Pier Paolo Pasolini, en una escena de la cinta I racconti di Canterbury, dirigida por él mismo. (Fotografía: Produzioni Europee Associate (PEA) / Sunset Boulevard / Corbis por Getty Images)
El año de 1975, después del éxito de crítica que le supuso La trilogía de la vida (integrada por las adaptaciones libres de El Decamerón, Los cuentos de Canterbury y Las mil y una noches), Pier Paolo Pasolini dirigió y presentó Saló o los 120 días de Sodoma, filme que le acarreó feroces críticas tanto de sectores de la izquierda como de la derecha: los primeros acusaron al cineasta de reducir a la clase trabajadora a una masa inerme e incapaz de acción; los segundos, de ser un pervertido que odiaba a la autoridad. Acechado por las pullas de unos y otros, el dos de noviembre de ese mismo año, Pasolini murió asesinado (arrollado con su propio automóvil), en las afueras del balneario de Ostia, crimen nunca aclarado, que cortó de tajo, a los 53 años, la vida del autor, nacido el 5 de marzo de 1922, mismo año en que Benito Mussolini asumió la presidencia de Italia e instauró su dictadura, de corte fascista.
Poeta, narrador, ensayista, dramaturgo, guionista y director cinematográfico, Pasolini fue un artista marcadamente singular en una época de las artes italianas profusa en artistas singulares. Conocido a nivel internacional por la audacia de su obra fílmica, donde se conjugan la estética neorrealista y la del teatro popular italiano, al tiempo que en el discurso debaten el existencialismo, el marxismo y se atisba la posmodernidad, Pasolini, sin embargo, no entró a las artes a través del cine, sino de la poesía, a la que se dedicó desde los 19 años.
Pasolini contaba 35 años de edad cuando publicó Las cenizas de Gramsci,[1] en 1957, año en que también incursionó en la narrativa con la novela Chicos del arroyo, y en el cine, como guionista, en colaboración con Mauro Bolognini, en la película de este último, Marisa, la coqueta, y como dialoguista de Las noches de Cabiria, filme de Federico Fellini. Por ende, 1957 resultó un año axial para el escritor y cineasta, tal como explican en el prólogo al libro Stéphanie Ameri y Juan Carlos Abril: “Sus horizontes se ensanchan puesto que el eje poético en el que se moverá se desarrolla alrededor de un mundo mucho más extenso […]”.
El mundo más extenso al que se refieren los traductores es la cosmopolita Roma en que se enaltece el llamado milagro italiano, con una sociedad que vive exultante la efervescencia económica, dispuesta a cortar de tajo con el pasado inmediato de dictadura fascista, pobreza y atraso tecnológico. Disposición ilusoria, porque se negaba a admitir las raíces profundas de las desigualdades sociales de Italia, lo que sí consignaron escritores como Pasolini, Dino Buzzati, Alberto Moravia o Natalia Ginzburg.
Pier Paolo Pasolini, durante el rodaje de Decameron, en 1971. (Fotografía: Vittoriano Rastelli / Corbis por Getty Images)
Integrado por once apartados, escritos entre 1951 y 1957, Las cenizas de Gramsci cifra y suma la transición de Pasolini del microcosmos rural al macrocosmos urbano, de modo que el poemario es a su vez el itinerario de la transformación intelectual, emocional y artística del escritor. Así, el primer apartado, “El Apenino”, nos devela “la luna muda” que arroba a toda la península: “La luna, no hay otra vida sino ésta./ En ella empalidece Italia desde Pisa/ derramada sobre el Arno en una muerta/ fiesta de luces, hasta Lucca, púdica en la gris/ luz de su católica, superviviente/ perfección…”.
Esa “luna muda”, que atestigua el sueño infructífero de la Italia posfascista, cede su espacio en “El canto popular” a la voz del pueblo italiano, que opone estrofas de nueve versos al sueño inmóvil. Expulsado de la modernidad de las élites políticas y económicas, el pueblo italiano, sin embargo, es el verdadero creador e impulsor de aquélla, según declara el poeta en la primera estrofa del apartado: “De improviso el mil novecientos/ cincuenta y dos pasa sobre Italia:/ solo el pueblo tiene de él un verdadero/ sentimiento: nunca fuera del tiempo, no le deslumbra/ la modernidad, aunque siempre el más/ moderno sea él, el pueblo, esparcido/ en aldeas, en barrios con juventudes/ siempre nuevas —nuevas al viejo canto—/ a repetir ingenuo aquello que fue”.
Intelectual que teorizó y enunció el arte en términos de comunicación con el pueblo (sus versiones fílmicas de Edipo rey, de Sófocles, Medea, de Eurípides, o el documental Apuntes para una Orestíada africana, sobre una posible adaptación cinematográfica de la trilogía de Esquilo, devuelven dichas obras al ágora, con un público activo, no separado), en la tercera sección del libro, Picasso, Pasolini ofrece una lectura callejera del pintor español, y digo callejera porque los tercetos develan al artista en diálogo con lo popular y con otros artistas que, aunque se movieron en el ámbito de las cortes, una y otra vez volvieron a los barrios y callejones: “Pero ya los espumajosos y crudos hijos/ en nubes de blancura, en acerados/ contornos con pureza de lirios/ y carnalidad de cachorros ferinos,/ delinean incluso en la luz de una idea/ digna de Velázquez, o en los encajes,/ el exceso de expresión que los crea”.
