Placer porque sí

Ana Farías
Marzo-abril de 2021

 

 

 

Pensar en mujeres y placer casi siempre remite al terreno de la sexualidad. Ha habido luchas por reivindicar la sexualidad femenina como algo para disfrutar y no para padecer, pero sucede que hablar de placer en la sexualidad no lleva a extrapolarlo a otras áreas de nuestras vidas. ¿Qué mujer escribe tratados sobre el placer que provoca comer, por ejemplo?

Salvo cuando se trata de querer a los hombres y a la familia, la feminidad y la restricción van de la mano. Las restricciones atraviesan todo: desde lugares en los que es aceptable estar (el hogar) y a los que una no puede ir (la calle de noche, ciertos centros de trabajo o de ocio) hasta con quién podemos tener relaciones sexuales (el esposo) y con quién no (todos los demás), pasando, claro, por qué podemos comer (alimentos bajos en calorías y en pequeñas porciones) y qué no (todo lo que haga subir de peso). La relación que tenemos las mujeres con la comida suele ser instrumental (“como para tener el cuerpo con el que sueño”) o relacionarse con el cuidado, sobre todo de otras personas (“cocinando le demuestro a mi familia que la quiero”), aunque también tiene algo de autorrealización cuando genera oportunidades económicas1 o en su comunidad es valorada la cocina.2 Para los hombres, en cambio, cocinar no es tan común y cuando lo hacen son merecedores de elogios, ya que, a diferencia de las mujeres, no suelen hacerlo por obligación. En cuanto al acto de comer, para ellos no parece haber tanta reflexión sobre si van a engordar o si deben comer poco para que le alcance al resto de la familia, como sí sucede con las mujeres. Un hombre comiendo grandes porciones no levanta tantas cejas como cuando lo hace una mujer.

Hablar de placer puede generar culpa. Primero, porque vivimos en un país en el que a las mujeres nos pasan cosas atroces y se antoja cruel retorcerse de gusto mientras alguien más llora de dolor. Segundo, porque eso nos enseñaron. No merecemos nada si no lo ganamos, e incluso si lo ganamos pensamos que hubo una equivocación y tarde o temprano se darán cuenta. Disfrutar cosas es un terreno masculino: desde las relaciones sexuales hasta jugar videojuegos; si lo hace una mujer existe una sarta de calificativos para ponernos en nuestro lugar.

La culpa no es más que un mecanismo de control. Si algo te hace sentir culpable, evitarás esa conducta, y eso puede traducirse en un bien mayor, o no. Si rayas con tu carro uno estacionado, se esperaría que te sintieras mal y te detuvieras a dejar tus datos en el vidrio del carro que chocaste. Incluso puedes recriminarte por la distracción, pero al menos en este ejemplo el motivo del malestar es que afectaste a un tercero e incumpliste una norma que busca protegernos, no castigarnos. Cuando comes un postre no estás afectando a nadie y, sin embargo, ese acto puede generar un montón de culpa. Si algo te genera culpa y no hay un tercero afectado, probablemente significa que se está activando un mecanismo para controlar lo que haces. Para nosotras las mujeres, hasta satisfacer nuestras necesidades básicas requiere negociar con nuestra conciencia.

¿Para quién comemos? Cuando tenemos dietas restrictivas para estar delgadas porque eso es lo aceptable, comer deja de ser una cosa que haces para ti, porque lo necesitas o lo disfrutas, y se convierte en un vivir para el otro. Habrá quien diga que quiere estar delgada porque así le gusta a ella, pero no es casualidad que ese tipo de gustos propios coincidan a la perfección con lo que dicta el mercado.

Si una de las cosas que se requieren para estar vivas en realidad lo hacemos para otras personas, ¿cómo no sentir culpa o vergüenza cuando rompemos ese pacto y nos damos un gusto que sí es para nosotras? Estamos traicionando al otro, que puede ser tan abstracto como una sociedad que se empeña en mostrar puras representaciones de mujeres delgadísimas, o tan concreto como nuestra madre que con desprecio nos llama gordas. Se parece mucho al “se me va el aire cuando no estás” de tantas canciones románticas. ¿Cómo está eso de que satisfacer nuestras funciones básicas está supeditado a la existencia de otros?

