Tiempo de zafra, de Claudia Solís-Ogarrio

Mónica Lavín
ABRIL-MAYO DE 2022

 

Cuando niña, Claudia poseía una varita mágica. Le tocó ser el hada madrina en aquella representación del kinder Condesa donde la conocí. La varita era la imaginación. Una imaginación alegre que hacía de unos infumables pastelitos verdes esponjosos pasteles palaciegos. No sólo tenía la varita mágica de la imaginación y un humor desparpajado que ensanchaba el mundo, sino que entrar a su casa era asombrarse con la existencia de una biblioteca: la biblioteca de su padre. Jorge Solís-Ogarrio, por demás, era un hombre simpático, dueño de la palabra, casado con Guillermina Sánchez Mesa, de vocación política y talento argumentativo. La palabra estaba en casa de Claudia. Ella podía entrar a la biblioteca que no era un recinto cerrado para nosotras las niñas, pero entendíamos que traspasábamos un umbral, que ese paisaje de libros era un territorio sagrado. Desde ahí se reverenciaban los haceres del espíritu.

Claudia y yo nos seguimos la pista en los años de formación escolar y de repente cada quien para su cancha; y cuando la volví a ver, Claudia era poeta. No me sorprende que Tiempo de zafra en esta bellísima edición bilingüe de la Universidad Autónoma Metropolitana y Écrits des Forges, en Quebec, con ilustraciones del pintor catalán avecinado en México desde hace varios años Manuel Pujol (que acompañan de manera deleitosa el vuelo de la imaginación y la palabra, con alas de caballo, un seno que alimenta la planta), aglutine la selección de poemas que pertenecen a libros anteriores, Poemas al fresco (1987), Insomnios (2001) y El colibrí del delta (2010). Aquí estamos diez años después con un poemario que se lee en español, la lengua de la escritora, y en francés, su segunda lengua, en la traducción de Ana Cristina Zúñiga. Y quienes tengan la fortuna de apreciar la traslación de un idioma a otro disfrutarán una experiencia enriquecida en la difícil proeza de conservar sentido, ritmo y vigor del español al francés. Pienso en los dilemas de la traducción que siempre es una conversación con la lengua y su historia y su sentido, que es una forma de mirar. Me queda reverberando la palabra zafra tan apetecible al oído, tan cargada de su procedencia árabe. De ellos heredamos en occidente el proceso de elaboración del azúcar desde la caña. Récolte en francés remite a una operación más general, la cosecha, y deja de lado la posibilidad específica que da el afortunado vocablo de zafra, de sonoridad y procedencia clara. Zafra remite al trópico donde es posible el cultivo de la caña y su posterior quema para poner al azúcar de la planta a punto para su obtención. Zafra es trópico y dulzor; como la luz solar y la conciencia de la mixtura europea y americana que está en las líneas de los poemas de Claudia Solís-Ogarrio. Su poesía me arrima a Carlos Pellicer aunque es de otro tabasqueño de quien ha tomado uno de los epígrafes de su libro: el imprescinidible José Carlos Becerra.

“Esta llamarada donde/ me quemo los dedos al escribir/ dudando de lo que digo”.

La poesía es siempre un asunto de decantación. No se escribe un poema como la página de una novela. Admiro a los poetas, son joyeros, atentos a lo más fino, cazan palabras, tienen un oído exquisito y una mirada que escudriña y hace aleaciones de la imagen y la emoción. Con la tradición que les precede a cuestas, los poetas ponen su huella en el mundo, y a los lectores nos dan asideros para mirar, sentir y asombrarnos con la belleza de sus hallazgos.

Tiempo de zafra porque la zafra es la cosecha, el fruto del trabajo en el tiempo. La palabra es pulpa del quehacer y la búsqueda. Zafra destila verdor, el vuelo del vegetal carbonizado, y el dulzor en el trapiche. Tiempo de zafra porque desde la que fuera a la casa de sus padres en el estado de Morelos, Claudia Solís-Ogarrio contempla y escribe. Observa la lluvia de hojas negras que asientan su caligrafía sobre el pasto, la alberca, el cuerpo y la memoria.

