César Vallejo, las culpas del incendio

Eduardo Sabugal
Abril-Mayo de 2022

 

 

Fotografía: Especial

 

Los artistas deben ser estos redentores
que se pongan a predicar en el desierto;
deben ser los descubridores que, al negar,
enseñen al hombre las virtudes de la afirmación.

José Revueltas

En 1922, en Lima, tras tres años de gestación, vio la luz Trilce, en su edición príncipe, el poemario de César Abraham Vallejo Mendoza, que tras Los heraldos negros de 1918, constituye el libro que le confiere una voz única, extrañamente propia y extraordinariamente novedosa pese a que surge en medio de los torbellinos vanguardistas, y que nació al decir del propio Vallejo en carta a Antenor Orrego: “en el mayor vacío”[1]. Un libro que surge entre cenizas, con la culpabilidad universal de todo lo quemado, como si esa voz que se mueve entre las ruinas de una gramática maltratada fuera capaz de redimir el dolor del primer incendio.

Hubo alguna vez un comienzo, parecen traslucir los setenta y siete poemas, un origen, un niño o un pueblo remoto incendiado con sus “ricas hostias de tiempo”, una casa, una infancia perdida. Pero no es sólo la nostalgia la que hace bombear, como una bomba de agua, aquellas imágenes incendiarias, aquella primera expulsión, sino la ferviente necesidad de redención, de expiación, que transcurre en la escritura misma, en ese presente imposible que instaura la escritura, en esa presencia imposible del poema. Aquí y ahora, aquí en la Cárcel de Trujillo, o aquí en este “azular y planchar todos los caos”, que una lavandera recordada o imaginada, realiza ante los ojos iluminados del poeta. Ese aquí y ahora de la escritura, es un intento por lavar la culpa, asumir injustamente la responsabilidad del primer incendio.  

Pero ese incendio, del que Vallejo se hace responsable, aunque puede entenderse como una metáfora de la expulsión platónica de los poetas, hallada en el libro X de La República, no sólo tiene una consistencia metafísica o abstracta, se trata de un incendio histórico, está hecho de materia, de acontecimientos. No hay que olvidar, como señalan Susana Santos y Gabriela Cedro, que la América del Pacífico considerada absurdamente conservadora en contraposición a la supuesta liberal del Atlántico, será justamente la tierra extramuros en la que se posibilita un locus político. Perú no sólo es el lugar donde se gesta Trilce, sino también donde nace y opera la vanguardia más programática que cobijó la revista Amauta, nodo maestro que le devuelve la ciudad a los poetas sin renunciar a la filosofía y a la política, pues “nunca será la mera propaganda de los artefactos consagrados por lo nuevo, sino la exaltación del arte vinculado a la política, sea esta vinculación expresa o velada, lo que ocupará el centro de una escena que, justamente, será tan política como cultural”.[2]

Es decir, la escritura como expiación no aparece en Vallejo como algo meramente espiritual, a la manera de Tolstoi, cuyas ideas morales y prácticas ascéticas, habían decaído rápidamente según el propio Vallejo cuando él visitó Rusia, después de la Revolución. Ni tampoco como un mecanismo de defensa en la conciencia del buen burgués, del buen intelectual arrepentido. Mario Benedetti, por eso, en El escritor latinoamericano y la revolución posible, recuerda que en 1930, ocho años después de publicar Trilce, el poeta peruano refutaba la postura surrealista:

 

Breton se equivoca. Si, en verdad, ha leído y se ha suscrito al marxismo, no me explico cómo olvida que, dentro de esta doctrina, el papel de los escritores no está en suscitar crisis morales e intelectuales más o menos graves o generales, es decir, en hacer la revolución “por arriba”, sino, al contrario, en hacerla “por abajo”. Breton olvida que no hay más que una sola revolución: la proletaria, y que esta revolución la harán los obreros con la acción y no los intelectuales con sus “crisis de conciencia”.[3]

 

La escritura como expiación proviene de un dolor real, de los pueblos indígenas dominados y explotados, del dolor físico de los empobrecidos, los abandonados. José Carlos Mariátegui, el otro gran peruano universal, identificaba cierta entonación mesiánica en Vallejo, y procuraba leer su poesía como un complejo fenómeno espiritual, purgado de colonialismo intelectual y estético. Ve en él al “poeta de una estirpe, de una raza”[4], y también, por primera vez en América Latina, un sentimiento indígena virginalmente expresado, sin caer en el ofensivo folclor, sino más bien como expiación profunda de un dolor padecido durante al menos tres siglos. Y ese intento por materializar en su escritura no sólo el dolor y la posible redención de una culpa compartida con todos los hombres y mujeres se da tanto en lo colectivo, en lo coyuntural, como en lo más individual, la cervical. Quizá por eso escribe en el poema XII: “Incertidumbre. Tramonto. Cervical coyuntura”. Vallejo no es un escritor profesional que elige intelectualmente sus vocablos, Vallejo se hace él mismo escritura: “no se hunde en la tradición, no se interna en la historia, para extraer de su oscuro substractum perdidas emociones. Su poesía y su lenguaje emanan de su carne y su ánima. Su mensaje está en él”.[5]

