Fotograma de El poder del perro, dirección de Jane Campion, 2021
Lo propiamente ético y político del cine, nos dice Giorgio Agamben, es su posibilidad para restituir al cuerpo humano el control de su gestualidad. Según el filósofo italiano, la operación fundamental de la imagen en movimiento es aquella de recuperar el control de la acción gestual que la imagen fotográfica sacrificó en aras convertirse en un doble de lo real petrificado en un tiempo de crisis psíquica, y que modificaría sustancialmente la forma en la que el hombre aprehende las relaciones consigo mismo y con su cuerpo.
Así pues, Agamben afirma en Medios sin fin. Notas sobre política, que “en el cine, una sociedad que ha perdido sus gestos trata de reapropiarse de lo que ha perdido y al mismo tiempo registra su pérdida”. De la misma manera, el gesto en el cine inscribe al hombre en tanto ser-en-el-lenguaje y es capaz de exhibir el vacío de la palabra, mostrando una relación más íntima que aquella dada dentro del orden de lo conceptual. Por tanto, para el autor resulta fundamental hablar más de gestos y menos de imágenes, más de lugares de la posibilidad del hacer ético-político, y menos de la representación-espectáculo.
Es precisamente en el terreno del gesto en donde se localiza el último filme de la directora neozelandesa Jane Campion, El poder del perro, de 2021, comercializado por Netflix, una adaptación de la novela homónima de Thomas Savage, publicada por primera vez en 1967. En ella se relatan la historia de los hermanos Phil y George, herederos de un rancho ubicado en Montana, Estados Unidos, durante la década de 1920, y los sucesos relacionados con el desdén de Phil hacia el matrimonio entre George y Rose, una joven madre viuda.
Para llevar a cabo su adaptación, Campion explotó la cualidad crítica y corrosiva de la novela de Savage. A saber, el cuestionamiento de los estereotipos de la masculinidad movilizados por la literatura y los filmes del “Salvaje oeste”, y representados por las figuras de Phil y George, y no tanto por la de Peter, el hijo de Rose. Lo anterior fue trasladado por la directora hacia el ámbito de la imagen-movimiento en la forma de un filme impresionista, plagado de hiatos en donde el tiempo parece detenerse para permitirnos observar los detalles de los gestos y rituales de sus protagonistas.
Asociado comúnmente con una visión heteropatriarcal, el western (cuya consolidación cultural se atribuye a las novelas de James F. Cooper), puede ser definido como una estandarización de una moral puritana, así como de la oposición entre las viejas costumbres y el progreso civilizatorio. El imaginario constituido alrededor de la figura narrativa del “Salvaje oeste” procuró la legitimación de narrativas violentas con el fin de restituir el orden de lo social y los valores perdidos, como resultado de dicha progresión civilizatoria, como el honor y el heroísmo.
Fotograma de El poder del perro, dirección de Jane Campion, 2021
Visualmente, este género es heredero de las tradiciones pictóricas y fotográficas de finales del siglo xix. Sobre todo, de los paisajes y escenas pastorales, en los cuales la naturaleza indómita es mostrada románticamente mientras espera la llegada del hombre para civilizarla e industrializarla. Asimismo, los retratos de corte etnográfico en los que se intentaron representar las características de los pobladores originarios e inmigrantes fungieron como piedra fundacional sobre la cual se erigiría el imaginario del Oeste en la producción cinematográfica, televisiva y gráfica en los Estados Unidos y otras regiones desde los primeros años del siglo xx.
Con lo anterior en mente, Campion construye un filme magistral. En él, los paisajes neozelandeses, que reproducen lo sublime de la pradera en Montana durante 1925, son mostrados a través de grandes planos generales. Éstos sirven como el telón de fondo sobre el cual tiene lugar la puesta en escena y ejecución de actos violentos relacionados con la imposibilidad de mediación entre la masculinidad heteronormada del cowboy estereotípico, representado por Phil (Benedict Cumberbatch), y su lucha en contra de las figuras e identidades con atributos femeninos, como Rose (Kirsten Dunst) y Peter (Kodi Smit-McPhee).
La potencia narrativa de la película despliega una compleja trama, casi laberíntica, que nos invita a participar de una serie de oposiciones binarias. Por un lado, los paisajes, que en algunas ocasiones vemos enmarcados por puertas y ventanas, dialogan con los interiores del granero y la casa de los hermanos Burbank. Por el otro, las actividades que se desarrollan en el rancho, cargadas de símbolos y potencias de lo masculino, se oponen a aquellas que se llevan a cabo en el hogar familiar, de las cuales se encargarán las mujeres. Dichos binarismos se multiplican a lo largo del filme, siendo cada uno de sus polos encarnado por los diferentes personajes que transitan por los umbrales de lo público y lo privado.
