Historia de una casa

Alejandra Osorio Olave
Noviembre-diciembre de 2021

 

Casa Estudio Leonora Carrington. Fotografía: Miguel Ángel Flores Vilchis


(…) no se dirá

que sólo

amé

los peces,

o las plantas de selva y de pradera,

que no sólo

amé

lo que salta, sube, sobrevive, suspira.

No es verdad:

muchas cosas

me lo dijeron todo.

No sólo me tocaron

o las tocó mi mano,

sino que acompañaron

de tal modo

mi existencia

que conmigo existieron

y fueron para mí tan existentes

que vivieron conmigo media vida

y morirán conmigo media muerte.

 

Pablo Neruda, Odas elementales

Leonora Carrington llega a México en 1941, casada con el periodista y en ese momento diplomático mexicano, Renato Leduc, después de turbulentos episodios en su vida, detonado por el encuentro y desencuentro con el artista surrealista Max Ernst, veinte años mayor que ella, su reclusión en una clínica psiquiátrica en Santander y la persecución derivada del ascenso del fascismo en Europa. La pareja se separa al poco tiempo de llegar y Leonora se interna en la vida cultural y artística de los refugiados que llegaron al país a partir de la política de puertas abiertas del entonces presidente, Lázaro Cárdenas. Entre ellos se encontraban Remedios Varo, Katy y José Horna quienes le presentarán al que será su esposo y padre de sus dos hijos, Emérico “Chiki” Weisz. Casados en 1946, llegan a vivir a la casa ubicada en la calle de Chihuahua en la colonia Roma Norte en 1949. Por varios años rentan el inmueble hasta que en los años sesenta tienen la oportunidad de adquirirlo, comenzando entonces una serie de reformas: bajan la cocina y el comedor a la planta baja y las recámaras cambian de distribución. En los más de sesenta años en que habitaron este espacio, Leonora tiene tres locaciones distintas para su estudio. Cabe señalar que Emérico “Chiki” Weisz, quien fue un prolífico fotógrafo, y gran amigo de Robert Capa, tuvo también su espacio de trabajo y cuarto oscuro, lugares que se han preservado en la historia del recinto.

 

*

El proyecto institucional de la Casa Estudio Leonora Carrington comienza en el 2017, cuando la UAM compra el inmueble a su hijo menor Pablo Weisz Carrington, y se establece un comodato por el menaje de la casa y un buen número de esculturas de la artista. El documento asentaba que se compraba la casa para hacer ahí un museo de sitio y que la obra, objetos, documentos, muebles y demás enseres serían donados a la Universidad. Desde un principio, quedó claro que el compromiso era avanzar lo más posible en la consolidación del espacio como centro cultural para concretar la donación.

Durante los últimos cuatro años, la Coordinación General de Difusión ha trabajado en la concreción del proyecto conceptual de este recinto, así como en toda su parte operativa y funcional de manera conjunta con varias Coordinaciones de la uam. Pasar de ser una casa habitación a un espacio público conlleva muchos pormenores legales, arquitectónicos y administrativos, sustentados bajo una conceptualización medular: la casa debía conservar, en la mayor medida de lo posible, su aspecto, su vivencia íntima y singular, y ser fiel a la historia de Leonora y su familia.

En junio de este año, después de un periodo de obras y trabajo museográfico, Pablo Weisz realizó la donación de lo prometido a la Universidad, quien suma a su acervo objetual y artístico, ocho mil seiscientos objetos que conforman la vida de la casa, así como cuarenta y cinco esculturas y cuatro gráficas de la artista. 

 

*

Cuando entré a la casa de Leonora por primera vez andaba de puntillas, apenas tocaba los objetos, me sentía intrusa abriendo cajones o descorriendo cortinas. Ahí, en ese particular orden del quehacer diario, hace no tanto había paseado el cuerpo Leonora Carrington, una de las artistas mas importantes del siglo xx. Tocarla a través de sus objetos, libros, cartas, ropajes, muebles y utensilios de cocina era un privilegio que me produjo un cariño inmediato con su legado y que despertó un celo sólo conocido por mí en la maternidad. Le pedí permiso desde entonces: lo que haríamos era algo absolutamente contrario a su carácter y naturaleza. Hurgaríamos en sus libretas, en las notas de sus escritos, en sus cartas, en sus dibujos inacabados y pensaba ¿Con qué derecho? ¿En pos de qué verdad? ¿Para alumbrar sobre qué secreto? En su texto, Vaciando la casa de mis padres, Lydia Flem, escritora y psicoanalista, apunta a la compleja relación que los objetos y las personas encarnan:

Las cosas no son sólo cosas, llevan huellas humanas, son nuestra prolongación. Los objetos que nos acompañan desde hace tiempo son fieles, en su modalidad modesta y leal, como los animales o las plantas que nos rodean. Cada uno tiene una historia y un significado mezclado con los de las personas que los han utilizado y amado. Juntos, objetos y personas forman una especie de unidad que sólo se puede desmembrar a duras penas.[1] (42)

 

Esta imbricación de objetos e historia es, en realidad, lo que nos autoriza conceptualmente a entrar en este espacio. La historia que cuentan los objetos en la casa de Leonora aporta grandemente al entendimiento de su obra y a completar la figura de la artista en el contexto mexicano de la época y las circunstancias que le tocaron vivir.

