Entonces habló el trueno.
Cien años de The Waste Land,
de T. S. Eliot

Pablo Molinet
Abril-Mayo de 2022

 

 

El poeta T. S. Eliot dibuja el diagrama de una nueva obra en su oficina del Instituto de Estudios Avanzados, en 1947. (Fotografía: Bettmann / Getty Images)

 

Algunos comienzos en falso. The Waste Land es un monumento; bueno: hay monumentos fallidos —la Línea Maginot—, caducos —la Encyclopaedia Britannica impresa—, discutibles —el monte Rushmore—. TWL es un poema central; sea: la centralidad de un punto cualquiera, sabemos, depende de quién blande el compás y con qué fines. TWL es ineludible; vale: el sat también y nadie festeja su aniversario.

¿Por qué celebrar cien años de la publicación de este poema de T. S. Eliot? La primera respuesta que discurro es: por las mismas razones que leemos y escribimos poesía; porque hoy día como en tiempos de Macuilxotchitzin, transfigurar el lenguaje es transfigurar la realidad.

Vamos despacio.                                                                                   

Salta a la vista que los emojis son cruciales para determinados canales de conversación contemporáneos. Sin ellos, un hola se carga de tintes lóbregos, y un hasta pronto se transforma, sin más, en hasta nunca. Sistema, maquinaria: la transcripción gráfica del lenguaje es, en principio, gélida. Y la maraña de temores, expectativas y sospechas que somos reviste una fragilidad pasmosa.

Sin entonación ni gestualidad, mondas y lirondas, las palabras se vuelven pequeños objetos punzocortantes que causan excoriaciones insospechadas, personalísimas, que la semántica no previene, y que la lógica no cura.

Mensajes instantáneos sin emojis. La resonancia gélida de un conjunto de palabras desnudas en la intimidad desasosegada de quien lee; tal, pienso, sería una posible descripción operativa de una poesía moderna que se insinúa en Prufrock y se inaugura con TWL, y que llegará en inglés hasta, al menos, Sylvia Plath, en español a Blanca Varela o Alejandra Pizarnik, y que creo detectar también en Paul Celan.

Traducido y parafraseado y manipulado, TWL irradia no sólo el magnetismo, a la vez desolador y enigmático, de lo que llamamos, en arte, moderno, sino que además pareciera apelar a una suerte de malestar que no sé si llamar primigenio o persistente desde, digamos, Las flores del mal[1] —sobre ello abundaré más tarde—. Quizá pese en mi lectura Poesía de nuestro tiempo (1960), un tomito clave de J. M. Cohen que, entre otras maravillas, imagina a un muchacho, Tom —sí: Mr. Eliot lo fue— mirando el río Missouri a su paso por el enclave industrial de St. Louis —donde los Eliot tienen parte—, a la vez que uno de los múltiples yoes poéticos de TWL mira otras aguas fluir:

 

Sweet Thames, run softly, till I end my song.

The river bears no empty bottles, sandwich papers,

Silk handkerchiefs, cardboard boxes, cigarette ends

Or other testimony of summer nights. The nymphs are departed.

 

La exhortación al río, cara a la poesía popular en lengua inglesa,[2] aquí se contamina en más de un sentido.

 

A rat crept softly through the vegetation

Dragging its slimy belly on the bank

While I was fishing in the dull canal

On a winter evening round behind the gashouse

 

Hay solo dos adjetivos en estos versos y uno de ellos irradia náusea: slimy. En lugar de las ninfas, la barriga viscosa[3] de la rata.  

 

I will show you fear in a handful of dust.

 

Tom, ahíto de poesía materna y religiosidad paterna, se libera de una infancia enfermiza y aislada para encarnar una adolescencia solitaria de largo, incómodo torso y sensibilidad exacerbada, sujeta a un horror[4] que no puede explicar —menos aún conjurar—. Su angustia se desplaza al borde mismo de una inarticulabilidad a la que solo puede aludirse mediante la amalgama verbal de planos de percepción y enunciación que se adivinan conectados aunque no sea posible argumentar por qué sino, apenas, escribir cómo. (¿Es posible leer a Eliot sin que comparezca una y otra vez la figura, la angustia, la prosa de Virginia Woolf? ¿Es posible leer TWL sin que acuda a la memoria “Kew Gardens”? ¿Habría sido posible escribir ese poema sin leer previamente ese cuento?).

