Mowgli, Tarzán o el mito del “Buen niño salvaje”

Adolfo Córdova
Septiembre-octubre de 2021

Ilustración de W.H. Drake para el libro The Two Jungle Books, de Rudyard Kipling, 1895

 

Desde que empezamos a contar historias, la figura del ermitaño recluido en los bosques, a veces mago o maga, otras tantas un ser monstruoso o una criatura fantástica, ha poblado nuestras ensoñaciones y pesadillas, pues ese personaje, ese “Otro”, dice Roger Bartra, algún rasgo propio nos refleja, y ello nos inquieta y fascina.

Son tantos los cuentos populares en los que aparecen este tipo de personajes, que existe la tipología de “El Salvaje” en sistemas de clasificación de cuentos folclóricos como el Aarne-Thompson-Uther. Los antecedentes de esta tradición fantástica pueden encontrarse en algunos mitos fundacionales, basta recordar al hombre salvaje o primitivo Enkidu, criado por animales y el gran amigo de Gilgamesh; o Leshy, el espíritu del bosque de la mitología eslava; incluso podríamos evocar el catálogo griego de centauros, sátiros, silenos, cíclopes y otros seres resultado del capricho de un dios o la cruza de un humano con otras especies. En una línea paralela, pero en una tradición realista, una historia del humano “salvaje” en la literatura quizá arrancaría con el mito del Buen Salvaje y todos los ensayos o cartas de relación que daban cuenta de paraísos terrenales en los que vivían “nativos” felices y pacíficos. 

En su ensayo “El mito del Buen Salvaje y su repercusión en el gobierno de Indias”, la investigadora Beatriz Hernández Herrero identifica el relato “El villano del Danubio” (1529), de Fray Antonio de Guevara como la primera narración que plantea la dicotomía bárbaro/civilizado. En ésta, el eclesiástico español defiende e idealiza a los pobladores originarios y cuestiona la mano civilizadora. Este pensamiento se extiende desde España al resto de Europa e influye a humanistas como Michel de Montaigne, quien suscribe la imagen cándida del que vive en la Naturaleza e intenta relativizar lo “salvaje”.

Y luego de muchos matices, prejuicios y nuevas colonias, con la Ilustración, llegamos al polémico Jean-Jacques Rousseau, cuyo coctel de ideas naturalistas y pedagógicas se asocian comúnmente a este mito. Con él, leemos también a Robinson Crusoe (1719) y la moda de robinsonadas que inaugura, con familias enteras de náufragos viviendo entre cascadas, en casas hechas de tronco y palma, con cantos de pájaros como despertador. 

El gusto de los niños y niñas lectores por este tipo de historias fue reafirmado por Rousseau, que amaba esta novela y odiaba las fábulas. Según él, un libro así era todo lo que un niño o niña necesitaba leer pues ahí estaba condensada la vida en su “estado natural”, libre de todas las restricciones y perversiones sociales que se adquieren al crecer. De hecho, Rousseau no sólo atribuía a los niños y niñas un carácter bueno innato, que debía protegerse, asociaba ese carácter a una forma de estar inmerso en la Naturaleza.

Sus ideas alimentaron un nuevo mito, el del “Buen Niño Salvaje”, en el que confluyen la pedagogía y cierta libertad de exploración con la mirada colonialista, condescendiente, pero totalitaria, que asocia lo “salvaje” con la inmadurez y justifica la dominación: es decir, todo niño es un bondadoso salvaje al que está bien dar algunas libertades pero que hay que orientar (dominar) por su “propio bien”. 

Aunque el pensamiento de Rousseau sirvió para dar especificidad a la infancia y empujar una historia de reconocimiento y derechos, también nutrió esta imagen frágil del niño y niña buenos, sin agencia política, que necesitan protección; concepto que se asentaría en el Romanticismo y la época victoriana y que hoy se traduce en una cultura infantil sensiblera y bien vigilada. 

Muchos libros, sin embargo, han dado espacio a los niños y niñas para liberarse y habitar sus mundos propios indómitos. Rudyard Kipling, en 1894, con Mowgli, en El libro de la selva, y Edgar Rice Burroughs, en 1912, con Tarzán de los monos, son hitos en esta historia salvaje particular.

Aunque Kipling y Burroughs no eran amigos —de hecho, Kipling denostaba Tarzán— ambas publicaciones tienen como antecedente la figura del héroe criado por animales, como en el mito fundacional de Rómulo y Remo o en algunas versiones de la infancia de Zeus, en las que se cuenta que fue criado por una cabra llamada Amaltea; o el héroe que vive en el bosque, como en la leyenda inglesa de Robin Hood, pero los dos son herederos de la mirada colonialista sobre lo salvaje —comprensiblemente, en India, Kipling no es leído ni respetado por haber defendido siempre al imperio británico—. Se popularizaron, en parte, por la tendencia al exotismo en el arte, aunque sobre todo porque sus personajes conectaron profundamente con los niños y niñas lectores.

Tarzán fue una especie de superhéroe antes de la época de los superhéroes. Sólo precedido por John Carter, de 1911, también creado por Burroughs pero muchísimo menos icónico, anterior al Zorro, de 1919, de Johnston McCulley, y veintiséis años antes que Superman, de 1938. El hombre adoptado por simios configuró a un superhéroe selvático, estereotípicamente masculino (dominante, competitivo), que prefirió la vida salvaje que reintegrarse a la aristocracia británica a la que pertenecían sus padres. Aunque literariamente la obra ha sido considerada menor, y el personaje sea parte de una genealogía masculina tóxica, sus acciones llenas de aventura fueron fácilmente adaptables. Cómics, películas, programas radiales y televisivos circularon rápidamente, dieron perdurabilidad a la serie y actualizaron el mito del Hombre Salvaje en la cultura popular.

En el caso de Mowgli, los jóvenes lectores encontraron a un personaje más cercano y cautivante. Hablaba con los animales, ya no por un encantamiento fantástico o parte del orden natural de un cuento de hadas o fábula, sino como resultado de una cuidadosa arquitectura literaria. El uso del lenguaje de Kipling resultaba novedoso: lobos, panteras, osos, tigres y serpientes hablaban y se comportaban siguiendo unas reglas propias, instintivas, realistas, no tan evidentemente antropomórficas. Jack London —y tantos más después— también exploraría una perspectiva animal realista con Buck, el inolvidable perro que recupera su naturaleza lobuna en El llamado de lo salvaje, de 1903. 

La permanencia de Mowgli hasta nuestros días seguramente se explique, sin restar crédito a las adaptaciones de los estudios Disney, a la calidad de la prosa y las voces narrativas de animales que desarrolló Kipling, pero también gracias a la complejidad del protagonista. Basta releer las líneas con las que cierra “La canción de Mowgli”, en la última de sus historias en El libro de la Selva: “Soy dos Mowglis, pero la piel de Shere Khan está bajo mis pies. / Toda la selva sabe que maté a Shere Khan. / ¡Miren, miren bien, oh, lobos! / ¡Ahae! Está apenado mi corazón por las cosas que no entiendo”.

Además de suscribir en alguna medida el mito del “Buen Niño Salvaje”, también, como sucede con el álbum Salvaje, de Emily Hughes, se corresponde con las historias sobre niños y niñas ferales encontrados en los bosques, como Marie-Angélique Memmie Le Blanc y Víctor de Aveyron, hallados en Francia en 1731 y 1799, respectivamente, o Amala y Makala, en India, las niñas que en 1920 fueron separadas de una loba que aparentemente las había criado.

A diferencia de la serie de Tarzán, que sobrevive adaptada o más como ícono que como publicación, la vigencia de Mowgli también se constata por las muchas reediciones que se siguen haciendo. En México Ediciones Castillo lo publicó en 2017 ilustrado por Amanda Mijangos y Armando Fonseca, traducido por Darío Zárate Figueroa. Los ilustradores dibujan una selva exuberante, de follajes gigantescos, sombras acuosas y estáticas siluetas que perfilan a los personajes como en pinturas rupestres o representaciones tribales en el tono mítico, salvaje, de “tierras vírgenes”, que propone el relato original.

Un año antes, en 2016, Penguin Clásicos publicó El libro de la selva/El segundo libro de la selva, una edición que finalmente rescata cinco historias desconocidas de Mowgli que Kipling publicó primero en revistas y luego en un solo tomo, como el primer relato en el que aparece Mowgli. “En el rukh”, incluido originalmente en el libro Muchas fantasías, de 1893, y situado mucho después de las aventuras que conocemos, Mowgli ya es un adulto al que un grupo de servidores públicos del Imperio Británico en la India ofrece un puesto como guardabosques imperial. Mowgli acepta. El trabajo le permite casarse, tener una familia y asegurarse una pensión. Así como a muchos desilusiona enterarse que, según Andersen, la Sirenita no se casa con el príncipe y se vuelve espuma de mar, este desenlace tan “civilizado” para Mowgli puede ser un balde de agua fría para muchos.

Como sugiere la especialista Kaori Nagai, en el texto introductorio incluido también en esta edición, podemos prescindir de ese futuro para Mowgli, pero el cuento aclara ciertos datos históricos e ideológicos que en El libro de la selva y en su secuela aparecen desdibujados y “aporta cierto aire conclusivo a la saga de Mowgli como mito imperial”. 

El arquetipo del “buen niño salvaje” sigue muy vigente en la literatura infantil. El pequeño rey Max de Donde viven los monstruos, de Maurice Sendak, fue una de las actualizaciones que más ha permeado en la cultura infantil. ¿Será que el niño o la niña salvaje —que juega sin freno, que está “harto de obedecer”— aparece con más frecuencia en los libros porque niños o niñas reales, con sus deseos de libertad y juego no domesticados, ganan y reconquistan, o mejor, siembran y reforestan terreno en una sociedad sobreprotectora?

Si lo salvaje representa ese “Otro”que a veces intimida, ¿podría ser que al reconciliarnos con lo salvaje en la naturaleza borramos una frontera y somos más tolerantes con lo “Otro”, lo distinto?, ¿o, en última instancia, con algo que fuimos?, ¿con los niños, niñas y jóvenes?

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Adolfo Córdova

(Veracruz, Veracruz, 1983)

Periodista y escritor. Ha sido becario de la onu, el Fonca, la Jugenbibliothek en Múnich, el cepli en Cuenca, el CaSa en Oaxaca y la Fundación de Cornelia Funkem, en California. Por sus libros ha recibido diversos reconocimientos como el Premio Nacional Bellas Artes de Cuento Infantil Juan de la Cabada y el Premio Antonio García Cubas del inah, entre otros. Sus libros más recientes son Infinitos y la antología de poesía Cajita de fósforos,