JFK, Oliver Stone y la historia como thriller político

Moisés Elias Fuentes
Noviembre-diciembre de 2021

 

 

El presidente John F. Kennedy en su limusina en Dallas, Texas, en Main Street, minutos antes de su asesinato. También en la limusina presidencial aparecen Jackie Kennedy, el gobernador de Texas, John Connally, y su esposa, Nellie. Fotografía: Walt Cisco / Dallas Morning News / Wikimedia Commons

 

Dirigida por Oliver Stone en 1991, a treinta años del ascenso de John Fitzgerald Kennedy a la presidencia de Estados Unidos, desde su estreno, el 20 de diciembre de aquel mismo año, JFK se erigió en uno de los mayores thrillers políticos en la historia del cine estadounidense; filme que, tomando como base la hipótesis de que el asesinato del presidente Kennedy se produjo por una conspiración de la élite industrial, militar y financiera, se develó como un portentoso retrato de la corrupción en la que se enredó la clase política estadounidense durante la década de 1960, después de la impostura de superioridad moral que se arrogó en la de 1950, con un país pagado de sí mismo, empecinado en negar las grietas que, aún hoy, escinden e incomunican a la sociedad, tanto en su conjunto como en sus estratos.

Cineasta interesado en la revisión crítica de la historia estadounidense en la segunda mitad del siglo XX, es en ese terreno que Oliver Stone ha conocido sus momentos más altos, lo que corroboran títulos como Salvador, Pelotón, The Doors o Nixon. Auténtico baby boomer, nacido en Nueva York en 1946, Stone ha atestiguado, y a veces protagonizado, el apogeo económico y político de su país, al igual que su larga y dolorosa decadencia, lo que también ha plasmado con singular fortuna como documentalista en la serie La historia no contada de Estados Unidos, donde examinó el devenir de su nación, desde la Segunda Guerra Mundial hasta las invasiones de Afganistán e Irak a principios de este siglo.

De hecho, en JFK Stone dejó vislumbrar su vena documentalista al entrelazar ficción, recreación de hechos y documentos audiovisuales de la época, otorgando al filme un ritmo vertiginoso y un discurso narrativo profuso en detalles. Vértigo y profusión que, sin embargo, en lugar de sobrecargar al público, lo inmerge en la trama a grado tal que cada espectador deviene testigo y cuestionador de la Historia en mayúsculas: testigo, porque observa hechos únicos (la película Zapruder, por ejemplo); cuestionador, en tanto, desde la historia minúscula individual, pone en duda la verdad de la historia dictada por el poder.

Con base en los libros On the Trail of the Assassins, de Jim Garrison, y Crossfire: The Plot That Killed Kennedy, de Jim Marrs, Stone y Zachary Sklar (periodista que ayudó a Garrison en la redacción de su libro) escribieron un guion en el que abreviaron las teorías más sustentadas del complot para asesinar a Kennedy; síntesis que, a su vez, conectaron magistralmente con el discurso dramático. Así, JFK le restauró al magnicidio su carácter ambiguo (imprevisible en lo inmediato; axial para el futuro), lo que exentó al filme de hieratismo y, en cambio, le otorgó la soltura para exponer lecturas no oficiales sobre el episodio histórico, con las que Stone buscó —y en buena medida, logró— despertar la revisión crítica de la historia, no vista como una sucesión de eventos que ocurren sin causas y efectos, sino como hechos vinculados al pasado y con repercusiones en el futuro.

La ausencia de hieratismo le concedió a Stone la libertad de plantear una asombrosa amalgama de flashbacks en que se mezclan reconstrucciones de acontecimientos, fragmentos documentales, hechos verificados y ficciones especulativas, amalgama que encontró su vehículo expresivo en la audaz y magistral edición de Pietro Scalia y Joe Hutshing y en la briosa fotografía de Robert Richardson.

Edición magistral, en la que Scalia y Hutshing se decantaron por enlazar el montaje narrativo, el expresivo y el ideológico, con lo que las imágenes de archivo, el falso documental y el discurso dramático se completan y se revisan entre sí, de modo que la película Zapruder (breve filmación que registra el magnicidio, hecha por un espectador de la caravana presidencial) se prolonga en la reconstrucción en blanco y negro que ralentiza el minuto fatal, mientras que el reporte televisivo de Walter Cronkite se complementa con las dramatizaciones de los testimonios de testigos oculares, en tanto las especulaciones sobre los posibles hechos irrumpen en el discurso central y lo trastocan.

En armonía con tal imbricación de dramatización, realidad y especulaciones, Robert Richardson (colaborador habitual de Stone en las décadas de 1980 y 1990) entrelazó la fotografía en color y en blanco y negro, mediante un virtuosísimo manejo de la luz natural y la artificial, con lo que logró un nutrido y prodigioso repertorio de fuentes lumínicas (algunas de ellas casi inexplicables de tan sutiles), que apuntalan la plasticidad del no menos nutrido y prodigioso repertorio de planos.

Maestro del discurso visual, Stone se apoyó en la edición de Scalia y Hutshing y la fotografía de Richardson para resolver el asunto de la abundancia de datos, informes e hipótesis que campean en JFK, filme de 189 minutos (206 en el corte del director), que sorprende por su agilidad rítmica y la forma en que se cruzan y se separan la vida cotidiana de los personajes y los hechos históricos, encuentros y desencuentros que tienen una de sus mejores enunciaciones en la presencia de la televisión que, si por un lado lleva hasta la intimidad de cada casa la historia en realización (los asesinatos de John Kennedy, Martin Luther King y Robert Kennedy), por el otro la aleja, la vuelve inasible e inaccesible.