¿De qué necesidad personalísima y solamente en esa medida colectiva, surge una quimera formal como La tierra baldía?

La obra de Eliot, su vida, trazan la historia de una desesperación resoluble solo en términos que el propio poeta resumió célebremente: anglicano en religión, monárquico en política, neoclásico en poesía. Además, defendió una posición, la de la autonomía de la literatura, que cíclicamente —hoy día, por ejemplo— cae bajo asedio. Su figura es y será tan permanentemente incómoda como lo fue para sus coetáneos —y, sobre todo, para sí mismo—; fue, Eliot, es, una suerte de paradoja o de acertijo sin solución. —¿Qué vida no lo es?—.  

A pesar de que, vía Andrew Lloyd Weber, Cats, la popular adaptación de su Old Possum’s Book of Practical Cats pertenece al repertorio clásico de Broadway, y de que ello de alguna manera lo reconcilia en secreto con la gente, y a pesar de que la paulatina salida a la luz de su correspondencia contribuye a matizar —entender— buena parte de su vida,[5] Mr. Eliot fue, como buena parte del gremio de entonces y de ahora, un obseso del prestigio, selectivo, calculador, tan fresco y espontáneo como un queso Stilton de tres años; también, y sobre todo, un Boston Brahmin neurótico, lleno de manías y reconcomios. Overdressed, overmannered, inteligentísimo, se asfixiaba en su país —como su desdeñado Poe— y necesitaba, en, desde alguna fosa abisal de su sangre, volver no a Europa, no a Londres: a Burnt Norton.

Era, al menos en los años de TWL, un tipo insoportable porque la vida, la vida misma, la suya, le era insoportable. —¿Qué vida no lo es?—. 

 Adicciones, hazañas, crímenes, religiones, terapia, militancias, parecieran demostrar que nadie soporta el peso absoluto de su propia vida. Un malestar unánime atraviesa las generaciones, las clases, las ciudades, las aldeas, los monasterios, los cuarteles. Un malestar, digo, inarticulado como una arcada. No tiene remedio social porque es individual; no tiene remedio individual porque es colectivo. No justifica nada y a la vez lo explica todo.

Lo leo en Kafka, en Pessoa, en Lispector; lo leo por supuesto en “lleno de mí, sitiado en mi epidermis”, y en dos poemas de Eliot, el Prufrock y TWL. No sé qué es, de dónde viene, pero me parece que estos textos tejen una red que consiguen fijar momentáneamente el fluir de su huidizo y diabólico shapeshifting —no es vana o caprichosa la comparecencia de Ovidio en TWL: nada lo es—.

Si alguien, en esta vasta invocación de libros y tiempos —como las de Joyce[6] o Borges—, y en este despliegue titánico de energía verbal para ¿mostrar, aludir? el rechinar de dientes de nuestra especie, quiere ver un monumento, una centralidad o una ineludibilidad; o bien si alguien quiere servirse de este texto para empotrarle una tesis filosófica, política o religiosa, no seré yo quien censure o haga escarnio. La cosa es simple: es un poema. Un aparatito perplejo y reticente hecho de sonidos y tipografía que cabe en el teléfono y que cuesta mucho echar a andar. Por un aparatito de esos algunas gentes nos quemamos las pestañas y ya está: las hormigas, que todos sus enormes días cruzan cordilleras y continentes; las hormigas que cargan dragones muertos y boababs tienen misiones más importantes que las nuestras.

Añado: me conmueve que Eliot, ese erudito atiborrado de latines y sofisticaciones y suspicacias, acaba siendo en TWL un lector leal de John Bunyan, y también de Louise May Alcott: su poema de la desesperación debe contener esperanza y edificación:

 

Datta. Dayadhvam. Damyata.

