Agnès Varda: estudio sobre el fragmento y la repetición

Fabiola Eunice Camacho
Mayo-junio de 2021

 

Agnès Varda en la Berlinale 2019. Fotografía: Martin Kraft (licencia CC BY-SA 4.0), Wikimedia Commons


La discusión es siempre la misma, reconocer a una artista por sus obras concluidas, por su esplendor en volumen o deslumbrarse ante el ingenio de aquellas quienes apostaron por sumergirse en el arte de la fragmentación, de reconocer la luz entre la padecería dispuesta en la calle, incluso sostenerse por la obra inconclusa. El fragmento por sí solo no es sino un trozo, pero que cuyo secreto puede ser la pieza medular del relato. Una imagen, acaso una nota perdida, un residuo puede carecer de valor para la mayoría, pero quizá sea un símbolo, el fotograma de una historia que lleva dilatándose toda una tradición. Desde su acontecer, la historia del arte nos muestra un despliegue de fragmentos que, sin importar su disposición, dirige nuestra mirada hacia Creta y los naufragios por venir. Su repetición no es fortuita, atentos siempre a las formas laberínticas, el fallo y el acierto sostienen una clase de loop, estructura engañosa que produce el efecto de una nula salida, a lo mucho, de adentrarnos más hacia el centro y, luego, la muerte. Quizás únicamente los recuerdos, las fotografías, la disposición de las manos de Las espigadoras en el cuadro de Jean-François Millet, los juguetes de principio de siglo xx, una fotografía en blanco y negro de la abuela el día de su boda o incluso la forma de cortar las verduras para la sopa de mamá sean suficientes para no perdernos entre la vigía y el sentido de realidad —quizá el verdadero tránsito en el arte—, incluso en el permanente movimiento de rotación en el que dirigimos el norte de la existencia humana.

Si lo pensamos detenidamente, en el cine se decantó el desasosiego, pero sobre todo la caída del gran arte, es decir aquella ánima todavía reluciente en el romanticismo y los últimos destellos del siglo xix. No porque el arte moderno no sea bueno —la discusión es tan baladí que no valdría la pena regresar a ella un siglo atrás, pues todo es cuestión de gusto— sino porque justamente la caída de dios y el constante cuestionamiento de nuestra existencia derrocó el aura, el recurso de la fe y el misticismo en la pintura, incluidas aquellas que muestran escenas de la vida cotidiana, como es el caso de algunas piezas de Millet, y junto con la evolución de las prácticas —es decir de la mística de la paloma a la fastasmagoría y fetiche del capital— las técnicas en el arte hicieron lo propio: primero la fotografía y después el Señor Cinema. Nada es gratuito y resulta una obviedad decir que, si la ciencia y la tecnología sostuvieron enormes avances en menos de cincuenta años, el pensamiento filosófico y el arte revolucionaron sus propias formas de revelarse. El objetivo puede que se centre de nuevo en el capital y su violencia, pero la mirada logra ver aquellos restos del pasado y de los cuerpos y memorias que han sido intervenidos mediante la fuerza fabril, las empresas bélicas, el colonialismo —junto con sus modos de sofisticación— y que nos devuelven a veces rostros de la hambruna, la melancolía y el destierro; en otros, el brillo nítido de los ojos de la amada, a veces de la esperanza.

Walter Benjamin comprendió esta transición, incluso participó de ella con una melancólica sonrisa de la cual somos espectadores ante la galería de fragmentos, notas sueltas, diarios y ensayos que justamente deambulan alrededor de la cámara. Un pensamiento enfocado en anotar tales alteraciones tenía que verse afectado por el paso del tiempo, la desaparición de geografías y la proyección de imágenes que parecían reales —lo eran—, y a la vez no. El cine es sueño, también ideología, bastante obvio décadas después para Roland Barthes, pero esa articulación entre sueño, estética e ideología procede de formas tan diversas que cegaron o reactivaron la mirada de diversos espectadores. En Calle de sentido único, Benjamin declaraba que “toda aversión es, en origen, aversión al contacto”, el nacimiento del cine indicaba el final de una época, sobre todo porque parecía que se daba por concluida la experiencia manual para centrarse en la cámara y la luz y, después, el sonido. Sin embargo, el cine condujo igualmente a una experiencia celebratoria y popular, el cine se abría a las multitudes, es esa “obviedad” lo que atraía a la gente  y que la hacía esperar gustosa para ver imágenes en movimiento cuya reproducción podía incluso cuestionar la muerte, como victoriosamente lo advertía Amado Nervo cuando por primera vez vio las imágenes en sincronía con el sonido en una simbiosis lograda entre el gramófono y el cinematógrafo, unión que lo hiciera decir: “¡La muerte ha sido vencida! Seguiremos viendo y oyendo a los seres que amamos”. Para Benjamin, cuyo pensamiento respecto al cine se acercaba al de Nervo, la aversión misma, incluso a la muerte como sentido de supervivencia, lo hacía una y otra vez repasar sus fragmentos, tocar sus objetos, sus libros, las postales, las vistas y sentir antes del fatídico instante en Portbou: ¡he vencido a la muerte!

Entre tantas imágenes, resulta normal el uso de la digresión, esa misma que le da sentido a la casualidad, que no es otra que el finísimo mecanismo del que está constituida la materia del arte y, en el mismo año que Benjamin escribiera ese libro sobre el que habla de un sueño que tuvo sobre México y su pasado precolombino, Arlette, que luego decidiría llamarse Agnès, dejó entrar la luz en Bélgica un 30 de mayo de 1928. Son las pequeñas cosas, aquellas partículas doradas lo que hace que no perdamos la dirección, incluso dentro de la utopía o el mero acto del sueño. Agnès Varda nació cerca del mar y con la luz del sol dejó que el tiempo decantara su peso sobre la incertidumbre.

 

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Para muchos es considerada la abuela de la Nouvelle vague, esa ola tan tatuada desde la infancia se volvió en una primera plataforma, no ideológica, sino meramente narrativa y estética, y en ella realizó su primer filme en 1954, La pointe courte, filmada en el pueblo pesquero francés de La Pointe Courte, en Sète. Toda ópera prima es una declaración de principios y Varda lo dejó muy claro, no solamente acerca de su mirada conocedora del arte clásico, pues estudió Historia del Arte en la École du Louvre, sino sobre la importancia de saber mirar a las personas, a toda clase de personas y hacer vasos comunicantes entre la ficción —la historia de amor protagonizada por Philips Noiret y Silvia Monfort, ambos actores profesionales quienes no cobraron por su actuación— y una historia que, aun trazada de manera ficcional, visibilizaba las diversas problemáticas económicas y sociales a las que la población de este pueblo del sur de Francia se enfrentaba. La mirada de Agnès nació fragmentada: mientras que con un ojo miraba mediante la cámara lúcida y filmaba la vida de las mujeres comunes, los trabajos extenuantes de sus maridos, las historias reales de amor, con el otro miraba hacia su interior, encontraba sueños, enmarcaba manos que dictan el destino único.

En el siguiente filme, Cléo de 5 à 7, Varda suspende la mirada en los elementos que sin ser fantásticos elevan la historia que cuenta: la belleza de Cléo, interpretada por Corinne Marchand, y el constante miedo a perderla, que se traduce en el que se tiene a la vejez, incluso más que a la muerte. En este juego de espejismos, Varda nos introduce al París de los sesenta, sus calles, un feminismo que va tocando plaza, incluso a la lucha estudiantil, pero también a sus propios demonios. Las manos que le indican el destino a Cléo —unas manos cuyo gesto todavía sin ver a la tarotista nos invita a pensarla como una mujer siniestra— nos hacen pensar en las suyas, como si mediante el trabajo de agarrar la cámara, de ponerla en el lugar indicado nos hiciera pensar que ella dicta nuestro destino, por lo menos, nuestra manera de reconocer el mundo mediante su objetivo.

Agnès sostuvo una pasión tanto por el cine —su pareja Jacques Demy fue igualmente uno de los más importantes cineastas de la Nouvelle— como por las historias. Esas mismas historias la llevaron a hacer un trabajo excepcional en el terreno del cine documental con Daguerrotipos (1976), en el que describe la vida cotidiana de los habitantes de la Rue Daguerre, calle donde ella misma vivió en compañía de Demy y sus dos hijos, Rosalie y Mathieu, creando una pieza vital e íntima, pero sobre todo libre de cualquier efecto intencional. Su carrera estuvo fuertemente atravesada por los grandes amores de su vida, Demy, los hijos, la gente, los gatos, ella misma. Cada una de sus historias, incluyendo la ganadora del premio César Sin techo ni ley, de 1985, nos hablan de sus formas de ver, sin importar incluso las críticas, incluyendo las feministas.

Varda, como muchas otras mujeres de su generación —también de esta—, comprendía el feminismo como una lucha donde debía exigirse el derecho al cuerpo, al aborto, a la libre elección, pero no bajo las ahora clásicas formas, de hecho siempre repudió el 8 de marzo y toda clase de espacios pensados únicamente para mujeres. Su crítica tenía que ver más con el capitalismo y sus formas de reproducción—violentas y sistemáticas— que orillaba a las mujeres a ser identificadas como objetos —de deseo, de reproducción y de trabajo— y no como seres autónomos. En filmes como Lions Love (1969), Una canta, la otra no (1977), Documentira (1981), Las espigadoras y la espigadora (2000) y finalmente Varda por Agnés (2019) se observa fijamente su mirada de cara a las mujeres dentro de su acontecer vital, como si sus manos nos hubieran llevado por las historias de ella misma, multiplicada en cada personaje y revelada mediante su juventud, madurez y sabiduría. El ciclo que abrió con Cléo, comenzaba a cerrarlo con Las espigadoras, tras una década sin Demy, sus manos comenzaban a decirnos el secreto: la muerte no es el único destino definitivo, sino el amor y su pérdida, y el reencuentro con la persona amada en los fragmentos, sea en el campo, sea en la ciudad, aunque como dice Benjamin, “acabamos de saludarla en un idioma que ella ya no entiende”, puede que por eso a dos meses de haber dicho en la Berlinale de 2019 que por fin se retiraría del cine, Arlette —que decidió llamarse Agnès— proyectó para siempre su luz en nuestra memoria, junto a sus gatos, sus hijos, sus historias.

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Fotograma de L'une chante, l'autre pas, 1977, 120 min.
Fotograma de Le Bonheur, 1965, 90 min.
Fotograma de Cléo de 5 á 7, 1962, 90 min.

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Fabiola Eunice Camacho

(Ciudad de México, 1984)

Ensayista e investigadora. Es maestra en Estudios Latinoamericanos por la unam y doctora en Sociología por la Universidad Autónoma Metropolitana. Ha publicado artículos en revistas como Este País, Casa del Tiempo, Revista de la Universidad y Tierra Adentro. De 2011 a 2013 fue becaria de la Fundación de Letras Mexicanas, así como del programa Jóvenes Creadores del Fonca en 2019, en el área de Ensayo. Fue finalista del Premio Internacional de Literatura Aura Estrada, edición 2020, y fue aceptada por la Ucross Foundation para realizar una estancia creativa en Wyoming, Estados Unidos.