Además de nuestra amistad de infancia, de que estrenamos el vocablo que bautizaba una complicidad temprana, y de ser privilegiada lectora de este nuevo libro, también soy la afortunada depositaria de uno de los poemas en Tiempo de zafra. En él escarba en la memoria de los días de azotea en la colonia Roma donde las niñas que éramos rozábamos el cielo columpiándonos. Este libro está hecho en gran medida de nostalgias y acomodos de la estela del tiempo. A Claudia le interesa, como reza uno de sus versos: “la fractura del tiempo que se nos escapó de las manos”.

Esas grietas de lo que se nos escurre, del inexorable paso de los días, es por donde la poesía de Solís-Ogarrio, como alfileres para retener el desfiladero de los sucesos, se afinca entomológica y hace de las palabras insectos suspendidos.

El día y la noche, esa dualidad mítica, aparece una y otra vez, casi como una pregunta permanente de la autora:

 

Marcamos las tardes

las mañanas nómadas

y las penínsulas inexploradas de la noche

 

O en este:

 

el colibrí negro

come culebras en el lodo

mientras la pugna del día y la noche

permite fluir el tiempo-circular e infinito

 

Reconoce el mestizaje del que está hecha, la fuerza mítica y la contundencia del paisaje en las culturas americanas, pero también se ensancha en exploraciones geográficas. Sus antepasados cántabros le andan por la sangre de la escritura en ese afán de nombrar nuevos territorios, de la misma manera que las mujeres que la anteceden la proveen de la garra que todo escrito requiere para sangrar el papel con la escritura.

Solís-Ogarrio parece beber del mundo vegetal y del animal en los que reconoce el proceder humano; insufla su poesía de un aliento épico, un más allá de la habitación cerrada. Busca un poder simbólico.

Para el encuentro de los cuerpos “A la mitad de un sábado que nos une y nos separa” concluye “un felino de pelaje pardo/ amaneció conmigo”. Lo bestial, lo imparable, lo domado, lo instintivo, ese careo de la razón y la voluntad aparecen una y otra vez en esta cosecha. Porque no sólo los barrios de la memoria son geografía, ni los paisajes descubiertos, sino que lo amoroso, el acercamiento es también la exploración de “las orografías asoladas y sumisas”. Y cuando leo los poemas de erotismo sutil, no dejo de recordar el cuento de Cortázar, “Tu más profunda piel”, donde la memoria es también la conquista de una geografía dérmica y femenina.

A Andrea Cataño le dedica el  poema “Punto de vista”, donde se cuestiona qué es ser mujer: “albergamos entre el abismo y la superfice”, afirma en esta búsqueda del lugar entre los otros. “¿Dónde estamos?”, se pregunta.

Poesía elegante y acuerpada, tan pronto íntima como de horizonte abierto, poesía que quema y a la que se vuelve, es la poesía de Solís-Ogarrio.

Si este poemario es memoria y cosecha, nos queda la certeza de que habrá renovadas exploraciones poéticas. Eso la autora ya lo anticipaba en su primer poemario: “Los árboles que se ven desde mi ventana no acaban de llegar al cielo”. Este poemario nos deja con la sensación de asistir al ritual y al proceso cíclico de la creación donde los cristales de azúcar que se diluyen cuerpo adentro anticipan renovados apetitos.

Tiempo de zafra (Temps de récolte)

Claudia Solís-Ogarrio
Traducción de Ana Cristina Zúñiga

México, uam / Écrits des Forges, 2021, 120 pp.

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Mónica Lavín

(Ciudad de México, 1955)

Narradora. Bióloga por la Universidad Autónoma Metropolitana. Ha sido investigadora en el Instituto de Ecología; jefa del Departamento Editorial de Difusión Cultural de la uam; coordinadora de talleres de narrativa en el Centro de Comunicación y Desarrollo; maestra de la Escuela de Escritores de la Sogem. Entre sus más de veinte libros publicados destacan las novelas Yo, la peor y Todo sobre nosotras, así como y los libros de cuentos Manual para enamorarse y La casa chica.