Shantih      shantih       shantih

 

Me conmueve y maravilla por al menos tres razones. La primera es el profundo afecto que le he guardado por décadas a Eliot. La segunda es técnica: cuando se logran, esas tensiones entre antípodas confieren gran robustez a un texto. La tercera es, creo, ética: afirmar el bien, lo que uno en su conciencia, a contracorriente y en soledad, siente íntima e indubitablemente que es el bien (cfr. The Magi, Ash Wedensday), es un acto de valor digno de Jo March.

Esta consideración me conduce a un hecho que pienso clave para acceder a textos como este y es su paradoja: representan vuelcos sin retorno en la composición y en la concepción de la poesía en un tiempo y lugar dados, interpelan intensamente a su Zeitgeist, y a la vez parecieran no dirigirse a él pues no le hacen el caldo gordo ni lo adulan ni le confirman sus certezas.

El texto cumple cien años. El choque de registros, la fusión de voces y de tiempos, el multilingüismo, la fragmentariedad, es tan moneda común hoy día como la parafernalia del soneto a un siglo de Boscán. Y no obstante su poder primigenio sigue intacto.

“Mixing”, el segundo de los cinco participles en la estrofa inaugural de TWL, es un verbo clave para la estrofa, para la sección completa y, arriesgo, para un poema que, célebremente, mezcla. “Mixing”, asienta, y a continuación encabalga: “memory and desire”; “abril” mezcla fantasmas con espectros, agita raíces adormecidas con lluvia, cría lilas en la tierra muerta. La crueldad atribuida a este proceso no es tan sorprendente o innovadora vista desde la perspectiva del señor Xipe Totec. (—Divagación estrambótica. No ha lugar. —Si la literatura no es irrestricta libertad asociativa, ¿qué es o qué puede ser? —¿Quién le dio permiso de aludir tan inopinada y súbitamente a la cultura náhuatl en un comentario acerca de un poema inglés? —Bueno: Henry Moore. Y Thomas Stearns Eliot.[7])

“Mixing / memory and desire”: voces de la calle, el leitmotiv desolador del abuso sexual, lenguas, geografías, adivinación, textos sagrados y profanos, tradiciones, el pasado remoto y el presente irreal; también registros que van de los dinámicos encabalgamientos imaginistas de esos primeros versos a la enunciación teatral de diálogos a los hexámetros cultos a ciertas resonancias, entrañables, de poesía popular. Aunque ponemos una atención quizá desmedida en la inevitable similitud de sus sistemas de metáforas, es útil observar que el corte más drástico entre este texto de 1922 y Prufrock, de 1915, sea su deliberadísima y lodosa voluntad de impureza,[8] que Eliot abandonará cuando acceda a un territorio anímico más sereno y —lo mismo en sentido religioso que formal—confiado; territorio que se revela a plenitud con The Four Quartets (1941).

Make it New. Sorprendente, innovadora; relativicé ambos adjetivos un párrafo atrás por dos razones. La primera es que, en efecto, la ruptura de una convención retórica centenaria puede conducir al hallazgo de una realidad sensible más profunda pero anterior en el tiempo.[9] La segunda razón es que desconfío de esos calificativos porque, como redactor publicitario, no me gusta reconocer mi herramental fuera de lugar. “To modernize is not to make a brand-new thing; it’s to bring an old thing up to date”.[10] La innovación, en poesía, será un subproducto vistoso de la revitalización, y ésta última sólo puede provenir, irremediablemente, de la tradición. A su vez, los textos poéticos que encaran la tradición en estos términos suelen revestir un cariz intimidatorio: las Soledades, el Sueño, TWL, Omeros, ni lo pienses, parecen advertir, no tienes con qué.

En la medida en la que leer y escribir poesía son prácticas, o sea actos repetidos en un contexto de normas y rupturas dado, me gustaría abordar esta cuestión primero con un asunto de taller: leer poemas traducidos es como observar coreografías sin audio. La experiencia es sin duda interesante y aleccionadora —más aún, forzosa; no hablo tu’un savi, rumano, urdu— pero quizá su principal limitación sea la de poner una atención desmedida a la escenografía, la iluminación, el vestuario. Por hacer caso de las categorías un tanto restrictivas del tío Ezra: escasa melopea, poca logopea, exceso de fanopea. Acercarse a TWL en traducción, y con un herramental lingüístico rudimentario, como me sucedió en la adolescencia, redujo una y otra vez mi lectura a una sucesión deshilvanada de imágenes ominosas, como si un gringo desconocido me estuviera confiando una serie de pesadillas muy íntimas y perturbadoras y personales.[11] Esto me condujo a pensar, ay, que T. S. Eliot era una especie de David Lynch; que el texto llamado en mi lengua La tierra baldía[12] debía sus poderes a la imaginación visual, y que en esa medida su oscuridad era un “recurso”.

