Esto no es un homenaje sino amor del bueno

Gerardo de la Cruz
Noviembre-diciembre de 2021

 

 

Fotografía: Ítalo Fabricio, CNL-INBAL

 

I

Va a estar José Agustín en la Facultad de Letras, le dije a mi cuate Alberto casi con ansiedad. Vamos, ¿no? Y fuimos. Albertín del Calcetín siempre me seguía el juego en mis cosas de intelectualoides porque, al igual que yo, quería ser escritor y éramos culpables de haber perpetrado los peores cuentos del mundo escritos a dos manos en los más diversos tonos: rulfesco, arreoliano, cortazariano, a la Boris Vian y, desde luego, joseagustinesco. Además de eso, La tumba, De perfil, Inventando que sueño y Cinco de fresa y uno de chocolate, que de vez en cuando la pasaban en la tele, se habían convertido en puntos cardinales de nuestra amistad. No recuerdo si fue por mi hermana o por la desaparecida revista Tiempo libre que nos enteramos de la conferencia. Fue en agosto de 1991, teníamos dieciséis años y pensábamos que José Agustín era “la verga de oro de la Literatura Mexicana”, para decirlo en sus propias palabras, porque en las nuestras, dos buenas conciencias metidas en una escuela marista desde tiempos inmemoriales, no era viable expresarnos de esa manera.

Él era casi casi la biblia, en nuestras aspiraciones escritoriles caminaba al lado de Cortázar y los Juanes ya mencionados, con su camarita con la que salía retratado en la vieja contraportada de Inventando que sueño y no queríamos ser, vaya ingenuidad, uno entre tantos joseagustines pululando con nuestros malescritos, que sólo eran imitaciones chafas de “Cuál es la onda” o “Amor del bueno”. Qué más daba, uno no se podía resistir a sentirse el joven-innovador-que-revoluciona-la-literatura y acabamos escribiendo, con total ausencia de crítica, nuestros bodrios al estilo de __________ [ponga aquí cualquier nombre], que sólo nuestros cuates aplaudían.

Mi mamá me dio instrucciones precisas para llegar a Ciudad Universitaria. Fue la primera vez que pisé mi futura alma mater. Cuando crucé los praditos me sentí como un parvulillo que se mete al patio de los grandes a la hora del recreo. ¿Saben dónde está el Auditorio Justo Sierra? ¿El Che Guevara?, me respondió una rubia de la que sentí que empezaba a enamorarme. Justo Sierra, insistí, aquí dice. Es lo mismo, el Che Guevara, así le decimos, y los muchachos que la acompañaban, que tendrían cuatro, seis, diez años más que nosotros, señalaron el edificio que se alzaba a un costado de la Biblioteca Central, donde se advertía una fila para entrar tan larga que parecía la Conasupo a las siete de la mañana. Alberto y yo nos desinflamos, pero nos animó la idea de que la muchacha era Brenda y su cuadrilla de juniors de Cinco de fresa, sólo faltaban el caballo blanco y los claveles verdes encabezados por Rambal.

La dichosa conferencia no era otra cosa sino la conmemoración de los veinte años de La noche de Tlatelolco de Elena Poniatowska, y además de la autora y Agustín, estuvieron Hugo Hiriart, Hernán Lara Zavala, María Rojo (Rojo amanecer había salido un par de años antes y estaba de boca en boca) y un montón de líderes estudiantiles. Y nosotros, dos mocosos imberbes en una tarde agitada, entre universitarios jóvenes y fósiles (no se nos ocurría que podrían ser estudiantes de posgrado), en medio de ese dilatado duelo por la matanza de Tlatelolco, cargando el peso de los problemas no resueltos de México.

El Che parecía que estaba en asamblea, no cabía un alma y hacía un calor del demonio, pero ni luces de la persona a quien íbamos a ver. El maestro José Agustín viene retrasado, como ustedes saben, viene de Cuautla. ¿A poco vive en Cuautla?, me preguntó Alberto y me encogí de hombros. No sabíamos mucho del “maestro José Agustín”, sólo lo que mi madre me había contado: que fue muy popular en su época (“como Françoise Sagan”), que salió con la Angélica María y hasta un programa de televisión tuvo, que tenía un libro inconseguible llamado Dos horas de sol. Pero que viviera exiliado en Cuautla, ¡cómo él!, tan hijo de la Narvarte, de la capirucha. El horror. Y mientras salíamos de nuestra decepción clasemediera ante información que de tan sabida ya constituía un lugar común, Poniatowska y compañía hablaron del Movimiento, los tanques, el edificio Chihuahua, la sangre derramada en Tlatelolco, quién comenzó el desmadre —los protagonistas de entonces todavía luchaban contra la verdad oficial del tiroteo— hasta que empezamos a sentir náuseas de la realidad.