Procedente del campo, Pasolini advirtió con singular sensibilidad el choque del ámbito rural y el urbano, la diferencia entre las incordias morales y emocionales que crispan a las y los campesinos y a las y los citadinos. Ámbitos distintos y separados, por lo que la sensación que predomina en las estrofas de la sección “La humilde Italia” es la de incomunicación y soledad: “Aquí, en la campiña romana/ entre las mutiladas, alegres casas árabes/ y los tugurios, la cotidiana/ voz de la golondrina no baja/ del cielo a la contrada humana/ para aturdirla de fiesta animal./ Acaso porque está demasiado llena/ de humana fiesta: nunca bastante/ melancólica para la fresca/ voz de una serena tristeza.”
Minucioso, en sus versos encabalgados Pasolini entretejió sugestivas imágenes poéticas en las que se refleja la constancia de la poesía (el arte), única verdad permanente en una Italia jalonada por contradicciones: “Más sagrado es el mundo/ donde más animal: pero sin traicionar/ a la poesía, a la originaria/ fuerza, nos toca agotar/ su misterio en el bien y en el mal/ del hombre. Ésta es Italia/ y no es ésta Italia: juntas/ la prehistoria y la historia/ que en ella se hallan, convivan si la luz/ es fruto de una oscura semilla”.
Pier Paolo Pasolini en Roma, en 1971. (Fotografía: Vittoriano Rastelli / Corbis por Getty Images)
El fruto de la “oscura semilla” no es la luz, sino un claroscuro que es provocador, interrogante, creativo, revolucionario. Es el claroscuro del pensamiento de Antonio Gramsci, uno de los filósofos que con mayor profundidad analizó (y, por tanto, renovó) la obra de Karl Marx. En los textos de Gramsci, el poeta Pasolini comprendió el papel fundamental de los intelectuales para cimentar la sujeción de las clases populares a la hegemonía de las élites.
Encarcelado en 1926 por la dictadura fascista, Gramsci sólo fue liberado para morir, el 27 de abril de 1937, arrasado por la tisis, la arterioesclerosis y la hipertensión. Repudiado por la dictadura aun después de muerto, su hermano Carlo optó por la inmediata incineración, por lo que en el cementerio la cripta indica “Cinira Gramsci”, las cenizas del filósofo a las que el joven poeta decidió escuchar y hacer escuchar en la sección correspondiente, “Las cenizas de Gramsci”, dominada por versos encabalgados y estrofas en tercetos, imágenes ásperas y perturbadoras comparaciones: “[…] Una paz mortal difunde,/ desamorada como nuestros destinos,/ este mayo otoñal entre las viejas/ murallas./ Se halla en él la grisura/ del mundo, el final del decenio en que nos aparece/ acabado entre los escombros el profundo/ e ingenuo esfuerzo de rehacer la vida;/ el silencio, infecundo y podrido…”.
Con agudo sentido de la plasticidad, en los tercetos de “Las cenizas de Gramsci” Pasolini nos guía por el microcosmos del Cementerio Protestante en que se guardan las cenizas del filósofo. Plasticidad aguda y rebelde, en la que se advierte la vigencia del pensamiento gramsciano, su presencia discreta pero irreductible: “Un trapillo rojo como aquel/ enrollado en el cuello de los partisanos/ y junto a la urna, en el terreno céreo,/ dos geranios diversamente rojos./ Allí estás tú, con dura elegancia no católica/ desterrado en una lista entre extranjeros/ muertos: Las cenizas de Gramsci…”.
Ante la cripta del filósofo marxista, Pasolini se expone a sí mismo, expone sus miedos, discordancias, pasiones, anhelos interiores y deseos colectivos. Apuntalado en los tercetos, el poeta y cineasta manifiesta la vigencia de Gramsci en una Italia irresuelta, industrializada y atrasada, opulenta y pobre: “Aun sin tu rigor subsisto/ ya que no elijo. Vivo en el no querer/ de la posguerra decaída: amando/ el mundo que odio —en su miseria/ desdeñoso y perdido— por un oscuro/ escándalo de la conciencia…”.
Generoso en tipos de versos, estrofas y figuras retóricas, habilidoso en el manejo del léxico italiano, riquísimo en alusiones artísticas, históricas y filosóficas, a 65 años de su publicación, en Las cenizas de Gramsci sigue vivo (más allá del rigor estilístico, la fusión del arte culto y el popular o la agudeza crítica) el elemento esencial del discurso artístico de Pasolini, a saber: la provocación creativa, que apareja el escándalo con la reflexión, el arrebato con la introspección, porque sólo cuando nos incordiamos con el ser social que nos han impuesto es que atisbamos el yo individual del que nos han despojado.
Pier Paolo Pasolini, en una escena de la cinta I racconti di Canterbury, dirigida por él mismo. (Fotografía: Produzioni Europee Associate (PEA) / Sunset Boulevard / Corbis por Getty Images)
[1] Pier Paolo Pasolini, Las cenizas de Gramsci (Título original: Le ceneri di Gramsci). Edición, traducción y prólogo de Stéphanie Ameri y Juan Carlos Abril. Colección Visor de poesía. Visor Libros. Madrid, 2009. Las citas de los poemas y del prólogo provienen de esta edición.