Y no. Seamus Heaney[13] discurre con precisión al respecto de lo que llama, bellamente, “la frecuencia de murciélago” de Eliot, y otras aproximaciones[14] hacen similar énfasis en TWL como una masa sonora cargada de sugerencias de índole eminentemente musical —luego, indescifrable—. La oscuridad del poema no es resultado entonces de una encriptación; reviste una coherencia que se presiente desde la primera lectura, y debe corroborarse en el sonido, en la respiración que se contrae o se distiende, la recurrencia de tonos, motivos y atmósferas; si un poema moderno entre todos e inter pares es partitura, es TWL, y tiene mucho más que ver con Stravinski que con Debussy —Paz nota la consistencia épica del texto—.

Lo que llamamos, un tanto inercialmente, “el tono conversacional de Eliot” encierra una trampa pues no radica tan solo en un cambio de registro que finja o mimetice una conversación[15] sino —y aquí parafraseo a Heaney—, en un juego de modulaciones que solo se percibe, por así decirlo, con el rabillo del oído, de manera subconsciente.[16] No podemos olvidarnos aquí del dramaturgo Eliot: quizá la reciente lectura que hizo Jeremy Irons constituya una mejor guía para apreciar TWL que tal o cual texto crítico.

Otro obstáculo radica en lo que algunas mentes llamarán hermenéutica y la mía, fatalmente campirana, juzga pareidolia.[17] Quien quiera corroborar, certificar la interpretación canónica de que este poema expresa la waste land de la modernidad tras Ypres, el gas mostaza, las trincheras, con toda seguridad lo conseguirá, como también lo hará quien se decante por hallar un documento de salud mental quebrantada; los marxistas pueden exhibirlo como prueba del vacío y la corrosión capitalista, los cristianos como lamento por la ausencia de Dios.

A mí me parece, por un lado, que los poemas no tienen que significar otra cosa que ellos mismos en lo que, en sí mismos, declaran. Verbigracia, “Los árboles que poblarán el Ártico”, de Antonio Deltoro, no es un texto que trata sobre el calentamiento global, es, en sí y por sí y desde sí, una expresión del calentamiento global. ¿O qué subtítulos le ponemos a Marosa Di Giorgio o qué significa En la masmédula?

Por otro lado, pienso que si Eliot se hubiera propuesto cualquiera de las pareidolias que ciertos comentarios proponen, sencillamente las habría escrito, esas, no TWL, ese texto ambiguo, plástico y ominoso como, justamente, una nube de tormenta cargada de electricidad, que no desata un aguacero sino que se transforma, transcurre, fluctúa entre su propio interior sombrío y un vago contorno luminoso; una de esas nubes que atrapan la atención por su complejidad y volumen y que sí, por supuesto, puede semejar una fragata soviética, Ludovico Sforza, el contorno de Eritrea.

Con ello no pretendo negar que la práctica de la poesía carezca de compromiso con el sentido, decretar que un poema es la Sibila transida en un Starbucks, y a otra cosa; un texto sin sentido niega el lenguaje, y un poeta que niega el lenguaje es tan deshonesto como un abogado que niega la justicia. No pretendo tampoco devaluar la indispensable elucidación filológica de este poema que a Eliot mismo le importaba tanto como para injertarle un indisociable corpus de notas. ¿Qué haríamos sin las ediciones anotadas, comentadas y prosificadas de textos como el Sueño o las Soledades?

Tan solo pretendo poner el acento donde va. Es aconsejable abordar un poema con los oídos, con el ojo clarividente de la imaginación, poniendo a disponibilidad del texto la totalidad del sofisticado sistema sensible de nuestra especie —tal y como hizo quien lo escribió—, y eso solamente se consigue cuando se prescinde de asideros explicativos externos.