Y si en ese hacerse responsable por el dolor incendiario de él y de todos, Vallejo desemboca en cierto pesimismo en su obra, no debe entenderse, como dice Mariátegui, como un pesimismo romántico o conceptual, intelectualizado como en la filosofía europea, sino como un sentimiento, semejante al que experimentan los pueblos indios, “es el pesimismo de un ánima que sufre y expía ‘la pena de los hombres’” más próximo al “pesimismo cristiano y místico de los eslavos”.[6] Esa especie de piedad humana mesiánica o mística que consume a Vallejo, también la supo ver y admirar José Revueltas, que en un texto escrito en agosto de 1939, titulado Arte y cristianismo: César Vallejo, dice: “todas las manifestaciones de los artistas, sea cual fuere su profesión de fe, son una condenación, son un grito, son un clamor de protesta contra la vida en la forma en que está organizada”.[7]

Si lo espiritual era un bien poético, Vallejo, según Revueltas, lo expropió y lo reencausó: “Así como el proletariado toma de la propia sociedad a quien combate las armas para luchar contra ella, el artista recurre a los mismos procedimientos y toma de la sociedad contra quien se vuelve, las mismas armas espirituales”.[8] La sensación de ser un inválido, un expulsado de la ciudad, o de estar andando para no poder llegar a lugar alguno, crucificándose en vocablos que redimirán lo humano, es la forma que encuentra Vallejo de expiar la culpa incendiaria, herencia sustancial de Eróstrato, vocación solitaria, emparentada con el acto mismo de escribir, pero también la de perseverar en lo espiritual sin renunciar a la revolución:

 

Y sólo yo me voy quedando,

con la diestra que hace por ambas manos,

en alto, en busca de terciario brazo

que ha de pupilar, entre mi donde y mi cuando,

esta mayoría inválida de hombre.[9]

 

Así cerraba el poema XVIII de Trilce, con las manos de un profeta que escribe “Fósforo y fósforo en la oscuridad”, un ciego que logra ver como Tiresias, más allá de lo que el tacto consigue percibir. Si hubo un incendio del cual hacerse cargo, también hay una luz que flamea y alumbra la liberación. Después del fuego, otro fuego. Profética y estremecedoramente, José María Arguedas, escribe:

 

Quizá conmigo empieza a cerrarse un ciclo y a abrirse otro en el Perú y lo que él representa: se cierra en el de la calandria consoladora, del azote, del arrieraje, del odio impotente, de los fúnebres ‘alzamientos’ del temor a Dios y del predominio de ese Dios y sus protegidos, sus fabricantes; se abre el de luz y de la fuerza liberadora invencible del hombre de Vietnam, el de la calandria de fuego, el del dios liberador. Aquel que se reintegra. Vallejo era el principio y el fin.[10]

 


[1] José Carlos Mariátegui, 7 ensayos de interpretación de la realidad peruana, Lima: Orbis Ventures S.A.C., 2005, p. 283.

[2] Susana Santos y García Cedro, Gabriela, Arte, revolución y decadencia: revistas vanguardistas en América Latina: 1924-1931, Buenos Aires: Facultad de Filosofía y Letras, uba, 2009, pp. 15 y 16.

[3] Mario Benedetti, El escritor latinoamericano y la revolución posible, Buenos Aires: Alfa, 1974, p. 11.

[4] José Carlos Mariategui, op. cit., p. 276.

[5] Ibid., p. 278.

[6] Ibid., p. 280.

[7] José Revueltas, “Arte y cristianismo: César Vallejo”, en Obra reunida, tomo 6, México: Era/Conaculta, 2014, p. 535.

[8] Id.

[9] César Vallejo, Poesías completas, Madrid: Visor Libros, 2017, pp. 290 y 291.

[10] José María Arguedas, El zorro de arriba y el zorro de abajo, Caracas: Fundación Editorial El perro y la rana, 2006, p. 274.

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Eduardo Sabugal

Escritor, guionista y académico mexicano. Licenciado en Humanidades con especialidad en Filosofía y Maestro en Lengua y Literatura Hispanoamericana por la Universidad de las Américas Puebla udlap. Ha sido ganador dos veces de la beca del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes Puebla foecap, en el área de literatura (2003 y 2009), y de la beca del Programa de Estímulo a la Creación y al Desarrollo Artístico pecda, para creadores mayores de treinta años en el área de literatura.