Un poema hecho de escombros: The Waste Land

Héctor Antonio Sánchez
Abril-Mayo de 2022

 

 

El poeta T. S. Eliot en 1942. (Fotografía: Kurt Hutton / Picture Post / Hulton Archive / Getty Images)

 

1922 fue un año singular. Un año de remanso, si se quiere, en que las aguas agitadas de la guerra se habían atemperado, y permitían, desde cierta distancia, revisar en Occidente cuanto había revelado la hecatombe sobre la imagen propia. O un año telúrico. Un año en que el presentimiento de la ruina se alzaba lejos, pero ya visible, en el horizonte de la historia. Lo ocurrido podría siempre volver, con un rostro más fiero, si todo cuanto se creía sólido al abrirse el siglo se desvanecía en el aire, para decirlo con César Vallejo: “como cuando por sobre el hombro nos llama una palmada”.

Fue, en todo caso, una fecha que pareció cifrar la aparición de un peculiar movimiento, pues vieron en ella su día obras tan significativas como Ulysses, de Joyce, Trilce, de Vallejo, y Anabase, de Saint-John Perse. Si confiamos en los números, fue también la fecha en que Rilke habría completado los Sonetos a Orfeo y las Elegías de Duino. Y fue, en fin, el año en que, en Londres, se publicó por primera vez The Waste Land, entre las páginas de The Criterion, editada por el mismo T. S. Eliot. Poco después, la neoyorkina The dial completaría la aparición de un poema saludado casi desde sus inicios por la admiración y el estupor: un poema llamado a ser punto de quiebre para la poesía en lengua inglesa, y aun para la poesía.

La sola mención de esas obras trae a la mente un doble movimiento, de forma y fondo: en la forma, la búsqueda de un lenguaje que pudiera dar cuenta de la aceleración, la convivencia de tiempos; la voluntad de fracturar la línea recta, el orden del discurso, la ilusión de mímesis; en fin, la sed de una lengua absoluta, que pudiera nombrar lo que transcurre en la superficie y en el inframundo, en la razón y en el abismo —revelar una lengua originaria y quizá aún no nacida—. En el fondo: el spleen se ha vuelto angustia ante un mundo que revela su cataclismo. Unos la viven como neurosis; otros, como ansia de reunión con lo sagrado. Movimiento doble, que converge en el imposible salto a la otra orilla.

Esta doble atención —en verdad, una sola, manifiesta en los dos costados de la obra artística— señala la factura del gran poema de Thomas Stearns Eliot. Como El sonido y la furia, La tierra baldía es uno de esos títulos de cuya habitual traducción pudiera discutirse la pertinencia. ¿Qué ha sancionado, entre las posibles interpretaciones de ‘waste’, la ausencia del labrado, el abandono, el vacío y no, por ejemplo, la devastación, el desecho? A veces imagino qué resonancias tendría el poema de Eliot si lo hubiéramos llamado La tierra yerma, o bien, La tierra asolada, e incluso —en franca coincidencia con un libro tan querido para nosotros— El páramo.

No es menos bello el nombre al que nos hemos habituado en español, y conviene preguntarse sobre él: ¿a qué tierra se refiere? ¿Un sitio que es posible ubicar en el planisferio? ¿No será, también, todos los sitios? ¿Un sitio atravesado por el tiempo? Un nombre que refiere, al final, a una “poética de ruinas”, como ha dicho Jorge Osorio Vargas[1].

La discusión sobre el poema de Eliot es amplísima y abarca varias generaciones de lectores. Es frecuente en ella la impresión sobre la cierta dificultad de su lectura; el accidente y aun el golpe con que salta de una voz a otra; el vaho que recubre las citas, las referencias y aun los fantasmas que vienen a manifestarse desde otros sitios hacia este territorio; su intelectualismo y, en último término, la resistencia a una respuesta última en cuanto a su sentido.

Ya se ha señalado la impronta de Jules Laforgue en la constitución de la voz de Eliot, sobre todo en su primera etapa. La figura de Laforgue ha sido relativamente discreta en esa inestable balsa que llamamos el canon de la poesía; sin embargo, su obra fue una presencia tutelar para autores en apariencia tan distantes como Leopoldo Lugones, Ramón López Velarde y el mismo Eliot. José María Valverde, su esmerado traductor, apuntaba hace medio siglo el parentesco entre “L’hiver qui vient” y “La canción de amor de J. Alfred Prufrock”. Señalaba entre ambos la continuidad de una suerte de “monólogos semidramáticos en entrecortado lenguaje coloquial” en los que una voz poética iba deshilvanando caprichosamente instantes, destellos, rincones de su pensamiento: para reconstituir la experiencia del poema, el lector tendría que ensamblar al cabo todas estas imágenes.[2]

Claramente, este recurso habría de reaparecer, extendido en el tiempo y el espacio, multiplicado en una estela de voces y registros, en ese paisaje sinuoso en que se propaga La tierra baldía. Si nuestra lectura aspira a ser justa con un poema concebido como un collage y, antes, como una dispersión de esquirlas, quizá valga la pena detenernos en alguno de sus pliegues, en uno o dos accidentes de su geografía.

