Fábulas literarias del utopismo tecnológico

Alejandro Badillo
Agosto-Septiembre de 2022

 

 

Imagen: Flying Boat, Tania Candiani, en colaboración con Lena Hiribo, Isabelle Woodward y Willow Artisan


El antropólogo inglés David Graeber (1961-2020) en su libro La utopía de las normas: De la tecnología, la estupidez y los secretos placeres de la burocracia, describe las fantasías que nos vendió la ciencia ficción durante gran parte del siglo XX: viajes interestelares, robots al servicio de los humanos, el dominio de la naturaleza y la explotación de los recursos de otros planetas. La famosa carrera espacial entre soviéticos y estadounidenses parecía el inicio de un trayecto que nos llevaría al mundo de Los Supersónicos, la serie animada de los años 60 que retrataba de manera optimista el futuro de la humanidad mediante el estilo de vida de una familia de clase media alta. Sin embargo, al llegar a las últimas dos o tres décadas del siglo, se interrumpió la conquista del espacio y sus misterios. Es cierto, se pusieron en órbita satélites cada vez más sofisticados, pero quedaron atrás las promesas de colonias humanas en otras regiones del Sistema Solar y autos voladores llevándonos a nuestros trabajos en urbes eficientes e hipertecnologizadas. Lo que tuvimos, en cambio, fue un desarrollo constante de instrumentos de vigilancia y la ubicuidad del capitalismo de plataformas. Nuestros datos son manipulados de formas que no entendemos. Las normas en el trabajo, en la educación y en cada ámbito de la vida diaria se han vuelto cada vez más complejas y semejan laberintos en los que nos perdemos con facilidad. El control de nosotros y no la realización de nuestros sueños es la orilla a la que hemos llegado. La utopía de la tecnología se transformó en una distopía disfrazada de progreso y, por supuesto, libertad.

El filósofo John Gray en su libro El silencio de los animales. Sobre el progreso y otros mitos modernos describe cómo la fe en el desarrollo tecnológico y el cientificismo —el dogma de la ciencia como único modo de acceder al conocimiento— desplazaron el monopolio de las religiones. Quizá la diferencia más notable es que las religiones, después de la Ilustración y la Revolución Industrial, perdieron la narrativa de lo “verdadero” y volvieron paulatinamente a su antigua condición de mito. En el siglo XXI pocos creen que cielo e infierno sean lugares reales. Las historias de la Biblia son —como afirmaba Jorge Luis Borges— alegorías o fabulaciones de la literatura fantástica. En contraste, la tecnología y el conocimiento científico son aceptados sin ningún tipo de cuestionamiento. Cualquier duda sobre el papel de la ciencia en nuestra sociedad es ridiculizada de inmediato. Los antivacunas son paranoicos que creen cualquier teoría de la conspiración; la gente que no se adapta al mundo cambiante de Internet es un sector que, simplemente, no merece estar en el mundo moderno y, a la postre, globalizado. Se ven como sujetos excéntricos y no como síntomas de una enfermedad que incuba lentamente en nuestras sociedades. Sin embargo, hay muchas sombras en la tecnología que hemos creado: desaparición de trabajos, daños atroces a la naturaleza, falta de regulaciones y pérdida de nuestra vocación social al estar en mundos —pensemos en el metaverso imaginado por Mark Zuckerberg— artificiales que gracias a los algoritmos todos piensan como nosotros y cualquier debate o asomo de política es desviado.

Quizás uno de los autores que mejor reflejan el sinsentido de la utopía tecnológica es el polaco Stanisław Lem. En su libro de cuentos Ciberiada publicado en 1965 narra las aventuras de Trurl y Clapaucio —inventores formidables y fieles representantes del cientificismo llevado hasta sus últimos límites— que recorren el Universo respondiendo a las demandas de soberanos para enfrentar algún problema urgente. En ocasiones, la soberbia los hace competir entre ellos con resultados tragicómicos. Cada solución ofrecida por una maquinaria o artilugio computarizado genera problemas que requieren, a su vez, más dosis de invenciones en un ciclo sin fin. Incluso, en uno de los cuentos del volumen, los inventores se enfrentan al último límite de la utopía: llegan a un planeta en apariencia estéril. Cuando se acercan descubren que sus habitantes —robots semienterrados en la arena— alcanzaron todas las metas que les proporcionó el conocimiento. Ahora, parecen seres vegetativos: sin ninguna crisis por resolver, dueños de su propia inmortalidad, disfrutan una existencia inocua en la que el hedonismo parece una especie de castigo autoinflingido. La utopía, como algo real, nos lleva a la inmovilidad; lo único que le puede dar vida al Universo es el enfrentamiento continuo con sus correspondientes derrotas y victorias.

