Leopardos en el templo o la ceremonia interminable III
Extraño sueño

Marina Porcelli
Febrero-marzo de 2022

 

 

Sleeping Girl (1620-1622), Domenico Fetti, Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría. (Imagen: Fine Art Images / Heritage Images / Getty Images)


Predecir la hora y el día de su muerte, dice Buzzati, en Algunas indicaciones útiles para dos caballeros, alcanza para envenenarle la vida a cualquiera. Claro que toda premonición supone la idea de que el futuro está determinado, que nada se puede hacer para que el destino no se cumpla fatalmente. La misma idea de fatalidad encierra en sí la factura trágica. Quizá entonces sea mejor hablar de grados. De ciertas interpretaciones, de ciertas percepciones de lo real, de grados. En el siempre tan hermosamente aludido libro de Dunne, Experimento con el tiempo —citado por Borges, citado por Graham Greene— se dice que los sueños no solo contienen un tramo de nuestro pasado sino también de nuestro futuro. Es ahí, concluye Dunne, donde se recuerdan experiencias premonitorias.

Desde el origen, los sueños se enlazan a vaticinios y profecías. Visiones, empresas, anuncios del futuro, pienso también en el descenso al mundo de los muertos y en las sentencias que escucha Eneas, o en el personaje ciego de Tiresias, y más acá, en autores como Thomas Mann o Graham Greene. El mismo Greene escribe, en Un mundo propio, su diario de sueños, que lo que más le sorprende es la naturaleza admonitoria. De hecho, una vez soñó una catástrofe aérea antes de recibir la noticia de la muerte de un amigo en un accidente de avión en Córcega. Los números ganadores de la lotería, la presencia de ciertos objetos o de ciertos animales, que traen buena o mala suerte, toda esta asignación simbólica se apoya en un futuro predecible, ya instalado. Extraño sueño es el título de la novela de Schnitzler, en la que cosas raras suceden de noche, y quizá calce para identificar lo que quiero decir en este ensayo: que hay profecías verdaderamente inquietantes.

Soñar con inflamaciones de lengua, de pulmón o de hígado —los ejemplos son del tratado fisiológico bellísimo de J.A. Hadfield, Dreams & Nightmares, Londres, 1955— y que se diagnostique cáncer de lengua, de pulmón o de hígado meses después. Que un hombre de negocios, “muy seguro de sí”, sueñe que fracasa, puede desorientarlo. Pero más tarde, al fracasar, el sueño resurge como un vaticinio, como una percepción sobre lo real más honda que la cotidiana, no del todo consciente y que continúa activa mientras dormimos. En lo que quiero reparar es en esa capacidad cognitiva que se ensancha, en que el acto de soñar, así entendido, vale tanto como el de percibir, o percibir de una manera más profunda que en nuestra vida despierta. En el ensayo sobre sueños y telepatía, de 1922, Freud arranca con un chiste. Deja muy en claro, en el renglón del comienzo, que los dos fenómenos no tienen, francamente, nada que ver. Que jamás tuvo un sueño telepático y que jamás observó un sueño telepático en ninguno de sus pacientes. La teoría de Freud, ya sabemos, liga el sueño a la realización de deseos y, en todo caso, los sueños que vaticinan no hablan del porvenir sino, de algún modo, de ese porvenir que deseamos, como profecía auto cumplida, por más inquietante o siniestra que sea.

Hasta Hadfield afirma que los sueños nunca son puramente memoria, que no puede entendérselos como reproducciones mecánicas del pasado, que el sueño implica siempre modificación, cambio, elaboración y, agrego ahora, proyecto. Algo opera para que soñemos ciertas cosas y no otras. Cuando dormimos, la parte superior del cerebro —la zona cortical— es la primera que se pausa, y toda la activad psíquica se origina entonces en las zonas inferiores —las talámicas— que son, primordialmente, las zonas de los sentimientos y de las inquietudes.

 

Ondas cerebrales desde el más allá

Dentro de los pesos pesados de teoría y compendio sobre el mundo onírico, este libro de Hadfield se ancla en la línea biológica y en la dimensión cognitiva de los sueños. Escrito con un rigor y una honestidad que asombran, un dato muy a favor de que el origen de los sueños es fisiológico es aquel que marca que pueden ser “producidos experimentalmente”, si alguien “estimula un área del cerebro con un electrodo”. Por eso, sigue Hadfield, “si hemos tenido alguna experiencia en el pasado, como la de temor o ira, se conservaron intactas las impresiones en esas células que retienen la emoción guardada (…) y serán las más apropiadas para que la toxina haga efecto y dé lugar a que se forma un sueño o una alucinación”. Para Hadfield, la función de los sueños consiste, en tanto reproducción de experiencias no resueltas en la vida despierta, en revivir dichas experiencias y proponer un enfoque o una solución al problema. En este sentido, el sueño aparece como evidencia.