El poema abre con uno de los versos seguramente más célebres de la literatura. April is the cruelest month, breeding / lilacs out of the dead land… Hace varios años pasé el invierno en Montreal. Hablar del invierno en las tierras del norte es hablar de una belleza terrible: como la luz, como "el día invisible de puro blanco" del que habla Borges cuando describe “las trémulas tierras que exhalan el verano”, la contemplación de un norte tan extremo es una vivencia tan singular como temible, como si pudiera contemplarse en ella a la misma muerte. Luego llegó abril, como un beneplácito en la luz: la nieve volvía con celeridad al agua, el verde reapareció súbitamente —un verde muy alto, de clorofila no quemada aún por el sol ardiente—. Son versos de muerte y resurrección los de Eliot, pero su anuncio, ¿puede cumplirse? Pronto el poema decanta a su aridez, en que el Hijo del hombre conoce sólo “un montón de imágenes rotas, en que da el sol, y el árbol muerto no da cobijo…”.

Descubrimos que esta primera parte del poema, “El entierro de los muertos”, es una especie de canto pronunciado desde el más allá. Son voces de muertos las que hablan (acaso la obra entera está dicha, en verdad, desde la muerte), y el poeta ha salido a su encuentro por las calles de una ciudad que es Londres —y acaso Roma, y acaso Cartago: la Ciudad—; una urbe que es, también, una visión de un círculo del infierno, en que las almas han sido condenadas a la infertilidad:

 

Bajo la niebla parda de un amanecer de invierno,

una multitud fluía por el Puente de Londres, tantos,

no creí que la muerte hubiera deshecho a tantos […]

Allí vi a uno que conocía y le paré gritando: “¡Stetson!

¡Tú, que estabas conmigo en las naves de Mylae!

Ese cadáver que plantaste el año pasado en tu jardín,

¿ha empezado a retoñar? ¿Florecerá este año?

¿O la escarcha repentina le ha estropeado el lecho?[3]

 

Hoy es casi una mención bárbara el anotar la huella de Dante en The Waste Land: una suerte de guía que ha trazado el camino para Eliot, a la manera de Virgilio para el florentino. Mención tan elemental como ineludible: la comparación con la Divina comedia nos ayuda a entender cuánto separa su época de la nuestra; cuánto la tradición poética llegada del mundo clásico al Renacimiento difiere de las visiones del mundo moderno. No sólo se trata de dos marcas diversas en la progresión del tiempo, sino, más bien, de una zanja que corta en dos las vías de esa progresión. El poema de Dante es extenso porque da cuenta de un mundo vasto y complejo, pero cerrado en las potencias de su materia y en los circuitos de sus ciclos. La eternidad del bien y el mal son sus fronteras;[4] la combinatoria de alegorías, su lenguaje.

En cambio, La tierra baldía es un poema intenso: apenas cuatrocientos treinta y cuatro versos lo componen. Su espacio no está integrado por la vasta geografía del inframundo: su espacio está plagado de zanjas: caídas, precipicios, palabras no dichas, elipses, silencios, analepsis, divagaciones. En la red de puentes posibles —pero frágiles, efímeros— surge el inmenso territorio de este poema construido sobre un acantilado de imágenes. Quiero decir: La tierra baldía cubre un terreno vasto porque está formado por una diáspora: la memoria de una civilización que ha sido arrasada, y sólo alcanza ya a repetir acaso algunas palabras, frases inconexas, polvo de cuanto alguna vez fue su grande lenguaje.

I will show you fear in a handful of dust.

¿Puede restituirse la arquitectura caída a partir del polvo? Eliot lo intenta mediante la invocación de mitos paganos de la fertilidad, ideas venidas del budismo y los Upanishads, y aun prácticas del tarot y la quiromancia. En el centro: la búsqueda del Grial, la fe cristiana. Por aquí y allá: la presencia de Ovidio, Petronio, Milton, Baudelaire y tantos otros; las referencias personales, que hoy se nos oscurecen. Pero todo ello se siente como un clamor desangelado hacia númenes que han perdido sus antiguos poderes frente al empuje del progreso y de la Historia. Dante pudo cantar el poema de la alta arquitectura universal; el de Eliot es un poema hecho de escombros. Escombros: de la primera ciudad, que será también la última, y sólo en apariencia tiene nombre.

A la vuelta del siglo, nosotros, herederos de una modernidad que no podemos representar sino como una carcajada y un estruendo, ¿podemos reconocernos aún entre las ruinas de la ciudad de Eliot? Sin duda podemos: porque la tierra asolada que presagió no ha cesado de expandirse (y de agitarse, cada vez con mayor virulencia), y nuestro tiempo no ha sido capaz aún de encontrar los elementos de construcción que puedan restituir un lenguaje perdido desde siempre.

 


 

[1] Jorge Osorio Vargas, “La Tierra Baldía: memoria y desvanecimiento poético”, Crítica.cl, (may. 2013): acceso el 6 de marzo de 2022, https://critica.cl/literatura/la-tierra-baldia-memoria-y-desvanecimiento-poetico.

[2] Cf. José María Valverde. “Introducción” a las Poesías reunidas 1909-1962 de T. S. Eliot. Madrid, Alianza Editorial, 1999, p. 13.

[3] He tomado la versión de J. M. Valverde. Op. Cit., p. 78-79.

[4] O, como dice Octavio Paz: “El cristiano medieval vivía en un espacio finito y estaba destinado a la eternidad de los bienaventurados o los réprobos; nosotros vivimos en un universo infinito y estamos destinados a desaparecer para siempre”, en La otra voz. Poesía y fin de siglo, Barcelona, Seix Barral, 1990, p. 21.

Ir al inicio

Compartir

Héctor Antonio Sánchez

(Minatitlán, 1982). Estudió Letras Hispánicas en la Universidad Veracruzana y el Bridgewater College de Virginia. En 2003 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés. Ha sido becario del ivec, el Centro Mexicano de Escritores, la Fundación para las Letras Mexicanas y el Fonca.