El tianguis es una novela interminable

Jesús Vicente García
Noviembre-diciembre de 2021

 

 

Ilustraciones: Beatrix G. de Velasco

 

La sabiduría verdadera sigue clamando a gritos en la calle misma.
Proverbios 1:20

Acudir al tianguis es abrirse al mundo de los colores y los olores, los gritos y la realidad a nivel de calle, es la hora de la verdad del bolsillo, nada de que la macroeconomía, que el producto interno, brutos, que el tratado de libre vendimia, la inflación o desinflación, la fluctuación, los apoyos sin apoyo, primero los pobres y los ricos al final, conceptos que aquí no se usan, aquí el estudio de mercado se da de un puesto a otro, ves la mercancía, golpeada, verde, amarilla, fresca, todo junto o ninguna de las anteriores, a aquilatar, a oler y a mirar, clases de vida que en mi caso aprendí con mamá con quien desde niño iba a los tianguis según si nos quedaba de paso cuando íbamos a alguna casa a limpiar y lavar o de plano pasábamos por aquí, el de la colonia Obrera, en la calle de Rafael Delgado, nombre del escritor veracruzano que tuvo la genialidad de hacer novelas en que pinta a los pobres y no tan pobres, cuya obra es exactamente como el de este mercado sobre ruedas, no tan abundante, pero que deja huella, porque igual es parte de un México en el que en materia de vendimia en la calle tiene una historia larga y tendida que han escrito las amas de casa sin imprimirse; sin embargo, aquí está la mejor prueba de que la historia no siempre se escribe con pluma o teclado, sino con los colores, los gritos, los olores y la realidad de qué va a llevar hoy, marchantita, el melón está dulce y barato; la guayaba directito del campo, mi reina, va la probadita; vea el queso Oaxaca de primera, no tenemos de otro, güera, pruebe, pa que vea que está cremoso y fresco, aquí no somos como esos que le dan queso pasado hasta de moda, patrón, aquí traemos la vaca, pero fue por las tortillas, y si escucha un muuu es porque quiere que pruebe su producto, ¡paaaasee, mi reinitaaaaaaa, pásele a su puesto favorito!

Aquí no hay mercadotecnia, sino realidades, caminar, ver y oler, el estómago trabaja, las tripas chillan, aunque no se escuchen en este andar junto a los vecinos de las colonias que nos visitan, pero, por favor, no se me acerque tanto, la distancia, señito, no se me pegue que me pone nervioso su virus y no su pantalón pegadito, aquí la pandemia sigue que te sigue, nada ha bajado, menos los precios, por eso hágase a un ladito, plis, como diría la señora Borola Burrón, esquivo a la gente cual efecto de cámara lenta al esquivar las balas como en la película de Matrix, pero la gente se te pega como catarro y en estos tiempos da más miedo una gripa que un león suelto, leoncitos a mí; en tanto, Basilio se mantiene un poco a la distancia, su experiencia en el mercado de valores de las verduras y las frutas es flaca como bolsillo de burócrata de tropa. “Hay que apurarse que ya está haciendo frío y ya no se sabe si llueve o no”. A Basilio le cabe la razón, pero no la sinrazón de quedarse a caminar por Delgado, entre Bolívar e Isabel la Católica, que es el tamaño del mercado de esta calle cuyos gritos son su publicidad y nuestros oídos y ojos los receptores difíciles de engañar a causa de su estrecha relación con la economía de bolsillo.

“La pechuga de pollo a ochenta el kilo, jefe, escoja la que quiera; mi’ja, atiende aquí el patrón; sí, mi reina, dígame”. Y le pido una pechuga grande para que le saque seis bisteces, y otra dividida en dos, sin piel. La despensa se va formando en nuestras bolsas de Aurrerá, pues las de plástico que son para el mandado no las podemos doblar bien y guardarlas; las otras sí, y es que antes de llegar al tianguis colorido, fuimos a ver libros en Izazaga, puesto callejero, obvio, y otro en Gandhi, de la calle de Madero, que los venden a precios como para no querer vender, pero así son las cotizaciones, y le digo a Basilio que ni se queje, porque su siguiente poemario ya está en la imprenta, por decirlo de alguna manera, será impresión digital, o sea, sin imprenta, pero impreso, eso que ni qué, y le tuvo que invertir; el mundo editorial no está para publicar gratis y exprimir a golpe de ventas y mercadotecnia las tripas y el sudor del autor, la gente no tiene tanto dinero a causa de esta mala economía sin estrategia y si a eso se le agrega la pandemia, sin plan para atacarla, pues menos, porque el desempleo está a la orden del tianguis, y a pesar de ello vemos poca gente taloneando y los que hay no se ponen cubrebocas, pero que no me digan que pobrecitos, que no tienen para uno, que apenas y tienen para comer, ¿y el chemo a poco se los regala el gobierno para que vuelvan a votar por ellos, aunque nos esté llevando patas de cabra? No lo dudes. Lo que se dice en la calle dista mucho de lo oficial.

