Fotografía: Autor desconocido, CNL-INBAL
Augusto Monterroso, guatemalteco nacido en Honduras en 1921, llegó exiliado a nuestro país en 1944. Más tarde, durante el gobierno de Jacobo Árbenz (1951-1955), fue vicecónsul en la embajada guatemalteca en México. En la ciudad de Guatemala fundó el periódico El Espectador y la revista Acento, en la que se hablaba acerca de un talentoso y joven escritor llamado Augusto Monterroso Bonilla.
Tras el golpe de Estado en el que habían intervenido el presidente Eisenhower, el secretario de Estado John Foster Dulles y su hermano Allen, director de la CIA, Monterroso se exilió en Chile y fue secretario de Pablo Neruda. Cuenta que para ganar un dinero extra hizo traducciones de literatura estadounidense y que su mayor reto fue un cuento sobre beisbol. El reto, recordaba Monterroso, no era tanto la traducción, sino hacer comprensibles a los lectores no familiarizados con ese deporte términos como lanzador, jugador de campo, jugador de cuadro, receptor, coach…, strike, bola.
A partir de 1956 radicó en México y sus amigos cercanos, que conservó hasta el final, fueron: mi padre Alí Chumacero, Rubén Bonifaz Nuño, Juan Rulfo, Juan José Arreola, Ernesto Mejía Sánchez, Henrique González Casanova, Edmundo Flores, Eduardo Lizalde, Huberto Batis y Joaquín Díez Canedo, quien publicó buena parte de su obra en Joaquín Mortiz. Lo unía a ellos una vocación por la cultura literaria, por la palabra, y con muchos, además de la inteligencia, el sentido del humor. Algo que más adelante nos enseñó a Bernardo Ruiz, a Guillermo Samperio y a mí cuando fue nuestro maestro en el Taller de Narrativa del INBA, fue acercarnos al conocimiento del español, su origen y la curiosidad por las etimologías. Así, después de preguntarnos si habíamos leído El Quijote, nos hizo releerlo porque tenía ganas de hacernos un examen para la siguiente semana. Nos hizo acercarnos a Calderón de la Barca, a Lope de Vega, y nos recomendaba evitar en lo posible las traducciones. Un lector debe, insistía, dominar un par de idiomas además del materno, conocer a Quevedo y no temer a Góngora. Nos puso como muestra “La fábula de Polifemo y Galatea”. Nada más. Y acometía la tarea de explicar cada verso y algunas palabras.
Monterroso era asiduo visitante a la biblioteca de mi padre. Conocerlo y tratarlo era, sin metáfora, acercarse a un mundo en que las referencias eran a Joyce, a Conrad, a Kafka, a Chejov, a Dostoievski, a Cervantes, a Shakespeare. Hacía que los clásicos se convirtieran siquiera por un momento en personajes cercanos.
Su relación con Bonifaz Nuño lo enriquecía —ambos se enriquecían— acerca de la literatura latina. No era raro que recordara a Catulo o a Cicerón cuando se hacía necesaria una cita para redondear un comentario. Nos contaba que un escritor debe tener presente en todo momento a los clásicos, a sus modelos, cuando emprenda la tarea de darle forma a la página en blanco. ¿Qué diría Benito Pérez Galdós acerca de este párrafo? ¿Qué pensaría Melville sobre esta imagen? ¿Y qué le parecería a Alfonso Reyes o a Borges?
De Monterroso solamente había leído Obras completas (y otros cuentos) en la reimpresión de Joaquín Mortiz. La primera edición se había publicado en Imprenta Universitaria y el culpable, según él, había sido Henrique González Casanova, que lo había obligado a entregarle los cuentos para la formación del libro.
Recuerdo a Monterroso como un hombre de izquierda sin ser dogmático. Hablaba con entusiasmo de la biografía de Lenin escrita por Trosky. Decía que no solamente contaba la vida de Lenin, sino que reflejaba parte de su entorno familiar y cultural y cómo se había dado su oposición al régimen del zar. Cuando alguien le comentaba que estaba leyendo El capital, miraba fijamente a su interlocutor y soltaba esta frase: “No hay que perder el tiempo leyendo términos acerca de qué es la plusvalía, la venta de la fuerza laboral. Es mejor leer bien, lo más que se pueda a Dickens. Ahí está la mejor enseñanza sobre la vida en Londres en el siglo XIX. David Copperfield, Oliver Twist, Grandes esperanzas son más que un tratado acerca de la vida en una gran ciudad, con sus marginados, ambiciosos, y oportunistas”.
Al margen de su obra literaria, que comprende, entre otros títulos, La oveja negra y demás fábulas, La palabra mágica, La letra e, Movimiento perpetuo, Monterroso fue también coeditor de la colección “Nuestros clásicos”, donde teníamos a nuestro alcance Moby Dick, La Araucana, la Antología de la poesía latina, La regenta, Facundo, Doña Perfecta, entre otros; y se desempeñó como jefe de redacción en la Revista de la Universidad. Como profesor impartió clases en el Colegio de México, en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y, como ya se ha mencionado, fue coordinador del Taller de Narrativa del INBA.