La poesía es el lugar donde el lenguaje se trasciende a sí mismo pues —por medios indirectos— consigue atravesar su limitación fundante: a saber, que sólo puede decir lo que puede decirse —que es poquísimo respecto a la vida interior de Sapiens—. En la poesía el lenguaje deja de ser, por versos, por estrofas, por instantes, una app cerebral que ejecuta comandos en el tiempo y el espacio o un motor de descripciones o de inducción de pasiones y deseos políticos o comerciales para transformarse en una manifestación del ser que contiene y experimenta eso indescriptible, inarticulado, inconfundible; la vida. 

Transfigurar la realidad —aventuré al principio— puesto que, al trascender la limitación del lenguaje, clave de nuestra percepción del mundo, ésta, ineludiblemente, se transforma, y el mundo es otro: más hondo, más nítido y pujante. Simultáneamente el malestar se transforma, no en lo opuesto, pues el arte no es un analgésico, sino en algo más significativo y profundo que el mero bienestar: la manifestación de un estado de conciencia en el que dolor y belleza, impermanencia y eternidad son dos tonos sucesivos de una misma melodía.

 


[1] Cita de particular visibilidad en el poema.

[2]  Cfr. “Run Softly, Blue River”, en versión de Johnny Cash and Songs of Our Soil. Creo encontrar similar dulzura pastoril en nuestro Siglo de Oro.

[3] En segunda acepción: “vile, offensive.” Hasta donde la rastreo, la presencia de ratas en la poesía de Eliot opera como un marcador de espanto.

[4] “The horror, the horror” (Heart of Darkness) era un epígrafe del poema. Good ol’ Ezra lo tachó.

[5] Por ejemplo, lo creía tan hispanófobo como Pound. Procuró la aparición de las primeras versiones de TWL en México (Enrique Munguía) y España (Ángel Flores), y la primera versión inglesa de las Soledades. Margarita Garbisu: “T. S. Eliot y la cultura española: entre la Tierra baldía y las Soledades de Góngora”, Bulletin of Hispanic Studies, 2017.

[6] Sabido es el hecho, pero me gusta este apunte del diario de Virginia Woolf: “He admires Mr Joyce immensely.” 

[7] “Tu, duca…”

[8] Curioso pensar que El cementerio marino (1920) viajara en la dirección exactamente opuesta; fenómenos emparentados observaremos en la pintura o en la música del periodo.

[9] La cuestión de la profundidad mediante la ruptura corresponde al núcleo duro de la doctrina Pound-Eliot. La del periodo histórico se alinea con la dimensión mítica, primordial, primaveral de TWL

[10] Louis Menard: “Practical Cat. How T. S. Eliot became T. S. Eliot”. The New Yorker, 11 de diciembre de 2011.

[11] Y como si el célebre “A Dedication to my Wife” se dirigiera a cualquiera que lo leyese: “These are private words addressed to you in public.”

[12] Discutamos otras setecientas veces si waste es baldía o yerma. No me parece ocioso.

[13] “Aprendiendo de Eliot”, versión de Juan Malpartida. Letras Libres, junio de 2003.

[14] Vgr. Lesley Wheeler: “Undead Eliot: How ‘The Waste Land’ Sounds Now”. Poetry, septiembre de 2014.

[15] Ese giro es cronológicamente anterior: vid. “The Death of the Hired Man” (ca. 1906), de Robert Frost.

[16] Subconsciente es un término fundamental para entender el arte moderno.

[17] “Approving critics said that I had expressed ‘the disillusionment of a generation,’ which is nonsense. I may have expressed for them their own illusion of being disillusioned, but that did not form part of my intention.” En Pericles Lewis: Cambridge Introduction to Modernism, 2007.   

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Pablo Molinet

Es autor dePoemas del jardín y del baldío (Alforja, 2002). Premio Nacional de Poesía Ramón López Velarde 1998. Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas de 2004 a 2006. Ha publicado en revistas como La Nave, La Otra, Pliego16 y Tierra Adentro.