Leopardos en el templo o la ceremonia interminable IV
Aires de familia: de sonámbulos, insomnes y catapléxicos

Marina Porcelli
Abril-mayo de 2022

 

 

El espíritu de los muertos vela, Paul Gauguin, óleo sobre arpillera, 1892


De la familia de las parasomnias, entre las rarezas que enumeran ciertos libros de divulgación (Por qué dormimos, de Matthew Walker, 2018, por ejemplo) están los ataques diurnos de sueño repentino y parálisis corporal, el sonambulismo homicida, la percepción de abducciones extraterrestres y ese trastorno, el del insomnio degenerativo, que dura siete meses y termina en muerte. Dice Adolph Stern (en el libro siempre citado de Ernest Jones, On the Nightmare) que “los habitantes de Tesalia, del Epiro y los válacos creen todavía en la existencia de ciertos sonámbulos que vagan de noche y destrozan a la gente con sus dientes”. Pero los gestos y movimientos sonámbulos suelen ser mucho más lentos y más torpes, o tener mucha menos precisión de lo que se cree en general: es el propio sonámbulo, en realidad, el que está expuesto a los accidentes domésticos.

En todos los tratados que recorrí, y con casi cuarenta años de sonambulismo encima, no encontré casos de agresión a los otros. Aparecen, sí, algunas historias lejanas y fantasmagóricas, ligadas a la especulación judicial. Alguien que manejó un auto por varios kilómetros en Estados Unidos —por ejemplo—, a comienzos de los años 70 y se detuvo en un pueblo apartado. Tocó un timbre y asesinó a una anciana. Nada seriamente constatable. Pero los mitos abundan: se dice que es peligroso despertar al sonámbulo en su movimiento, o se dice que el sonámbulo “rara vez comunica la experiencia onírica o mental”, pero quizá haya que bajarle un poco el volumen a estas afirmaciones. No se sabe verdaderamente cómo ni por qué se genera el sonambulismo, aunque una de las tesis más recurrentes formula que el sonambulismo escenifica el sueño. Lo teatraliza.[1] O por lo menos, pienso, teatraliza parte del sueño: vuelve acto la vivencia del que duerme. Su huida. Entonces ocurre la pregunta, ¿el sueño es teatralizado para quién?

Por raro que suene, pienso que la respuesta no está del todo en esta realidad. Me explico mejor: en el sonambulismo (también en el insomnio, también en la cataplexia) sucede una dislocación del tiempo y del espacio, como si las coordenadas operaran de otra manera. Y pienso que quizá por eso atestiguar cualquiera de estos episodios, mirarlos desde afuera, resulta aterrador. Sucede un corrimiento, otra lógica irrumpe. Sonámbulos, insomnes y catapléxicos parecen irse por una fisura donde la topografía cotidiana se desplaza. A veces, claro, hasta dan la impresión de que se acercan a la muerte. Entonces sí resulta secretamente aterrador ver cómo un compañero se sienta en la cama, se pone de pie y sale de la habitación sin que entendamos qué lo motiva. Igual ocurre con el insomne —pero ahí lo que queda anclado es el tiempo, no el espacio—: el susto de encontrar a alguien que creíamos dormido tomando mate en el sillón a las cinco de la madrugada.

En el sonambulismo, dice Walker, se da un desacuerdo entre lo que registra la cámara de video y el funcionamiento de las ondas cerebrales: la persona está actuando, pero el mapa de ondas es idéntico al de alguien dormido, sin actividad, sin signos de los movimientos frenéticos de la vigilia. En concreto, “se desencadena un aumento inesperado en el sistema nervioso durante el sueño profundo. Esta sacudida eléctrica obliga al cerebro a desplazarse desde el sueño no-rem hasta la vigilia, pero queda atascado en algún punto intermedio”.

Dormido, actuando como despierto, el sonámbulo ingresa en un territorio diferente al de los otros. Se dice que lo hace para resolver un problema dentro del sueño y así, en su deambulación errática, cambia objetos de lugar, saca ropa de los armarios y la vuelve a meter, abre la puerta de calle o intenta saltar por la ventana. Estos son algunos de los movimientos anotados en la tesis “Semiología onírica del sonambulismo” de Julia Pareja Grande, que se pregunta si todos los sonámbulos soñamos lo mismo. Las narraciones de los durmientes remiten a casos similares: se relatan escenas de lucha o de escape o de huida feroz ante una situación que nos amenaza.

En este plano, surge el doble, se asoma por su actividad.[2] Hablo de lo que Freud llamó lo siniestro: ese que regresa ajeno y a la vez profunda, íntimamente familiar. La duplicación: lo angustiante es también lo conocido. Lacan formula el éxtimo que, por un lado, pertenece a la esfera de lo íntimo y, en simultáneo, se revela hacia el exterior. Este juego de frente y anverso se ve con mucha claridad en el cuadro de Paul Gauguin de 1892, en el que una chica está acostada de espalda en la habitación y una especie de demonio está sentado detrás. Y la mira. Es un ir y venir. Ella piensa en el espíritu del muerto o el espíritu del muerto la recuerda.