En cuanto a los sueños telepáticos, dice Hadfield, los hay de tres tipos: los que parecen telepáticos, pero no lo son; los propiamente telepáticos, aunque todavía no sepamos cómo realmente se genera la telepatía, y los sueños definidos como extraños, cierto, pero que, de ninguna manera, pueden explicarse por la telepatía. La clasificación resulta un tanto absurda, me doy cuenta, pero setenta años después de la primera edición de este tratado, es sorprendente el rigor del laboratorio a la hora de analizar estas cuestiones. Que Hadfield refute lo telepático significa que alguna vez lo creyó posible.

Y veamos. El primer grupo incluye el sueño de un hombre al que se le incendia la casa y despierta bruscamente. Revisa, no encuentra nada extraño, vuelve a dormirse. Sueña de nuevo y se despierta de nuevo. Le llama la atención la insistencia, la repetición. Esta vez sí, al bajar las escaleras del sótano, encuentra una fuga de gas, justo a tiempo para evitar el desastre: premonición o presentimiento de lo que ocurrirá, como un razonamiento lógico, como una inferencia. El subconsciente capaz de percibir cosas que la conciencia no percibe. A veces la telepatía no es telepatía, dice Hadfield, es nomás agudeza de oído.

El segundo grupo se complejiza. Un paciente de Hadfield no se presentó a terapia esa mañana porque (declaró) había soñado con la muerte de su hermano, en Francia. Poco después, se constata que efectivamente el hermano había muerto en Francia y a esa hora de la mañana. Si existe la telepatía, razona Hadfield, debe transmitirse por ondas cerebrales. Lo cual nos lleva a pensar en qué distancia son capaces de alcanzar dichas ondas, y en cómo es que llegan desde el más allá, las que nos comunican los muertos. Tan desconcertante como el ejemplo anterior es el conjunto de sueños del tercer grupo, en el que, extrañamente, alguien sueña que una persona va a morir. La muerte sucede, por supuesto, pero muchos años después. Ocurre incluso cuando el sueño ya había sido olvidado; entonces reaparece con toda su fuerza: ciertos detalles coinciden asombrosamente, son exactos. Otra vez, se abre la pregunta sobre el futuro determinado, sobre la percepción de lo real, y sobre cómo estos mensajes nos llegan desde el más allá.

Esperanzado, Hadfield cierra el capítulo diciendo que alguna vez sabremos por qué pasan estas cosas.

 

“Soñar participa de la Historia”, dice Benjamin, o “El sueño no es un refugio sino un arma”, dice Westphalen, o “In dreams begin responsabilities”, dice Delmore Schwartz.

Entonces los sueños nos dicen algo —vienen a decirnos algo— sobre nosotros mismos: premoniciones, futuros proyectados —futuro temido, futuro deseado—, sobre lo que queremos para nuestra vida individual y colectiva. Vale decir, hay también una dimensión política en los sueños, el proyecto que se estira y abarca a los demás. En El mundo bajo los párpados, Jacobo Siruela habla de cómo en ciertos momentos históricos de crisis, los psiquiatras registran sueños muy parecidos en distintas personas —como si distintas personas empezaran a soñar lo mismo—, y cita a Walter Benjamin. Hadfield habla del hombre pisoteado por las circunstancias que se sueña defendiendo sus derechos y saliendo victorioso, y con esto me acordé de golpe de la cita de Westphalen, del poeta peruano —”el sueño no es un refugio sino un arma”, y cierra con “la libertad del hombre, es decir, el sueño acuñado en la realidad, la poesía hablando por la boca de todos y realizándose, concreta y palpable, en los actos de todos”—; y del relato abrumador sobre el chico que, en el cine, ve su propia historia familiar, en In dreams begin responsabilities, y aunque grita, no puede impedir nada.

La contrapartida de la premonición es el olvido. Se dice que entre las funciones del sueño está la de ser guardián del reposo, que sucede para que podamos descansar sin ser perturbados, para protegernos del entorno y ayudar al cuerpo a que se recupere. Cuando olvidamos los sueños —lo que ocurre la mayoría de las veces— su función se ha completado adecuadamente. Pero me pregunto también si no será que en realidad todas las noches soñamos con nuestro futuro, y sólo estamos condenados a no saberlo la mañana siguiente.

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Marina Porcelli

(Buenos Aires, 1978). Es editora. Ha colaborado en el suplemento Laberinto, del periódico Milenio. Su primer libro de cuentos, De la noche rota, fue publicado por la Universidad de La Plata en 2009. En 2014 recibió el Premio Latinoamericano de Cuento Edmundo Valadés.