No sé cómo logramos escuchar lo que decían porque nos colocaron hasta el culo del auditorio y sólo se oían los murmullos de los estudiantes. Yo tenía, además, la cabeza puesta en la Seudobrenda de los praditos, que se deslizó inadvertidamente sobre el pasillo central para estar más cerca del argüende, y siguiendo su ejemplo, compermisito, le dije a Albertito y me acomodé a unos pasos de B. Nunca me pasó por la cabeza que alguien estuviera allí por Poniatowska, por el 68, por ocioso. A mi corto entender, todos queríamos ver a José Agustín. Y luego de un rato largo durante el cual fue necesario prolongar la conversación, llegó el Maese, finalmente, con su saco medio húmedo por una suave lluvia y apuradísimo.

 

II

Los aplausos se prolongaron por más de un minuto. En medio de la vorágine se tendió un puente entre maestro y discípulo. Lo sabía porque llevaba como talismanes mis viejos ejemplares de Inventando que sueño y De perfil, que poco tiempo atrás había confiscado de la biblioteca familiar para mi uso personal, con la ilusión de que Pepetín les impusiera la poderosa. Inventando que sueño, Rayuela y Confabulario eran para mí lo que el I Ching para José Agustín, no salía de casa sin echarles un lente. Cortázar ya había fallecido, a Arreola ni en sueños me le acercaría, y como ni uno ni otro iban a dedicarme nada, ésta era mi única oportunidad de realizar el sueño más fetichista de todo lector: tener un libro autografiado por su idolazo de bronce.

Cuando José Agustín tomó la palabra y comenzó a leer el texto que había preparado sobre aquellos años de revueltas y Revueltas, la Marcha del Silencio, de Lecumberri, de los jóvenes de entonces, de la libertad de expresión y la censura, “Cuál es la onda” dio un brinco en mi pecho para abrirse tímidamente en una línea al margen de la página 72, justo cuando la Requeja dice que ha salido con “los magnates más sonados, Gusy Díaz porjemplo”. Uy, quería presumírselas a los ignaros de la Facultatontos. Miren, justo de eso habla aquí

                     ↓

                     y así desafió a esos hideputas, porque esa mención marginal al Jota Erre del presidente —juraría que es el hijo del preciso y no el mero mero— en 1968 se había impreso a escasos milímetros de la caja de texto, literalmente torciéndose a la derecha, con la única, total y exclusiva intención de evidenciar la censura de entonces. La disposición caprichosa de cada párrafo, que engarza con la narración oral y velocísima que tiene, no era sólo el resultado de la fusión entre cuento y libro cinematográfico, representaba tipográficamente esa necesidad de correr, de abrirse espacio y respirar. ¿No era claro? La historia de esos prófugos de Apollinaire que son Requelle y Oliveira baterista

iba y venía

frenéticamente,

se descolgaba,

s          e                     a          b          r           í           a

se cargaba a la derecha, se ponía en pausa ________________

y luego al centro

y otra vez a la izquierda, como diciendo ábranla-que-lleva-bala. Ese signo de rebeldía en la página impresa, que es manifiesta búsqueda literaria entendida como afirmación del sitio que el autor ocupa en el mundo, más que de identidad (“divino agujero”), no había tenido en México a nadie tan honestamente entregado como mi Idolazo de Bronce.

Yo no pensaba todo eso justo entonces, mientras hablaba la Verga de Oro, sólo que la mirada a la página 72 me había llevado a la 73, y a la siguiente, y estaba clavadísimo en las sabias palabras de un taxista con “esa habladera de quel gobierno es lo máximo y quel progreso y lestabilidad y el peligro comunista” que en algo refutaba la “pobreza ideológica” que Emmanuel Carballo señalaba con cara de reproche en la literatura joven de los sesenta, cuando chin, que se suelta otra vez la lluvia de aplausos como aguacero. Josegustín había terminado y nos invitaban a desalojar la sala.

Un enjambre de estudiantes se dejó caer sobre el escenario del auditorio, dividido claramente en dos bandos: los tinos y los elenos. No había pleito, de hecho, no faltó el avorazado que después de ir con una iba con el otro y hasta con Hiriart y María Rojo. Para mí no había de dos sopas, por eso sentí un desasosiego terrible, juraba que no iba a poder llegar hasta él. José Agustín se había puesto de moda otra vez por la Tragicomedia mexicana, que fue un trancazo de ventas. Yo miré mis libritos con melancolía, tanto para nada, no iba a poder acercarme a él, ya era tarde, ¿cómo nos íbamos a regresar? Para colmo había perdido de vista al buen Alberto. Qué vibra me cargaría que de golpe sentí que me jalaban del brazo hacia el escenario. Era Súperbrenda. Ven para que te firme, y abriéndose paso a empujones, saltando sobre estudiantes echados en el piso, me llevó hasta la mesa del Tin-tin, y ahora sí, arréglatelas solo, papacito, porque ella se hundió en la noche de los tlatelolcos.