La pregunta de casi siempre: cuál era su método de trabajo, Monterroso respondía que ninguno porque era preferible pensar. Además de recordar pasajes de El Quijote, de Montaigne, que siempre estaban con él porque afirmaba que eran fundamentales, reconocía la influencia de Chejov, de El lazarillo de Tormes y aconsejaba que si uno quiere triunfar contra Sansón, hay que unirse a los filisteos; y si uno quiere triunfar sobre Dalila, también debe unirse a los filisteos. Así era el Monterroso que uno recuerda. El ingenio, el sentido del humor, el que dice la frase precisa, aguda, diciendo a muchos que querían ser escritores que lo más importante era vivir, conocer el mundo. Cómo puede escribirse un cuento sobre un boxeador si nunca se han asomado a ese mundo. La vida tiene demasiadas posibilidades: el amor, las mujeres, las moscas, la muerte, la guerra. Y los grandes han escrito sobre estos temas.
“La vida no es un ensayo, aunque tratemos muchas cosas; no es un cuento, aunque inventemos muchas cosas; no es un poema, aunque soñemos muchas cosas. El ensayo del cuento del poema de la vida es un movimiento perpetuo; eso es, un movimiento perpetuo…”. Y este movimiento hacía que lo viéramos con mi padre, con Fausto Vega, con Ernesto Mejía Sánchez, y la conversación giraba además de anécdotas, como el que presumía sus conquistas amorosas y Monterroso decía que era el creador del género literario “sex fiction”, sobre el absurdo de algunos pasajes literarios, las dictaduras en América Latina, un repaso sobre Guatemala, Nicaragua —la huida de Somoza— y Chile. Y la trillada pregunta que a cada uno le habían hecho acerca de qué libro se llevarían a una isla desierta. La elección de Monterroso no eran las obras de Cervantes, ni de Montaigne ni de Dante. Él se habría llevado un libro sobre cómo sobrevivir en una isla desierta y cómo hacer una embarcación.
El ensayo de la vida llevó a Monterroso a colaborar en el Fondo de Cultura Económica. Muchos títulos de las colecciones de Breviarios y de la Popular pasaron ante sus ojos para hacerlos más comprensibles y algunas solapas de estos libros se deben a su inteligencia.
Cuando Edmundo Flores tomó la dirección del Conacyt, le ofreció a su antiguo amigo la dirección de Publicaciones. Tuve la buena fortuna de formar parte del equipo de la revista Ciencia y Desarrollo, cuyo editor era Martín Casillas. La revista funcionaba también como un lugar de aprendizaje. No hay que omitir que Monterroso era un gran conocedor de la tipografía y estaba al pendiente de todo, acerca del tipo de letra, de los puntos, de las interlíneas, de los pies de foto, de las portadas. Hacía que la tarea fuera más sencilla, lo que esto signifique. Nos enseñaba a hacer las fichas de los autores, nos presentaba su método: había que escribir cuándo y dónde había nacido el autor; a qué se debe su fama, a qué grupo pertenece, si combatió en tal guerra, si pertenece a un grupo político, y finalmente si está traducido a qué idioma y si ha recibido premios importantes. Así era una parte de la personalidad del lector de los clásicos españoles y grecolatinos. Del que confesaba: “Hoy me siento bien, un Balzac; estoy terminando esta línea”.
Acerca de su ingenio, mis amigos y yo —no éramos los únicos— sospechábamos que algunos chistes que circulaban alrededor de su obra se debían a él. El más famoso era el de “El dinosaurio”. Alguien preguntaba si ya habían leído ese cuento y la respuesta era: “Lo empecé anoche y ya voy a la mitad”.
El amigo, el cuentista, el fabulista, el que se había formado en la biblioteca pública de Guatemala con los clásicos españoles porque afortunadamente no había presupuesto para adquirir más libros y así no leyó traducciones, deja una escuela, deja una obra y nos enriquece con la contundente certeza —¿será?— que un rayo no cae dos veces en en mismo sitio y “pocas cosas como el universo”.
Un abrazo donde quiera que esté nuestro Augusto Monterroso, en vísperas de lo que sería su cumpleaños 100.
(Ciudad de México) estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Fue becario de literatura del INBA. Ha colabprado como traductor, editor y reseñista en revistas y suplementos, entre ellos el del unomasuno (primera época). Compartió jefatura de redacción y fue editor de Tiempo de México, que se publico como libro en noviembre de 1982. Es autor del volumane de relatos Casa llena y coautor de Memoria e investigación de la Ciudad de México 1850-1950.