Imagen de portada de la edición norteamericana de A Man’s Place (El lugar), de Annie Ernaux, Nueva York, Seven Stories Press, 1996
En uno de mis diarios de lectura escribí sobre El lugar sólo una frase: “No quiero que mi padre sea una idea acabada”. Ya había leído ese libro cuatro años antes, y me había maravillado de la misma manera que en mi segunda y tercera lectura. Ya había leído otros libros de Annie Ernaux —a los que no llamaré novelas, porque ella dejó de hacerlo al tomar una postura frente a su escritura—, todos con ese sello de simpleza y precisión, en los que aborda momentos y sensaciones que han tenido relevancia en su vida: un aborto, la pérdida de la virginidad, la pasión, la vergüenza, la guerra, la hermana menor, el duelo, la vida de casada, la infancia. En todas esas historias me sentí incluida, en todas podía haber sido yo contando un recuerdo de mi propia vida. En todas, menos en El lugar, que ya había leído cuatro años antes, cuando no sabía quién era la escritora francesa que recreaba la historia de un hombre, una ciudad, una tienda de abarrotes, una familia en medio de una situación económica precaria, y también la historia de una chica, a la que sus padres le dieron el derecho a la educación que ellos no tuvieron, y también la libertad de ser quien eligiera ser, en un mundo que los había despreciado; la historia de una mujer casada y con un hijo que regresa a la casa paterna para ser testigo de la muerte de su padre, y entonces estar segura de que eso lo iba a tener que contar. Porque uno escribe para salvar de ser borrado.
Leí El Lugar después de cuatro años de hacerlo por primera vez, después de conocer a la escritora francesa que había logrado salir de su mundo campesino al mundo burgués, que había vivido sola en el extranjero siendo muy joven, que decidió estudiar Letras Modernas, lo que su padre, dueño de un café, no sabía explicarles a los parroquianos, sin embargo, era incapaz de ocultar el orgullo que sentía por su hija, que hablaba un francés correcto y también una lengua extranjera, inglés. El hombre, antes de tener una tienda, fue obrero y antes de ser obrero, campesino. Y así era su vida y estaba bien, “se hace lo que se puede”. La evidencia de la felicidad es estar bien con lo que se tiene, aunque muchas veces ese deseo de ser mejor, y la vergüenza de saberse inferior, lo hacían a él y a su familia “querer por querer, no saber, en el fondo, qué es lo hermoso, qué es lo que debería de gustarnos”; sin embargo, la esperanza de que su hija fuera mejor que él, había sido concedida.
Así, El Lugar es un retrato que Annie escribió despacio. Comprendió que la única manera de no traicionar una vida insignificante sería la de reconstruir esa vida, poner al día hechos olvidados, aún cuando la memoria se resistiera. Porque era ahí donde ella dejaría testimonio de quién fue su padre. Ernaux deseaba hacer un libro que correspondiera al recuerdo vivo de ese dolor, porque todo: la voz, la historia y la forma había nacido de ahí, de la muerte de su padre, pero también de más atrás, del momento en que, por vergüenza, comenzó a alejarse de él.
El Lugar rompe e inaugura la manera en la que Annie escribirá en adelante. Rechazará la ficción para construir realidades, es decir, transformar realidades en vez de inventarlas. Este libro tenía que escribirlo sin “afectos expresados y sin complicidad alguna con el lector culto”, dice ella en una entrevista. Decidió usar la escritura llana con la que les había escrito cartas a sus padres para contarles el día a día. Decidió darse a la tarea de buscar las palabras y frases que hicieran existir las cosas de manera justa.
Escribió este libro deseando no poner un punto final, deseaba vivir en ese noviembre frío y lluvioso en el que su padre murió. Escribir sobre el hombre que mientras más viejo era, más enamorado de la vida se sentía. Sobre el hombre que no sonreía en las fotografías. Sobre el hombre que callaba ante las personas para no hacer el ridículo. Sobre el hombre al que su hija cerraría los ojos una vez muerto.
Annie Ernaux escribe sobre la muerte del padre, sobre el regreso al origen y no deja espacios para la imaginación, todo es claro: los lugares, la arquitectura de la casa y la geografía de la ciudad. Su literatura trata sobre la vida. Vive la escritura y escribe la vida. Necesita marcar el tiempo, recordar aquellos que fuimos, cuando la evidencia de la felicidad era igual a la del miedo o de la ignorancia. Dice Annie Ernaux que para vivir verdaderamente las cosas, es necesario volver a vivirlas. Quizás de eso se trata escribir.
(México, 1977). Estudió Filosofía en la Universidad del Claustro de Sor Juana y en la Universidad de Guanajuato, y Creación Literaria en la Sogem. Ha sido becaria del Fonca. Su primera novela, Hombre de poca fe, fue editada por Mondadori. Tiene publicados los libros Mar de la memoria y Obra negra.