Total que me formé en esa fila que trataban de alinear los organizadores y veinte minutos después, con los trabajadores del STUNAM viéndonos con ojos de a ver qué hora, llegó mi turno. Le extendí mis viejas ediciones al maestro, para Gerardo, le dije, y mientras firmaba “para mi cuate”, le solté la pregunta más estúpida sintiéndome el más inteligente: ¿Y aún se puede encontrar Dos horas de sol?, refiriéndome a la contraportada de Inventando, que anunciaba ésa como su próxima novela. Agustín volteó a verme con cara de ¿escuché bien?, aunque solamente dijo ¿eh?, y no pudimos hablar más porque un tipo de lentes llegó y comenzó a contarle de su tesis como si fueran los grandes amigos. Albertito aguardaba al pie de la escalinata del proscenio con su cigarrote. Sentí alivio al verlo. ¿Lo esperamos? ¿Para qué? Sí, tenía razón: para qué, qué podíamos decirle: ¿que nos cambió la vida? Órale. ¿Que nos dio una razón para vivir, un plan de vuelo? No jales. Ahí estábamos y con ese acto presencial todo estaba dicho. Me firmó los dos, dije con aire triunfal. La respuesta de Alberto fue contundente: cámara.

Salimos del Che Guevara aturdidos y en penumbras. Yo caminaba embobado tratando de leer su dedicatoria escrita en tinta negra, con su letra de electroencefalograma y una estilográfica de punto muy fino. ¿Sí te firmó tus libros?, escuché a Brenda Miamor a mis espaldas. Yo, sin poder hablar, me limité a sonreír y le mostré las páginas. Chido, exclamó. Una gota de lluvia cayó sobre la dedicatoria en mi cuarta edición de De perfil, que en junio acababa de cumplir veinte años, y rápido lo escondí bajo mi camiseta. ¡Córrele que se suelta!, urgió la Güera, pero Alberto y yo ya caminábamos hacia Insurgentes con la idea de regresar a pie, chaqueteándonos con los pormenores de la conferencia y mi Rubia Superior, a quién no volví a ver. Éramos tan pendejamente románticos.

 

(Ese año del Che, De perfil había celebrado sus veinticinco años, también en Filos. No me enteré y no hubiera ido, rechazaba la idea de reducir al Agus a escritor de un par de libros —la paradoja del tiempo: la marea de los homenajes nos arrastraba a su etapa juvenil, pero su obra reciente buscaba reiteradamente afirmarlo como un autor en ejercicio pleno de sus facultades narrativas que maduraban libro a libro—. Los comentaristas de De perfil, homenajes de por medio o no, suelen tener una aproximación afectiva al texto y al autor; siempre terminamos contando cómo marcó nuestras vidas (me uno humildemente al club-del-montón). Supongo que es un impulso natural por el carácter iniciático de su narrativa precoz, que en el fondo ofrece una visión del mundo que abre puertas y define destinos. Pero no se puede ignorar que más allá del autor irreverente de los sesenta, está la densidad del alucinante viaje de Se está haciendo tarde y el onírico rompecabezas de Cerca del fuego, y ya más alivianado, Ciudades desiertas, que lo confirman como el Gran Hacedor de la novela corta en México.

Cuando salió Dos horas de sol en 1994, la novela on the road que durante un tiempo busqué afanosamente sin querer entender que sólo era un balbuceo, tuve la certeza de que Josefín había entrado en un proceso de revisión de su propia literatura, impresión confesa en el epílogo a la reedición revisada de Cerca del fuego de 1996: los cuentos de La mirada en el centro, por ejemplo, se habían transformado en No pases esa puerta. Tiempo después salió Vida con mi viuda (2004), una novela que juega con la idea del doble y la usurpación de identidades (que bien podría rastrearse en el cuento de “Lluvia” de Inventando), y Armablanca (2006), una tardía visitación al 68. Y el maldito accidente en Puebla que dejó todo en suspenso desde 2009.)

 

III

En mayo de 2021, la UAM Cuajimalpa, en complicidad con los vástagos del Idolazo de Bronce, celebró los 55 años de De perfil, en medio de encuentros virtuales pregrabados. “¿Cómo se siente que te hagan homenajes?”, le preguntó su hijo Andrés para YouTube. “Se siente de la chingada —respondió el Jefazo entre veras y burlas—: tú dices, ¿pero por qué hacen esas cosas conmigo?, si yo siempre me he portado bien, correcto, no merezco que me hagan eso”.

Recuerdo aquel encuentro de hace treinta años a propósito de esta declaración. Tal vez las cosas que relaté no sucedieron así, no importa, este tipo de experiencias mágicas deben ser recordadas como la memoria exija. Y tal vez ese encuentro adolescente con José Agustín sea más que un sueño fetichista realizado, un pacto de amor por la literatura, por la escritura, por ese algo inexplicable que nos hace sentir únicos y a la vez acompañados. Por eso estas líneas no son un homenaje: es amor del bueno.

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Gerardo de la Cruz

Narrador. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la UNAM y el Diplomado en Creación Literaria en la Escuela de Escritores de la Sogem. Ha colaborado en las revistas Tierra adentroEl cuentoPluma y compásCasa del tiempoOriginaCódigo y Correo del maestro, entre otras. Becario del CME y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca, en la especialidad de Novela.