Varias semanas tardé en dejar de sentirme una extraña y es que en realidad eso era; me correspondía entonces entablar una relación con ella desde puntos imposibles del tiempo, pero posibles en el espacio que ahora las dos compartíamos. Fui acercándome primero formalmente: releí su novela la Trompetilla Acústica, la compilación de cuentos completos, la novela de Elena Poniatowska y la biografía de su prima, Joanna Moorhead, así como los textos de sus académicas más ilustres, Whitney Chadwick y Susan Aberth. Pero sobre todo fui familiarizándome con lo que de ella se desprendía en el espacio: los pequeños objetos organizados como tabernáculos en su dormitorio, donde conviven Buda, Coatlicue, la Virgen María, ojos de venado y ámbares con rezos budistas; o las postales de la monarquía británica, los gatos, el té negro, el curry, las ollas de peltre y el metate en su cocina. Las cosas comenzaban a contar su historia. Primero narran una historia contextual de la vida de Leonora y su familia en México, desde aproximadamente los años cuarenta, cuando Leonora y Emérico arriban, hasta su fallecimiento en los años 2000. Remo Bodei sostiene lo siguiente:

 

(…) toda generación está rodeada por un particular paisaje de objetos que definen una época, gracias a las pátinas, a los signos y al aroma del tiempo (…) los objetos crecen y se deterioran (…); se cargan de años o de siglos; son cuidados, atendidos, asistidos, o descuidados, olvidados y destruidos.[2]

 

Pero también, y quizá lo más importante, los objetos transpiran y exhalan las investiduras de sentido y afecto que enriquecían el mundo de la artista, como si estuvieran cargados de una energía libidinal. La casa y sus cosas fueron hablando y mostrando la historia que guardaban con la obra de Leonora: esa estufa anclada en su comedor aparece en varios de sus cuadros y esculturas, lo mismo ese bastón en su armario y las figuras ovaladas en su dormitorio. En el archivo familiar fotográfico, apareció una imagen donde la vemos recargada en la pared de su sala mientras pinta El secreto de los mayas, y reconocemos este mismo piso antiguo en las fotos de sus hijos muy pequeños, las mismas sillas, las mismas mesas que en algún momento sostuvieron biberones, pinceles, brochas y máquinas de escribir. Es entonces que el velo del intruso se fue difuminando. Estamos aquí para contar la historia no contada de una artista extraordinaria, puesto que, como sostuvo Roberto Esposito: “más que meras herramientas u objetos poseídos como propiedad privada, las cosas constituyen el filtro a través del cual los humanos (…) entran en relación entre sí”.[3]

Al abrir su intimidad, permitiremos un sinfín de entrecruzamientos académicos, artísticos y culturales, nacidos de la relación de su obra y los libros albergados en la casa; de su escritura con sus recetas de cocina; de su escultura y su colección de objetos y semillas; de sus bordados y sus manuales ingleses de puntadas antiguas, por nombrar algunos. La apertura al púbico de este espacio íntimo aportará al entendimiento de la complejidad de entrecruzamientos que se generaban a la luz de sus gustos y predilecciones, no sólo mirando hacia lo extraordinario de su obra, como ocurre en un museo tradicional, sino avistando el universo de lo cotidiano que es de lo que se nutre realmente la vida de una persona. En este sentido, retomaré a Georges Perec y su concepto de lo “infraordinario”: 

 

Los diarios hablan de todo, salvo de lo diario (…) Lo que pasa realmente, lo que vivimos, lo demás, todo lo demás ¿dónde está? ¿Cómo dar cuenta de lo que pasa cada día y de lo que vuelve a pasar, de lo banal, lo cotidiano, lo evidente, lo común, lo ordinario, lo infraordinario, el ruido de fondo, lo habitual? (…) Cómo hablar de estas “cosas comunes”. Cómo asediarlas, cómo hacerlas salir, arrancarlas del caparazón al que están pegadas, cómo darles un sentido, una lengua: que finalmente hablen de lo que existe, de lo que somos (…) Aquí se trata de interrogar, sea el ladrillo, el hormigón, el vidrio, nuestros modales a la mesa, nuestros utensilios, nuestras herramientas, nuestros horarios.[4] 

 

En esta verdad, que es un microcosmos —el espacio de la casa, sus formas de habitarla, las cosas que nos rodean y las rutinas—, se juega una legitimidad fundamental: las cosas hablan de y por nosotros en un lenguaje que hay que saber escuchar. Para expresarlo en palabras de Bodei: “privilegiar la cosa con respecto al sujeto humano sirve, por otra parte, para mostrar al propio sujeto en su envés, en su lado más oculto y menos frecuentado”.[5]

 

*

Acompañando todo el trabajo que ha sido la realización de la rehabilitación de la casa, los procesos de gestión con distintas dependencias de la Ciudad de México, los seguimientos en materia legal y de patrimonio al interior de nuestra institución, así como el extenso trabajo museográfico, de investigación histórica que se ha realizado en y sobre el recinto, la aportación más importante está en su legado académico y su vinculación con la comunidad.   