La utopía tecnológica está directamente vinculada con el desarrollo industrial y, por ende, con diversos estados del capitalismo. Sin embargo, sistemas de producción en apariencia alternativos, como el comunismo soviético del siglo XX, son utopías por derecho propio. Una de las obras literarias que refleja fielmente este espíritu es Estrella Roja de Alexandr Bogdánov publicada en 1908. El escritor perteneció a un movimiento conocido como Cosmismo ruso que intentaba, como una de sus principales metas, lograr la inmortalidad para todos. Con pocas herramientas tecnológicas a la altura del reto, Nikolái Fiódorov, Alexander Svyatogor, Valerián Muraviov, Konstantín Tsiolkovski y Alexander Chizhevski, entre otros intelectuales, desarrollaron diferentes tipos de teorías y manifiestos que planteaban la idea de la vida eterna y la conquista del espacio como la puerta para la justicia social. Bogdánov, en su novela, plantea la utopía soviética llevada a cabo por una hipotética sociedad marciana. La ciencia puesta al servicio de una producción eficiente y una distribución igualitaria muestra su lado oscuro cuando, en el último tercio del libro, se acepta la necesidad de crecimiento continuo para abastecer de materias primas a Marte. Una vez agotados los recursos del planeta rojo, será necesario el dominio de mundos cercanos como la Tierra. La utopía civilizatoria propia del colonialismo occidental se revierte, en este caso, contra la raza humana.

Seguimos buscando fórmulas para la inmortalidad, aunque la calidad de vida de millones de personas en el mundo sea cada vez menor gracias a la contaminación, el burnout laboral y alimentación deficiente, entre otros muchos problemas. Como se ha imaginado también desde la literatura, la desigualdad rampante propia de la economía de libre mercado provocará escenarios en los que la utopía estará al alcance de unos cuantos mientras el resto permanecerá siempre al margen. En Klara y el Sol, novela de Kazuo Ishiguro, la sociedad futura que describe está conformada por humanos “mejorados” gracias a la genética y a la tecnología. La población no sujeta a ninguna mejora apenas aparece en el mapa de las grandes urbes. Mientras la trama avanza nos damos cuenta de que existe un plan para que Klara, un androide-niñera, reemplace a Josie, la niña enferma a la que cuida. La madre de Josie, incapaz de soportar la previsible pérdida de su hija, usa a Klara para que recopile toda la información de la niña y, en un futuro cercano, la imite con tal perfección que nadie pueda notar la diferencia. La utopía tecnológica, en este caso, nos conduce a una inmortalidad problemática, pues en la historia de Ishiguro los seres humanos se convierten en seres que pueden ser sustituidos por máquinas avanzadas. La utopía se vuelve una distopía disfrazada de esperanza para personas que no están dispuestas a lidiar con la muerte, la enfermedad y la finitud que caracteriza a todo ser vivo.

La utopía tecnológica en la literatura y cultura popular tiene, finalmente, varios desenlaces trágicos. El más común consiste en el castigo a la soberbia humana por trascender los límites impuestos a nuestra naturaleza. Somos como el mago de Borges en el cuento “Las ruinas circulares”: soñamos un hijo y lo llevamos, con esfuerzo, a la realidad, para cumplir nuestro papel de dioses creadores de vida. Cuando creemos haber terminado nuestra tarea descubrimos, horrorizados, que nosotros somos el sueño de otro ser y que nuestra magia nos condena en lugar de salvarnos. También descubrimos que, una vez acabada la historia, regresaremos para cometer, exactamente, los mismos errores.

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Alejandro Badillo

(Ciudad de México, 1977)

Narrador y reseñista. Es autor, entre otros, de los libros de cuentos Ella sigue dormida, El clan de los estetas, y de las novelas La mujer de los macacos y Por una cabeza. Obtuvo el premio Nacional de Novela Breve Amado Nervo.