La pulcritud contra la inmundicia, las viejas costumbres contra las nuevas, lo civilizado contra lo incivilizado, la máquina automotriz contra la fuerza animal del ganado y la caballería se entretejen en El poder del perro. El montaje capitular del filme propone de tal manera una exploración de las dicotomías simbólicas sobre las cuales la directora construye un reclamo del orden de lo queer, de lo que no se inscribe en la heteronorma, frente a la racionalidad falocéntrica imperante no sólo durante la época en la cual se sitúa la historia, sino aquella que sentaría las bases del devenir del género cinematográfico y literario invocados por la directora de El piano, de 1993.
Formalmente, el acento de estos cruces está dado por el uso de diferentes tipos de planos y sus acompañamientos sonoros. Ejemplo de ello son los planos generales que dan cuenta de la vida en el campo, en donde Phil y los demás hombres acarrean al ganado, los cuales se oponen a los primeros planos de las delicadas manos de Peter, quien cuidadosamente elabora un ramillete de flores de papel, o aquellos en los cuales Rose desempeña labores domésticas, como el acomodo de la vajilla, mientras que George se ocupa de la administración del rancho familiar.
La banda sonora, creada por Jonny Greenwood, conocido por formar parte de la agrupación inglesa Radiohead, funciona como ambientación de las diferentes acciones que tienen lugar en dichos encuadres. Ésta se crispa, se acelera y cambia de tono cada vez que se desplegarán los actos violentos de Phil, como cuando azota salvajemente a una yegua dentro del establo, y cambiará de tono y ritmo cuando el espectro de lo femenino o de las figuras queer como Rose y Peter aparezcan a cuadro, y ejecuten acciones relacionadas con el cariño, el cuidado y la piedad.
Fotograma de El poder del perro, dirección de Jane Campion, 2021
Mediante dichas contraposiciones, la directora cuestiona al western en tanto género, pues ellas dan cuenta de la ruptura de los estereotipos llevada a cabo tanto en el registro literario de Savage como en su propia adaptación. Éstas permiten el desarrollo de una historia en donde la cualidad patriarcal y heteronormada del género se desprende de los estereotipos que la condicionan para dar pie a una narrativa fuera de la norma.
Lo anterior se hace evidente cuando las dinámicas de Peter y Phil se condensan para dar paso a una serie de imágenes-afección o, mejor aún, de gestos o potencias de afecto. Y, sobre todo, será en aquellos momentos en donde las dos fuerzas antagonistas del filme, el más recalcitrante machismo y la delicada piedad del joven, conviven de manera pacífica, pero no por ello desinteresada.
La cohabitación de sus cuerpos y afectos vendrá mediada por el desarrollo de actividades que pretenden convertir al Peter en un verdadero vaquero, inscribirlo dentro de la norma patriarcal y falocéntrica según la cual se organiza el esquema social y afectivo del “Salvaje oeste”, así como en el descubrimiento, en los espacios de la intimidad y la proximidad de los cuerpos de que ambos hombres comparten más cosas de las que se imaginan. Sin embargo, lo anterior tendrá un efecto contrario, pues es en esos mismos instantes de la convivencia en donde se revelan, veladamente, los verdaderos intereses de Phil.
Así pues, el vaquero heroico, protagonista por excelencia de las historias del oeste, se convertirá en la obra aquí aludida en un despojo de masculinidad puesta en crisis que se aferra al halo heterosexual que le rodea, constituido por unas chaparreras, un par de espuelas y una actitud violenta y misógina de las que nunca logrará desprenderse. Y, aún más, detrás de lo cual los fantasmas del pasado se esconden en la forma de una veneración casi enfermiza hacia un mentor muerto, pero también de un paquete de revistas de arte que muestran desnudos masculinos parciales. Frente a ello, aquel considerado como el portador de cualidades no deseables dentro de la concatenación ficcional correspondiente al género terminará por convertirse en la figura ejecutante de la venganza, en aquel que restituya la ley de un modo problemático. Y lo hará una vez que descubra que la inmundicia y las actitudes violentas y misóginas de su contraparte no son más que un señuelo que enmascara al deseo homoerótico reprimido de Phil.
De tal manera, el filme de Jane Campion deviene gesto en el sentido del planteamiento agambeniano, y lo hace en un doble sentido. Por un lado, el gesto ético que tiene lugar en la imagen que se convierte en pura potencia de afecto, aquel que nos muestra el existir de los cuerpos más allá de lo que el lenguaje puede nombrar y, por el otro, gesto político de subversión de los cánones heteronormados del género cinematográfico de los vaqueros y las pistolas.
Estudiante del doctorado en Humanidades de la Unidad Xochimilco de la uam, maestra en Estudios de arte por la uia, especialista en Historia del arte por la unam y licenciada en Comunicación social por la uam. Actualmente es editora de La región central, revista de estudios de cine, editada por el Instituto de Investigaciones Estéticas de la unam.