Atendiendo a todo lo que se desprende de este particular modo de habitar, es que hemos conformado un programa de investigación constante: “La casa como documento”, asunto que permitirá a investigadores y alumnos revisar los objetos, los libros, el archivo y las imágenes catalogadas para concebir diversos productos de investigación.

En ese tenor, se concibió la Colección Leonora Intima, publicación de la UAM sobre asuntos académicos derivados de este espacio, en el que se han forjado ya dos ejemplares: Las casas son como los cuerpos, que retoma ensayos de ocho académicos de nuestra institución que escribieron, desde sus propios nichos disciplinares, sobre algún tema derivado de su vista, ya fuera una colección de libros, la distribución del espacio, los objetos en su estudio, etcétera, y un segundo ejemplar: La cocina Alquímica (o cómo salvarse de la hostilidad del conformismo) recetario de Leonora Carrington, libro escrito en conjunto con alumnas de la Maestría en Diseño, Información y Comunicación de la Unidad Cuajimalpa (ahora ya graduadas), con quienes hacemos una revisión de algunas de las recetas que aparecen en sus cuentos u obra plástica, fueron relatadas por su amigos e hijos o llegaron a nosotros a través de entrevistas, donde el acto de cocinar se contempla como un proceso cultural complejo al que asisten diversas voces y tiempos creativos, lúdicos, alquímicos y mágicos.

Así, la Casa Estudio Leonora Carrington tendrá una vida continua y pertinente, no sólo como museo de sito, sino también como espacio detonador de preguntas que construirá puentes entre islas que apenas imaginamos del mundo de Leonora. Como incitación, comento el hallazgo de algunos contactos en su agenda de los años setenta, donde se leen nombres como del de Pierre Bourdieu o Giorgio Agamben, además de algunos más obvios como María Félix u Octavio Paz. De la misma manera me ha sorprendido encontrar dos libros dedicados de la poeta argentina Alejandra Pizarnik, ¿cuándo se labraron tales relaciones? ¿Qué implicaciones se establecen entre la obra de todos ellos y la artista surrealista?

Parte muy importante del trabajo por venir tiene que ver con la pertinencia y el sentido que le daremos a este legado desde la comunidad universitaria. Ahora somos portavoces del surrealismo en voz de una de sus figuras más atractivas, rebeldes y multifacéticas; una mujer inglesa refugiada en México; escritora, escultora, pintora, cocinera, madre, feminista antes de que la adscribieran al feminismo y ecologista antes de la conciencia social más reciente.


[1] Lydia Flem, Come ho svuotato la casa dei mei genitori, Milán, Archinto, 2005, p. 42.

[2] Remo Bodei, La vida de las cosas, Buenos Aires, Amorrortu Editores, 2013, p. 47.

[3] Roberto Esposito, Personas, cosas, cuerpos, Madrid, Editorial Trotta, 2015, p. 27.

[4] George Perec, Lo infraordinario, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2013, p. 15.

[5] Romeo Bodei, op. cit., p. 36.

Casa Estudio Leonora Carrington. Fotografía: Miguel Ángel Flores Vilchis

Casa Estudio Leonora Carrington. Fotografía: Miguel Ángel Flores Vilchis

Casa Estudio Leonora Carrington. Fotografía: Miguel Ángel Flores Vilchis

Casa Estudio Leonora Carrington. Fotografía: Miguel Ángel Flores Vilchis

Casa Estudio Leonora Carrington. Fotografía: Miguel Ángel Flores Vilchis

Casa Estudio Leonora Carrington. Fotografía: Miguel Ángel Flores Vilchis

Casa Estudio Leonora Carrington. Fotografía: Miguel Ángel Flores Vilchis

Casa Estudio Leonora Carrington. Fotografía: Miguel Ángel Flores Vilchis

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Alejandra Osorio Olave

Doctora en Estudios Culturales por el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Tulane, Nueva Orleáns; maestra en Estudios Latinoamericanos por el Stone Center of Latin American Studies de la Universidad de Tulane, Nueva Orleáns. Coordinó los libros Las casas son como los cuerpos (UAM, 2019) y La cocina alquímica (o cómo salvarse de la hostilidad del conformismo): recetario de Leonora Carrington (UAM, 2021).