Basilio, Converse de lona naranja, chamarra ídem y gorra azul, cuya estrella es igual a sus tenis, se planta frente a un puesto de ropa para animales. “Órale, apúntate con una correa”, le digo. “Es para animalitos”. “Por eso”. Sonríe y me quiere quitar mi gorra, igual ando de tenis en pleno lunes. Recuerda que su ex, Bety, la de la Roma, tiene un gato como el que yo tenía, negro con blanco, como Silvestre, el de la caricatura. “Le compró una camita con manchas de vaca y un tronquito para hacer uñitas. Me acordé, ando de cursi”, comenta sin pudor, le doy un golpe cariñoso en la espalda. “Ánimo, mi buen. Oye, pero no me has dicho por qué cortaron. Ya sé, no quiero ser indiscreto, es, bueno, ya sabes, curiosidad, pero no hay flatulencia, yo entiendo”. “Comenzó a andar con un maestro de educación física”, dice a quemarropa. “Con ella iba poco al tianguis, más bien lo nuestro era Parque Delta, ya sabes, era una chica Delta”. No sé qué decir. Nos detenemos frente al puesto de artículos para la cocina: sartenes, cucharas, cuchillos, mandiles (muchos de Frida Kahlo, por cierto, en calaca), vemos algo que los dos queremos agarrar, no sin antes escuchar la frase del señor con su cubrebocas mal puesto: “Lo que les agrade, pueden preguntar.” Basilio, por su estatura, apura con su manaza la gallina de alambre con pico blanco y cresta roja para los huevos; la ve por todos sus ángulos como se mira una obra de arte. Me sonríe, luego su rostro cambia. “Así le regalé una a Bety, se la compré en el mercado de Medellín, en la Roma. ¿No te la llevas?”, me pregunta. “No, ya tengo una que traje del mercado Hidalgo”. “Pues tendrás huevera de gallina, sólo te faltan los huevos”.

Reímos en plena pandemia, cubreboqueando. Empieza el blues de Basilio: “Con un virus, sin novia, me quitaron horas-clase, bajó mi nivel de vida, escribiendo poesía cual poeta maldito, más bien soy maldito poeta o poeta malito, y extrañando a Bety, aunque sé que ya no será”. Yo sin un trabajo, tenía dos. En pleno puesto de la gallina pico blanco y cresta roja, casi frente al de tacos de carnitas y junto a uno de hierbas, reímos mucho, sobre todo él que en unos segundos llora y luego ríe con la singularidad de una tragedia griega; con la tranquilidad que otorgan las lágrimas, me abraza y me habla de la parte casi final de la novela de Kazantzakis, en que Zorba le enseña a bailar a su joven patrón mandando al diablo las adversidades, riéndose de la catástrofe, con una actitud positiva, siempre al frente, y su patrón describe a Zorba como un arcángel rebelde, iluminado. Basilio me mira y seguimos buscando lo necesario para la despensa de la semana mientras critica mis canas en el bigote, las nacientes arrugas junto al ojo izquierdo, cual pata de gallina, que los más de cincuenta años van dibujando en mi fisonomía. “Así le gusto a las treintonas”. “Será a las dientonas”, bromea y me golpea el brazo derecho con un abrazo de recompensa.

Nuestras bolsas se llenan de vida, y la adversidad —que aumentó en esta nueva etapa en la vida del país— nos ayuda a alimentar el espíritu de vibras positivas. Me pregunta por qué la colonia tiene nombre de escritores y periodistas y no nombres de oficios o de líderes obreros, a juzgar por el nombre, la Obrera. En algún momento, cuenta la leyenda, aquí se creó el Partido Liberal Mexicano por los hermanos Flores Magón. “Dame la fuente”. “La vox populi”, atajo el ángulo. Continúo: “Vivía gente pobre, trabajadores de los mercados cercanos como la Merced, ambulantes, de talleres y fábricas, con severos problemas sanitarios, no había servicios de agua ni drenaje ni luz eléctrica, ya te imaginarás cómo estaba esto”. Basilio está atento a lo que comento del hospital homeopático, el primero en el mundo con todo y escuela, cuya historia cuenta que gracias a Porfirio Díaz se construyó, porque él estaba enfermo de una fístula en el muslo y pierna derecha, nadie pudo mejorarlo, hasta que dos médicos homeópatas, pilares de esta rama, lo curaron en tres meses y tres semanas. “Échate ese trompo a la uña, poetita inculto”.

