Stanisław Lem. Fotografía: Wikimedia Commons
Each something is a celebration of the nothing that supports it.
John Cage, For the Birds
El mundo nuevo descrito por Alexander von Humboldt —sin duda, nuestro primer cosmonauta—, está escrito en clave poética. Si bien sus lectores le agradecieron la sensibilidad y habilidad retórica, las cofradías científicas prusianas vieron en esto un desacierto, un registro equívoco ante las exigencias de máxima objetividad posible que requiere la ciencia. Es posible que Humboldt se haya visto influenciado por Goethe, su amigo íntimo, a quien visitó regularmente y dedicó varias de sus obras. Pero otra posibilidad es que Humboldt se hubiese hallado —en cada nuevo descubrimiento, parado en las antípodas del mundo, de frente a ese desborde amenazante de la naturaleza que Kant y Burke llaman “lo sublime”— con la insuficiencia de las palabras para hablar de las cosas nuevas que descubría: nuestra incapacidad de conocer al mundo y con ello el mero límite del lenguaje. “Los hombres”, escribe Fritz Mauthner, “al describir al mundo, nunca podrían ir más allá de una representación metafórica”.
Para Mauthner, el gran asunto de la filosofía es un problema que denomina Sprachkrisse o Sprachkritik: afirma que la filosofía es esencialmente una teoría del conocimiento y, por tanto, su gran tema es la clase de disociaciones, suficiencias y correspondencias que existen entre realidad y percepción. Mauthner vivió en esa tan citada Viena de fin de siècle, infatigable productora de nuevos códigos, conceptos y universales —pongamos dos ilustrativos, sin igualarlas desde luego: el dodecafonismo y el fascismo—. Por ende, la Sprachkrisse no sólo se circunscribe a la lingüística, la gnoseología o la lógica (y al respecto tendrá una de sus cimas en la respuesta matemática del Tractatus, de Wittgenstein), es sobre todo ético. Y este asunto, sospecho, está en el fondo de las aproximaciones de Stanisław Lem (Polonia, 1921-2006) frente a la literatura.
Uno de los temas canónicos de la ciencia ficción es el de los obstáculos de comunicación y convivencia con civilizaciones alienígenas, con inteligencias artificiales o con los nuevos órdenes que promete el futuro. En Solaris, considerada su pieza maestra, Lem crea de un plumazo una crítica y una poética sobre los errores de los escritores de Sci Fi al aproximarse a este tema: en el capítulo denominado “Los Solaristas”, el narrador repasa la bibliografía sobre el planeta Solaris y encuentra que los científicos han creado una sinfonía de errores al querer teorizar sobre el nuevo planeta con nuestras leyes naturales, al concebir la vida en términos antropomorfos y con nuestro marco biológico, al ponderar la materia solarística con nuestra tabla de elementos químicos. Nuestras concepciones humanas sobre lo real han fracasado para intentar conocer Solaris, concluye sin decirlo el protagonista de la novela, y este mismo argumento será célebremente utilizado por Lem para deplorar las aproximaciones de los escritores de Sci Fi.
¿Cómo escribir entonces? ¿Sería posible inventar un nuevo código, una estructura de realidad que nos permita inventar palabras nuevas? Quizá Lem conociese el tema del Manuscrito Voynich, un documento al que las pruebas de Carbono-14 datan alrededor del siglo XV y que lleva tal nombre porque fue descubierto por el bibliófilo polaco Wilfrid Voynich. El manuscrito consta de doscientas cuarenta páginas escritas en un idioma desconocido. A diferencia de la proeza de Champollion con la piedra de Rosetta, el Manuscrito Voynich sigue siendo un enigma: no se ha hallado la llave que permita descifrarlo y saber si dicho idioma fue usado por una colectividad, lo que conduce a sospechar que, o bien es un código encriptado para pasar mensajes secretos, o es un engaño del propio Voynich para promover sus habilidades como dealer. La única conclusión certera es que el manuscrito es una construcción humana, hecha en emulación de gramáticas y alfabetos de idiomas existentes. De conocer la historia, quizá Lem concluiría que los humanos podemos crear códigos o sistemas encriptados, pero no un lenguaje nuevo: estamos confinados en una estructura de conocimiento de la realidad que no nos permitiría encontrar una conceptualización nueva para, digamos, una precipitación rocosa que conocemos como “Montaña”. A lo mucho aspiraremos a una estorbosa sinonimia.
El deslumbrante poema 135 de Emily Dickinson se inicia con el verso “Water is known by thirst”. Lem deplora la incapacidad de los escritores de Sci Fi para crear o hablar de mundos indefinibles en el marco de lo humano, pero su respuesta no es crearlos sino, a la manera de Dickinson, revelándolos a partir de la ausencia. El cosmos está lleno de posibilidades, pero sobre todo de vacíos: esa proxémica, de hecho, asegura la mejor convivencia entre cuerpos celestes. Así, son estos vacíos los fantasmales personajes principales de la narrativa de Lem.
Lem explora la ausencia con dos procedimientos. Uno es el documento, el archivo, la bibliografía o lo que su personaje en La voz del amo califica (con hartazgo) como “la grafomanía del proyecto”: un constructo abstracto sobre determinada materia. Tomando quizá de Borges este procedimiento, Lem entiende que el espectro bibliográfico crea la posibilidad de una realidad enteramente nueva en el seno mismo de lo real. Así, en Los Astronautas, los protagonistas encuentran en Tunguska (la zona rusa donde, en 1908, ocurrió una famosa explosión causada, se cree, por la desintegración de un meteorito) un extraño objeto de origen desconocido en el que está inscrita una alerta para la Tierra; en Solaris, lo que sabemos de ese particular antagonista (el océano protoplásmico de sugerida omnipotencia) es sólo por el repaso bibliográfico de la solarística, un registro que nos da un ambiguo, pero suficiente marco; en La voz del amo se alude todo el tiempo a un supuesto mensaje extraterrestre que ha sido descifrado por el personaje principal, pero poco sabemos del mensaje y de sus condiciones físicas: lo que sabemos, lo sabemos por el tamiz del cinismo y la paranoia de quien narra, a modo de informal reporte. Y el procedimiento se ensancha con los volúmenes de la colección llamada Biblioteca del Siglo XXI, donde los personajes son libros de los que tenemos noticias sólo gracias a sus comentadores, un procedimiento decididamente borgesiano en relatos como “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” o “Tema del traidor y del héroe”, por citar algunos. La cita de autoridad nos permite salirnos de nosotros mismos para validar nuestra visión en lo que han experimentado otros.
Asimismo, Lem ha relatado que un pasatiempo común de su niñez era crear documentos falsos: pasaportes, certificados, memorandos gubernamentales, salvoconductos, papeles con los que jugaba a viajar a lugares insólitos, algunos reales, otros imposibles de encontrar en un mapa. En su ensayo biográfico para el New Yorker, “Chance and Order”, concluye que tal hábito provenía “…quizás de algún inconsciente sentimiento de peligro”.
Kant escribió que pertenecía a la misma naturaleza de la razón el empeño de exceder los límites de toda experiencia y aún de toda experiencia posible. A ello Walter Benjamin respondía que tal posibilidad sólo se da al reconocer el instante de peligro (y escritores como Bataille, Genet o Blanchot, entre otros de las vanguardias francesas, hablarían de la trasgresión como el momento que revela la verdad y lo novedoso). Lem creaba esos documentos en la víspera del Ghetto de Varsovia y más tarde escribía novelas durante el desarrollo mismo del stalinismo. Como él, sus personajes suelen vivir en situaciones límite o de máxima incertidumbre. Volviendo a Solaris, dejando aparte el capítulo dos sobre la bibliografía solarista, el resto del libro nos muestra a un hombre que pende de un alambre: dubitativo, paranoico, que al final parece tener un momento de renuncia o conformismo y decide vivir el amor encarnado en un fantasma (la aparición de una mujer amada que en la tierra ya había muerto): un engaño que el océano de Solaris le ha puesto enfrente. La intención de Lem parece ser insertarnos en un viaje al interior de la psique de Kris, el personaje central, más que al núcleo mismo del planeta Solaris. El tono cínico, inestable y ciertamente resignado del narrador en La voz del amo parece ser también mucho más importante y revelador que el mensaje extraterrestre en cuya decodificación se ha ocupado.
La posibilidad de encontrar lo nuevo, de verdaderamente hablar de lo diferente y lo insólito, se halla en ese momento de peligro: el momento específico en el que el lenguaje se quiebra y muestra su insuficiencia. Es el momento en el que cuestionamos la realidad dada de antemano que acompaña necesariamente a toda estructura de lenguaje. Se trata de un instante saturado de presente —escribe Benjamin que la historia “es una construcción cuyo lugar no lo conforma un tiempo homogéneo y vacío, sino uno pleno de tiempo actual” y Lem complementa que no podría ser de otro modo dado que “el futuro es una época que envejece demasiado pronto”—, y en la contingencia de experimentarlo no podemos hablar: el momento de peligro se expresa en el silencio o en una ética de la acción. Por ello, el académico Edward Balcerzan indica que las novelas de Lem no relatan, sino que “se comportan […] imitan la estructura de la personalidad humana”.
La Sprachkrisse de Mauthner surgió en una Viena disonante en la que —señalan Allan Janick y Stephen Toulmin en el libro La Viena de Wittgenstein— “la potencia y la autoridad de los Habsburgo se había transformado en una mera concha o caparazón dentro de la cual los austríacos, los húngaros y las demás nacionalidades vivían sus vidas reales con procedimientos que habían perdido toda conexión orgánica real con el orden establecido por los Habsburgo”. Decíamos que Lem vivió dos procesos similares con la avanzada del nazismo, primero y con el discurso estalinista, después. En este segundo caso, Lem advirtió que el discurso político universalista es una forma en que el lenguaje desplaza una forma tautológica de realidad, escribe: “La época de Stalin inventó un mito, nunca expresado de manera concreta o convincente, del Estado como una máquina que no sólo era perfecta, sino también omnisciente y omnipotente”. De ahí concluye que la crueldad y la tragedia del estalinismo no era deliberada, sino resultado del convencimiento pleno de que se obraba en favor del bien. Y estaba de tal modo arraigada a las estructuras de lenguaje que incluso algunas víctimas de esas purgas, afirma Lem, llegaron a reconocer, convencidos, la manera en que conculcaron el orden justo.
No podemos inventar un lenguaje nuevo, lo sabía Lem cuando emitió su exigencia a los escritores de Sci Fi. He ahí el segundo procedimiento que encuentra para revelar lo nuevo: no se trata de crear códigos nuevos, ni buscar una sinonimia para fenómenos naturales de otros planetas ni sucedáneos antropomórficos para criaturas extraterrestres: lo nuevo está en la advertencia del momento de peligro que nos acecha en cada esquina. Sin embargo, parece desconfiado de que podamos advertirlo o de que aún advirtiéndolo logremos cambiar el curso de los acontecimientos. Una alegoría de esta repetición, me parece, está en el relato del viaje séptimo del explorador espacial Ijon Tichy en Diarios de las estrellas: durante una deriva sobre el espacio vacío, la nave de Tichy se avería justo en el momento en que pasa por un agujero de gusano. Esto provoca que la nave sufra colapsos temporales por los que se empieza a poblar de las versiones de Tichy de un día antes, el de días posteriores, un Tichy viejo, otros más jóvenes, y así todos conviviendo en el mismo espacio y con el conocimiento suficiente de la circunstancia como para arreglar la avería y buscar un mejor futuro. Previsiblemente (y en un desarrollo hilarante e ingenioso) todos los Tichys se boicotean mutuamente y evitan (sin querer) cualquier intervención como si les conformara saber que están vivos (lo que les indica que la avería no fue grave) o presas de un superdeterminismo (esa inquietante rama de la mecánica cuántica) que no les permite usar su albedrío.
Saul Bellow —un escritor al que Lem alternativamente admiraba o repudiaba— escribe que en virtud de que nos repetimos con una predestinación aterradora, no sería ilícito encontrarle a la repetición, cuando fuera posible, la belleza. Las novelas de Lem parecen suscribir esta conclusión, pero con un tono mucho menos esperanzador. En un momento clave de Solaris, escribe: “Nos consideramos caballeros del Santo Contacto. Esa es otra falsedad. No buscamos nada, salvo personas. No necesitamos otros mundos. Necesitamos espejos”. Viajamos en círculos: en un universo lleno de vacíos, lo único que sabemos es repetirnos y seguir perdidos. Viajamos esperando que nos tienda la mano no lo nuevo sino lo mismo: alguien idéntico a nosotros mismos. Y, por eso, estamos solos.
Becario de diversas instituciones de fomento a la lectura. Obtuvo el premio del Concurso Nacional de Cuento Beatriz Espejo en 2004, y en 2016, el Premio Latinoamericano de Novela Sergio Galindo por Sick & McFarland. Una novela pretenciosa, escrita en coautoría con Alejandro Arteaga.