Fotografía: Autor desconocido, CNL-INBAL
Si por mí fuera, en ninguna biblioteca pública o personal faltaría un ejemplar de Movimiento perpetuo de Augusto Monterroso. Lo juzgo así porque al menos tres modos de empleo se le pueden dar en la vida diaria: el de entretenimiento, el de provocación y el de medicina. Funciona como un excelente aliado para combatir el tedio, como un recordatorio de la naturaleza desafiante que tiene la literatura, y también es capaz de aliviar en los lectores síntomas tan peligrosos para la salud mental como los delirios de grandeza.
Esta pluralidad de usos se debe, quizás, a su condición de libro misceláneo: Movimiento perpetuo recopila cuentos, minificciones, un catálogo de frases célebres sobre las moscas, ensayos cortos. ¿No resulta refrescante recordar que los libros son entes caprichosos? Sobre todo en una época como la nuestra empecinada en celebrar los volúmenes unitarios, habituada a gratificar a aquellos proyectos literarios religiosamente émulos de las tesis en su rigor temático. Los libros misceláneos nos regalan una bocanada de aire fresco; se confeccionan por un ritmo personal, no por la pesadez burocrática; nos hacen preguntarnos qué es, a fin de cuentas, un libro y nos permiten imaginar nuevas posibilidades. Propician un espacio dispuesto a la creación y al juego.
Por eso, a mi parecer, no hay lugar más idóneo para un ensayo que un cajón de sastre. Las ingeniosas prosas de Monterroso, llenas de vivacidad, no podrían encontrar mejor hogar que Movimiento perpetuo. En su totalidad, el volumen rescata la médula misma de la libertad ensayística que no se amarra a ninguna cadena, sino que permite dar rienda suelta a los hallazgos y desvaríos de la vida interior. Desde aquellos folios nacidos en la torre de Montaigne, el hilo conductor más valioso que pueden encontrar los textos dispersos es el estilo: esa singular urdimbre de las obsesiones personales.
El paisaje misceláneo de Movimiento perpetuo es particularmente propicio para el ensayo corto que, como bien dijo Torri, “ahuyenta de nosotros la tentación de agotar el tema, de decirlo desatentadamente todo de una vez”. Monterroso es un artífice genial de la ensayística mínima, las postales del pensamiento, la concreción explosiva de una idea que lleva la curiosidad a sus últimas consecuencias. Digno ejemplo de brevedad constituye “De atribuciones”, un ensayo de apenas dos páginas que remueve las convicciones del lector sobre los seudónimos. Monterroso hace gala de su persuasión al especular sobre los cabos sueltos entre Christopher Marlowe, Bacon y Shakespeare; se sorprende de que los españoles sean tan reacios a usar alias y prefieran incorporarlo a sus propios nombres como lo hizo Leopoldo Alas “Clarín”; cavila amablemente sobre qué se esconde tras los motes.
La brevedad es la mecha que enciende el ingenio. Un ensayo no es tan sólo una tesis, un trabajo escolar, un estudio riguroso; como prosa de ideas, se permite también el agasajo literario de fantasear. Mediante sus ensayos cortos, Monterroso demuestra que la mejor forma de explorar un asunto en pocas líneas es dando rienda suelta a la imaginación. Por ello, su escritura resulta un eslabón crucial para conocer y comprender mejor la tradición del ensayo lúdico latinoamericano, una prosa sumamente afín a los humoristas ingleses que, detrás de las sonrisas, guardan una lúcida hondura.
“La exportación de cerebros” pareciera dialogar con nuestro abuelo ensayista Jonathan Swift, pues comparte el mismo simulacro de su Modesta proposición: el de concebir a los seres humanos como moneda de cambio. Ambos secuestran el lenguaje estéril y lo subvierten mediante la parodia. “El cerebro es una materia prima como cualquier otra. Para refinarlo se necesita enviarlo afuera para que algún día nos sea devuelto elaborado”, dice Monterroso tras comparar la inteligencia americana con el mercado de henequén. “Es evidente que la exportación del cerebro de Miguel Ángel Asturias le ha dejado a Guatemala beneficios más notables, un premio Nobel incluido”, agrega. “¿A qué debemos dedicarnos entonces? ¿A producir plátanos o cerebros?”.
El humor ácido con que Monterroso critica la vida literaria se ha convertido en su sello personal: las pretensiones de los autores, la petulancia de los eruditos, los fetiches literarios, nada queda sin pasar bajo su escrutinio. Se burla de las fachadas de la literatura, pero su prosa sagaz hace notar que no escribe desde la cobardía ni desde la displicencia, sino a partir del conocimiento profundo que sólo poseen los grandes lectores.
Rescato dos ensayos de Movimiento perpetuo por ser ejemplos puntuales de la capacidad que Monterroso tiene para ver la literatura con ojos nuevos, regalándole frescura a los mármoles y las poses. “Estatura y poesía” es una pieza idónea para disfrutar de su talento al relacionar la literatura con temas inusitados. En tres páginas y media discurre en torno a su propia altura, las bromas que hace y que recibe, y se aventura a proponer que los bajitos son más propensos a escribir poesía. “La musa se encuentra más a sus anchas, valga la paradoja, en cuerpos breves y aun contrahechos”, apunta. Sus ensayos son territorios de la asociación libre, permiten trazar puentes bajo una lógica íntima y aventurada.
Quizá mi favorito del volumen es “Cómo me deshice de quinientos libros”. No sólo retrata con puntual impudicia la vanidad de los acumuladores bibliófilos, sino que narra las complicaciones que enfrenta quien quiere hacer más espacio en su librero. Almacenamos libros, sí, para leerlos; pero también para alimentar esa soberbia que nos hace sentirnos más inteligentes con cada empastado nuevo. Nos comparte un catálogo de su desordenada biblioteca y sus meditaciones en torno a las diferentes maneras de desprenderse de una gran parte de ella: “Un incendio como el de la Biblioteca de Alejandría, al que están dedicados estos recuerdos, es el camino más llano, pero resulta ridículo y hasta mal visto quemar 500 libros en el patio de la casa (suponiendo que la casa lo tuviera). Y se acepta que la Inquisición quemara gente, pero la mayoría se indigna de que quemara libros”.
La irreverencia de Augusto Monterroso divierte, provoca y sana. Es una viva muestra de que los amantes de la literatura no necesariamente tenemos que acercarnos a ella con reverencias eclesiásticas que la conviertan en el dogma de los agnósticos. La franqueza, desfachatez y mirada crítica son otras formas de aprecio. Los ensayos de imaginación en Movimiento perpetuo no sólo se afanan en deslucir las estatuas y delatar nuestras más absurdas pretensiones: reclaman la necesidad de pensar desde otro sitio, el de una libertad casi infantil para observar el mundo como se nos pegue en gana.
(Ciudad de México, 1993). Ensayista y docente. Ha sido beneficiaria de las becas de la Fundación para las Letras Mexicanas y el programa “Jóvenes creadores” del FONCA. Ha recibido diversas distinciones, una de las más recientes es el Premio Nacional de Ensayo Joven “José Luis Martínez” 2020.