Pero, además, en JFK Stone acertó al basar el discurso visual no sólo en el montaje y la fotografía, sino también en recursos como el vestuario cómodo y claro diseñado por Marlene Stewart y la escenografía concebida por Derek R. Hill y Alan Tomkins, abundosa en espacios abiertos e iluminados, lo que reforzó el contraste con la atmósfera social enrarecida y viciada en que se mueven los personajes, como se advierte en la escena del juicio, con un recinto espacioso y un público ataviado con ropas de colores frescos, mientras se discuten algunos de los hechos más tenebrosos en la historia de Estados Unidos.

Resuelto a proveer al filme de la mayor fuerza expresiva posible, el cineasta también acertó al otorgar libertad de movimiento al reparto de actores, que supo habérselas con la pléyade de personajes, de los principales a los incidentales, de lo que resultó una asombrosa galería de hombres y mujeres que, a despecho de su extensa o escasa presencia, contribuyen a la impronta de complejidad humana que caracteriza al filme. He ahí el fiscal de Nueva Orleans Jim Garrison y su esposa Liz, encarnados de manera cumplidora por Kevin Costner y Sissy Spacek, el investigador de la fiscalía Lou Ivon (Jay O. Sanders), la fiscal asistente Susie Cox (Laurie Metcalf), el prostituto Willie O’Keefe (Kevin Bacon), el senador Long y el detective privado Jack Martin (esplendentes pinceladas de los veteranos Walter Matthau y Jack Lemmon), o el dudoso asesino solitario Lee Harvey Oswald, el agente de la cia Clay Shaw, el mercenario David Ferrie y el exagente de inteligencia militar míster X, cátedras interpretativas de Gary Oldman, Tommy Lee Jones, Joe Pesci y Donald Sutherland.

Y, como marco sonoro de este despliegue visual y actoral, el score compuesto y dirigido por el veterano John Williams, en el que el músico cifró las transformaciones y contradicciones políticas, culturales y emocionales que sacudieron al Estados Unidos de la década de 1960, lo que se percibe desde el “Prólogo”, con su largo y emotivo fraseo (el inicio de la administración Kennedy), que gradualmente se enmaraña en las angustiosas notas de “The Conspirators”, pieza maestra en la que las percusiones, las cuerdas y los teclados se sumergen en un diálogo angustioso, lleno de acechanzas e insinuaciones, donde predominan los sonidos graves, hasta desembocar en sonidos tan aislados y desamparados como la sociedad estadounidense de la segunda mitad de aquella década, atrapada en su propia fantasía de superioridad moral y adalid del mundo libre.

Sustentado en tales elementos, Stone fraguó JFK como un thriller político basado en hechos históricos; desde un principio el director planificó exteriorizar en el filme una teoría sobre el asesinato del presidente Kennedy, pero no establecer una verdad histórica irrebatible, como afirmaron los adversos de la película en los días de su estreno y aún lo afirman en la actualidad. Al contrario, Stone expuso las debilidades detectadas en los argumentos de la Comisión Warren, creada ex profeso para investigar el magnicidio y, con base en tal exposición, incitar en el público estadounidense la crítica de su historia.

Debido a esta incitación a la crítica, Stone introdujo en el filme diversas secuencias-síntesis, quiero decir, secuencias en las que se sintetiza y revisa lo expuesto en escenas anteriores, y que tienen sus dos mayores expresiones en la última entrevista con David Ferrie y en el encuentro con míster X, secuencias en las que el peso dramático recae en Joe Pesci y Donald Sutherland, veteranos que recurrieron a lo mejor de sus repertorios actorales para literalmente crear a los personajes. Y es que, por otra parte, en estos pasajes el fiscal Garrison vislumbra la desmesura de su intención de esclarecer el asesinato del presidente.

En lugar de la grandeza inconmensurable y protectora de Dios para los creyentes, Garrison se topa con la enormidad de los poderes fácticos y corruptos, que aplastan a los hombres y a las mujeres comunes, desproporción ante la que no se arredra, por lo que se ha comparado al fiscal personificado por Costner con el Jefferson Smith interpretado por James Stewart en El señor Smith va a Washington, película dirigida por Frank Capra en 1939. Sin embargo, mientras el héroe de Capra todavía cree en la capacidad de los estadounidenses de la vida diaria para recuperar el gobierno que Abraham Lincoln llamó “del pueblo, por el pueblo y para el pueblo”, Garrison atestigua la caída de ese gobierno en manos de poderes completamente alejados de los intereses de la gente de a pie. Tengo para mí que es esta nota final desesperanzadora y aun tenebrosa la que molestó y molesta a los denostadores del filme, porque trae aparejada la categórica necesidad de la sublevación civil creativa, de la que han surgido movimientos como Black Lives Matter, la oposición a la venta de armas o la lucha por la ecología: la imaginación al poder que prefiguró Kennedy y que, a despecho de aciertos y tropiezos, ha impulsado e impulsa la obra fílmica de Oliver Stone.

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Moisés Elías Fuentes

(Managua, Nicaragua, 1972)

Poeta y ensayista, ha publicado el libro de poesía De tantas vidas posibles (2007). En colaboración con Guillermo Fernández Ampié, tradujo del inglés al español Ciudad tropical y otros poemas (2009), primer libro de Salomón de la Selva.