Le platico de los tianguis y mercados de la ciudad (las cifras dicen que actualmente hay 329 mercados públicos y más de 1 500 tianguis, pero no se señala cuánto ganarán los líderes políticos en sus oficinas, los de los cárteles que dominan la ciudad y los de la calle que les cobran el piso), lugares que conocí en mis tiempos de mensajero, unos limpios y con gente ídem, y otros que daban ganas de salir corriendo de sus baños a la menor provocación. Gente con sus eternas frases que Basilio critica: “lo que le agrade, lo que guste, pregunte sin compromiso, qué más va a llevar (que cuestionan cuando uno está pagando), mire, tengo esto, esto y esto (cuando lo está viendo el cliente en sus propias narices)”, en fin, pura crítica de la razón pura, es el habla popular incontrolable. Se le sale lo reflexivo y criticón, hace trizas a quienes no usan el cubrebocas en esta ciudad viciosa e insegura, con asaltos por todos lados, peor que antes, en este año que se acaba, que se va como no queriendo y queriendo al mismo tiempo, llena de dolor, de una poesía fracturada, de poetas y narradores que caminan a contracorriente, como Basilio ante el amor que se fue, de la novia que ya no es novia, quizá por eso en el trajinar del tianguis viene muy al dedillo Rafael Delgado, también Ángel del Campo (que está a dos calles de aquí), con esa novela urbana tan rara para su tiempo y que nadie pela en la actualidad, La Rumba, y hablamos de cosas más positivas, como las pulquerías que había en Bolívar y anexas, pero que ahora sólo queda la de Lorenzo Boturini; de la panadería El Sol, inaugurada, entre otros, por Bozo (el payaso de donde se basó Brozo), cuya madre vivía en la Algarín en una casa que ahora está abandonada y llena de gatos.

El viento empieza a arreciar y vaya que corta el cuello por el frío, cuando apenas hacía unos minutos se asomaba un solecito tímido y quemante, esto es como vivir entre dos aguas, el frío y el sol, entre la novela Zorba el Griego y la vida real, en el aquí y ahora, a prueba de sapómetros. Según el sapo la pedrada, le explico a Basilio: cuando uno pregunta el precio y antes del chocante “lo que le agrade”, la vendedora hace una pausa de pocos segundos, la mirada busca al cliente, baja al piso y luego la sube hacia la derecha, parece que va a decir algo, abre la boca, la cierra, lo vuelve a ver, y emerge una cifra, a 35 el kilo, joven. Esa pausa, esa mirada escrutadora, ese escaneo ambulante, es un estudio socioeconómico aplicado sin estadística ni porcentaje, a ojo de buen cubero le ponen precio a su producto a partir del cliente, lo puede pagar, casi siempre le atinan, la cosa estriba en si caes en el juego. El vendedor le sube el precio a su mercancía, según te coticen.

Yo vengo de mezclilla, Converse rosas, sudadera rosa, gorra azul. “Pareces una pantera rosa, flaca y vieja”. Guardo silencio, pero le echo ojos de no succiones. Hablamos de su poemario. Lo compara con el tianguis. Sus poemas tienen colorido, ritmo, aroma a naturaleza. “¿Escribiste un poemario o un verdulario?”. Sonríe y me dice algo que no entiendo. Volvemos a la realidad del tianguis y afirma a bocajarro que le cayó mal el señor de la gallina huevera, porque esa frase de “lo que le agrade” es algo obvio y además es una contradicción. “Claro que voy a agarrar lo que me gusta, no lo que no me gusta, ¿o no? Entonces cómo que lo que guste; es como decir que andas con la mujer que no te gusta.” “Bueno, a veces pasa.” “Sí, pero eso es con el tiempo; de entrada, algo te agrada de la dama, no me digas que no, nadie dice voy a andar con una mujer que no me gusta, como igual no compras lo que no te gusta, no tiras el dinero así como así”.

Rumbo hacia Isabel la Católica, los precios de la carne sí varían; nos surtimos de cebollas para un bistec encebollado, montoncitos de ajo de a diez pesos, cilantro y perejil, melón, sandía, guayaba, tomate y jitomate, porque debemos comer bien para estar saludables y continuar el camino, reírnos como Zorba y su patrón cuando las adversidades se nos meten en los bolsillos y en los corazones, en la actitud y en esta encerrona de pandemia, pues aunque ya quieren que de amarillo pasemos a verde o viceversa, en el semáforo sanguinario, nosotros no nos confiamos, seguimos usando bien el cubrebocas y el desinfectante todo el tiempo, porque cuando la pandemia pase deseamos que los tianguis continúen, ver vivos a los marchantes; estos mercados sobre ruedas nos quieren bien, somos totalmente tianguis, ellos nos entienden y son parte de nuestras vidas; los tianguis se parecen a una novela: no se conoce sino hasta que no se recorre toda y en cada lectura se ve un nuevo panorama que nos sorprende, y así vamos dejando atrás los gritos de la vendimia que no sólo piden que les compremos, sino que los disfrutemos tal como se disfruta un libro, hasta el infinito.

Ir al inicio

Compartir

Jesús Vicente García

(Ciudad de México, 1969). Estudió Letras Hispánicas (UAM). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el IX Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura.