la desesperación de verse descubierta, encalló en su garganta el oscuro objeto de su transgresión.