 

Del tiempo insomne y el espacio catapléxico y de cómo la muerte viene hacia nosotros

El insomnio, dije, se ancla en un presente perpetuo: lo inverso ocurre con la cataplexia, que detiene y anula el espacio. Entendido como tener ganas de dormir y no poder hacerlo, o como la dificultad para sostener el sueño por un período adecuado, el insomnio nos ubica en la espera, nos encadena a un tiempo muerto, repetido, que se eterniza hasta lo demoledor. Se trata de la negación del tiempo, que tensa el cuerpo y le impide regenerarse. En cambio, la cataplexia, definida como la falta completa de tono muscular, comienza con una alerta de desactivación que se transmite desde el cerebro a la médula espinal. Son los músculos los que quedan atrapados en el sueño rem, mientras que el cerebro sigue percibiendo el mundo exterior y los durmientes, en paradoja, están despiertos. El cuerpo se somete a la inmovilidad. Se trata de una parálisis que determina y dirige el sueño rem, solo que sin el sueño rem (Walker).

Karl Ludwig Kahlbaum publica Katatonia entre 1873 y 1874, el primer tratado que delimita los síntomas de un cuadro neuro-psiquiátrico de un cuerpo íntegramente tomado por la rigidez muscular. La catatonia parece relacionarse con estados de nostalgia intensa, de duelo. Pero le debemos a Edgar Allan Poe, a su escritura, que las últimas décadas del siglo XIX hayan sido gobernadas por el terror de ser enterrados vivos, clave y corazón de muchas historias clásicas. En especial, pienso en todo lo que literalmente encierra la melancólica Casa Usher. La noche de tormenta brutal en la que Madeline Usher se ha puesto de pie y ha salido del cajón, y viene desde el fondo del sótano hacia nosotros (hacia los lectores), hacia los dos personajes que se han puesto a leer en voz alta para tranquilizarse, pero no lo consiguen. A pesar de la lectura para sofocar las sacudidas del viento sobre la ventana, ella que se acerca de manera imparable, ya está en el pasillo, y cuando por fin todo parece a punto de estallar (la tormenta golpea las cortinas, y uno de los hombres da un alarido), la puerta se abre pero muy lentamente. Ese lentamente, esa lentitud que describe Poe, ese terror tan graduado en medio del caos de la tormenta y del griterío y del pánico, ese cambio de ritmo que nos detiene de golpe y nos paraliza ante una puerta que se va abriendo, porque del otro lado está la muerte, ese lentamente tan bien puesto de Poe resume para mí toda la maestría y toda la profundidad de su escritura.

 

Coda o el velorio demorado

A pesar del leit motiv, solo una vez escuché una historia real sobre la catatonia. Me la contó un amigo, y sucedió en Guanajuato poco antes de 2014. La historia era así. Varios estaban reunidos en el velorio de un hombre viejo: gente llorando a los lados del féretro, las luces bajas, la mesita con café. Y todo iba de un modo más bien sereno, y triste, claro, hasta que el muerto despertó en el medio de la noche y quedó sentado en el cajón. Los miró a todos abriendo mucho los ojos y tuvo un ataque de furia: se levantó de un salto, dio una patada a la mesa y pateó sillas y sillones, tiró al suelo las tazas de café, rompió un vidrio. Preguntaba a los gritos qué estaban haciendo ahí. Gritó y anduvo por la sala pateando cosas y dicen que hasta rompió los caños de gas. La gente aturdida, apabullada, salió como pudo de la sala. Al viejo le pidieron que se calmara, pero como no se calmaba, lo dejaron solo y se dispersaron en la vereda. A la semana siguiente, el hombre se volvió a morir. Esta vez, comprobaron muchas veces la falta de signos de vida. La familia lo metió otra vez en el cajón, lo ubicaron en el centro de la sala, con las luces bajas y la mesita para el café. Pero esa noche nadie apareció en el funeral.


[1] Esta pregunta, en sustancia, fue formulada por Sandro Garófalo (Buenos Aires, psicoanalista, 2021) a partir de un caso de sonambulismo.

[2] Notas sobre la figura del doble (con el título “Pálido fuego”) aparecieron publicadas en la revista digital mexicana expresodoble.mx en 2021.

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Marina Porcelli

(Buenos Aires, 1978). Es editora. Ha colaborado en el suplemento Laberinto, del periódico Milenio. Su primer libro de cuentos, De la noche rota, fue publicado por la Universidad de La Plata en 2009. En 2014 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés.