Los sonidos del pandeísmo

Jesús Vicente García
Marzo-abril de 2021

 

 

 

 Las aguas que no duermen

que despiertan mis sentidos,

que inquietan mi piel.

“Agua sin sueño”, Danza invisible

Música a todo volumen. Madrugada. Vecina canta a gritos. Arrastra muebles. Salto como gato. Quiero ver una peli. Intento escribir. El reguetón y lo grupero explotan las paredes. Le pregunto a Basilio si eso sucede en su edificio. “No. Aquí le echan a la junta directiva”. Somos dos colonias distintas, dos culturas ajenas, misma delegación, misma ciudad. Somos unos privilegiados. Estamos vivos.

 

I

Diario suenan las sirenas de las ambulancias, sobre todo en las tardes casi noche. Cual gato, me asomo por la ventana. Pido a Dios que cuide a aquellos que están sufriendo por la pandemia, por los contagios que se han multiplicado a causa de que la gente se reúne para festejar todo, al niño, a las madres, a la terminación de estudios, cualquier cumple, días patrios, muertos, vivos, diciembre y sus posadas, la partida de rosca que es partida de vida, la Candelaria, la primavera, otra vez al infante, y aquellos que suben fotos al feis, de sus “encuentros”, pegaditos, sonriendo, sin cubrebocas, sin distancia, sin madre, para luego contagiar a la familia; habría que anexar a los que salen con razón o sin ella, sin cubrirse y hablando por celular, gritando en plena calle, lanzando sus babas, cuando son precisamente las babas las que enferman; somos una sociedad enferma en toda la longitud de la palabra.

Por eso las sirenas no paran de aullar. El sonido anuncia dolor. Dentro de la ambulancia se está jugando la vida una persona que pudimos haber visto en el metro, en el café, en el mercado, a quien es posible que le hayamos dicho gracias por cobrarnos en alguna tienda comercial; quien va adentro es todos nosotros, porque puede ser cualquiera de los lectores y de los transeúntes que vemos en la tienda, en la verificación del auto, en el avión hacia Cancún, en los jugos comprando un antigripal, en la banqueta del Eje 3, en Reforma, frente al Caballito.

Basilio y yo nos videollamamos por las tardes, cuando es posible, porque yo debo estar conectado al periódico; él califica, hace cuestionarios y anda consiguiendo textos para la materia de tutoría, porque a la titular le dio covid y está luchando por su vida en su casa; por eso anda en friega leyendo los ensayos de los muchachos, respondiendo dudas.

Cuando se puede, nos conectamos a las seis de la tarde, calculando que es la hora en que podríamos platicar con cierta calma, pero una sirena pasa por la calle de Obrero Mundial o por Viaducto, en la Narvarte o en la Algarín, donde vivimos cada uno. Basilio jura que pasó por Zempoala, y yo que no, que por Bolívar; se escucha tan cerca que parece que se metió aquí en la unidad y Basilio cree que está a un lado de su casa o con la vecina de enfrente que casi no ve por estar metido en sus cosas académicas, y su mamá Vera levanta la mirada al cielo-techo y pide a Dios que bendiga a esa persona, porque puede ser cualquiera, va adquiriendo un paralelismo con el panteísmo, mejor dicho, pandeísmo, porque el virus en su oblicuidad está en todos lados, todo el universo es pandemia, a veces hasta con la mirada podríamos inyectarnos, dice en su lenguaje hiperbólico Basilio, quien me dice que hace dos sábados unas ambulancias fueron por dos personas del edificio de enfrente, una señora entrada en años y un joven como de treinta, que más o menos conoció Basilio en sus paseos por Parque Delta.

—Ninguno ha regresado. Me dijeron que la señora falleció y del chavo pues no sé nada —agrega Basilio con sus audífonos de huellas de gato.

—A dos predios de aquí falleció una señora que siempre estaba en la iglesia. También se llevaron a otro que vive cerca de la panadería.

—¿No te parece que ya son muchos? Doscientos mil, oficialmente; extraoficial, el triple.

Guardamos silencio. Otra ambulancia, sirena en alto, se escucha casi dentro de nuestras casas. Vera llama a Basilio. A través de la ventana ven que sacan a alguien en camilla cubiertos a la manera de los covidenfermos, hay poca gente. Basilio me lo narra. La ventana está a su lado, gira el cuello y mira. Mueve la computadora para que yo pueda ver, pero la visión es algo reducida, así que prefiere narrar lo que se mueve. Atrás de la camilla, familiares hablando con los camilleros. La sirena se enciende otra vez. En cuestión de segundos todo vuelve a la normalidad, a ese silencio que permite escuchar la horrenda música que pone la gorda del edificio y los gritos de niños en donde Basilio califica los trabajos. Cállense, decimos al mismo tiempo. Sonreímos. Aquí pasan los vendedores de papitas y cacahuates, la camioneta que vende fruta, a veinte la guayaba, la papaya a quince el kilo, llévese tres kilos de jitomate y pague dos; arriba, la vecina con la grosería a flor de trompa sigue con su música, con nula empatía en esta pandemia; los sonidos hablan por la gente, más que la raza por el espíritu.

Basilio afirma que no hay en su edificio sonidos como aquí, que allá, en la Narvarte, a la primera se hace una reunión y se multa, se aplica la ley, se llama a la policía, se habla con la junta directiva, se va la institución correspondiente, se lee la ley de condóminos que en otros lados se la pasan por el arco del triunfo. Es como vivir en dos mundos en la misma ciudad, digo yo, tan sólo nos separa el puente de Viaducto y el Eje Central, rumbo a Parque Delta, para que el ambiente sonoro y educativo cambie de aires, de estilo y de estética. Una música suave me llega, es un jazz que en casa de Basilio apenas y acaricia los oídos, no retumba en sus centros lo guarro, sino que permite en esta pandemia darnos un momento para la charla, como nosotros que tenemos la gracia de contar con un techo y un salario, que podemos confinarnos para trabajar en línea, a diferencia de la gente que está viva, pero desempleada, o la que ha muerto a pesar de su dinero, la que no llegó al hospital, la que el médico le dijo que no era para tanto y su tratamiento fue ineficaz, los que no tienen voz ni salud ni oxigenación, los que andan en las esquinas pidiendo una moneda para comer, aquellos que trabajan en ferias y ahora carecen de entrada económica, los que han vendido su auto para sobrevivir y le dicen al arrendador que les dé un tiempecito más, los que con todo y su pobreza han ayudado, aquellos que en las clínicas se juegan la vida y el miedo los corroe y oran por no ser contagiados.

Somos unos privilegiados, mi buen Basilio, aunque haya gente que no tenga la menor empatía. No es posible, dice Basilio, que no hayan entendido nada del terremoto de 2017 ni de la influenza de hace diez años, porque actúan con dolo, su ruido molesta; no se compara con los pregoneros que hacen de esta calle de Manuel Navarrete, en la Algarín, el ambiente para decirnos que la ciudad no descansa, que hay gente que tiene que afilar cuchillos para sobrevivir, los que tocan su flauta, la banda de viento que pasa los viernes a mediodía que me ponen los pelos de punta, porque estoy corrigiendo textos, cierro la ventana y todo se convierte en tercer plano; igual que los basureros cuyos gritos se diferencian en que uno seduce con el grito y el otro tiene bocina en lugar de garganta, me hace saltar otra vez como gato, o los del gas que hacen sufrir a los jóvenes que a las ocho de la mañana están en clase en línea y aquellos gritando; mientras que de fondo constante están las palomas en cuyo pecho inoculan una especie de secreto, siempre dicen algo que aún no comprendemos; su excremento hace trizas los tinacos y los tubos y los techos; sólo los sonidos de la noche dan cierta tranquilidad acá en la Algarín, porque de pronto a lo lejos, cuando la noche languidece, un silbido nos recuerda un barco que leva anclas y que partirá en medio de la nada, aumenta el decibel para recordar que el señor de los camotes también vive y come; los vecinos adolescentes aguantan ese chiflido tan fuerte como un “golpe de oreja”, diría Neruda.

Basilio pregunta por otros sonidos que la videollamada permite transmitir, como el de las famosas patitas de pollo y los pescuezos con salsa valentina que pasa desde las siete de la noche, o el de los esquites y elotes preparados y que mi vecina se queja del precio, pero no puede evitar ir con su hija a comprar, de la misma manera que el señor de las gafas azules sale cuando el sol todavía ilumina al fonético anuncio del vendedor de helados, y una infancia recorre mi mente cuando esas campanas hacían de mi vida un manjar de recuerdos y un paraíso al paladar cuando podía comprar uno de vainilla, pues la carencia económica me cerraba las puertas a un helado, y ahora de adulto ya no voy por seguridad, prefiero darle al teclado y a la corrección, a mi eterno intento de ser escritor, pensando que la empatía, entre otras virtudes, se ha perdido en esta pandemia histórica que mata más que una guerra, con las decisiones de un gobierno que tampoco ha demostrado empatía por la sociedad, ni a ricos ni a pobres, ni a clase media.

 

 

II

Rechina el edificio como si le doliera la forma en que la vecina arrastra los muebles a las siete de la mañana, a las doce del día, a las tres de la tarde, a las dos de la madrugada, con su música guarra, con su batallón de malos gustos para afirmarnos que la pandemia no hace milagros, que hay quienes les importa un pito la muerte de todos y el cansancio de los demás, y no es cierto que la gente quiera música como en otros lados en que alguien saca su sonido guapachoso los viernes en la noche para darles felicidad a los vecinos, ¿cuál felicidad?; no han entendido que se necesita empatía, silencio, que cada quien en su casa crea su propio mundo, nadie quiere gritos ni música, sino apacibilidad y el derecho de trabajar a gusto, de vivir en armonía y seguirnos cuidando no sólo de la pandemia, sino de esa gente que es la otra pandemia, la otra parte de la inestabilidad y estupidez social.

Basilio me entiende y no me envidia, pues donde vive el ambiente es otro, como si fuese otro país, otra ciudad. Me dice que se tiene que ir, que me cuide, porque la muerte puede llegar sin avisar por aquello de la mutación del virus; temo que ingrese por los oídos. Pido esquina para bajar de este mundo sin que se nos rompan los tímpanos ni los pulmones, queremos sonidos armoniosos, sonidos de esperanzas sin falsas expectativas, porque aquí la muerte no pide permiso y anda sobre ruedas todos los días.

 

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Jesús Vicente García

(Ciudad de México, 1969)

Estudió Letras Hispánicas (uam). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el IX Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura.


Ilustraciones: Beatrix G. de Velasco

 

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