Tener una relación problemática con la comida muchas veces pasa por adoptar una escala en blanco y negro donde o algo es bueno o es malo, un premio o un castigo, como si la comida tuviera una caracterización innata, divina. Para ser una generación cada vez menos creyente, les tenemos mucha fe al misticismo y a los absolutos. Una vida con escala de grises en la que el placer sea parte de la gradación es una mucho más vivible.

Comer sin culpa es construirnos un espacio para nosotras mismas en donde las normas restrictivas de una sociedad misógina no aplican. No se trata de comer y disfrutarlo como reacción a un contexto adverso, sino hacerlo a pesar de o independientemente de eso. Los seres humanos podemos obtener placer de actividades necesarias para nuestra supervivencia. Comer no es algo que se hace sólo para mantenernos vivas, sino también para sabernos humanas. Hacerlo sin culpa es entender que lo merecemos nomás porque existimos.

Muchas acciones planteadas desde el feminismo buscan protegernos de lo que los hombres hacen con nosotras, y es necesario que sea así porque no podemos simplemente omitir la violencia, pero tendríamos que poder diferenciar eso de las prácticas que son por sí mismas placenteras, porque justamente comer como reacción a los problemas que hay allá afuera es lo que nos han venido enseñando. Ni siquiera se trata de autocuidado porque eso de nuevo implica pensarnos en función de alguien o algo que nos cansa o nos hace daño. Es meternos de lleno en la experiencia de sentir aquí y ahora, es preguntarnos cómo es nuestro placer cuando no está atado a lo que esperan de nosotras.

Cuando creces en un lugar en el que parece que todo el mundo consume pornografía y los cuerpos de las mujeres se consideran de dominio público, es probable que nuestro deseo esté informado por eso. Acá pasa lo mismo. Necesitamos un espacio en donde podamos construir una narrativa de placer que nos funcione y satisfaga a nosotras, no a lo que el mundo espera que sintamos. Si el feminismo es un movimiento centrado en las mujeres, no siempre tendría que verse como una forma de resistencia; también tendría que ser una forma de aprender a estar en el mundo en nuestros propios términos. No tenemos que convertirnos en foodies ni seguir las modas gastronómicas de Instagram, sino entender qué significa placer para nosotras como si nadie nos estuviera juzgando, ni siquiera nosotras mismas.

El año pasado empecé un canal de cocina en Telegram en el que cinco veces por semana comparto audios y fotos con las recetas de lo que cocino. Una de las intenciones de ese proyecto es que otras mujeres se contagien del gusto por comer y encuentren recetas que les ayuden a eso. Cuando sentimos placer, lo que pasa afuera (o incluso en otras partes de adentro nuestro) se vuelve irrelevante porque disfrutar algo requiere de nuestra presencia completa. Sentir placer, entonces, es una forma asequible de sabernos vivas, enteras. Me interesa abonar a eso.

Hace poco pedí a mujeres en Twitter que me platicaran de su relación con la comida. Puedo contar con una mano las que me contestaron que tenían una buena relación. Muchas batallaron para poner en palabras lo que sentían, pues no es un tema del que acostumbren hablar, salvo en terapia, y eso a veces. ¿Y si empezamos por ahí? Tendríamos que hablar con otras sobre nuestra relación con la comida e incluso quizá tener sesiones sensoriales para compartir los alimentos.

Hay evidencia de que ese tipo de prácticas podrían servir de algo. Según Hong et. al.,3 prestar atención a la experiencia sensorial de comer puede aumentar nuestra sensación de satisfacción y hacer que nos guste más la comida que generalmente comemos, además de esa que generalmente evitamos o nos desagrada. Esa es una buena noticia: no siempre tenemos que comer cosas deliciosas porque la intención no es convertirnos en expertas en la mejor cocina del mundo, sino aprender a escuchar a nuestros cuerpos y encontrar placer en el proceso. Hay otras formas: Quoidbach et. al.4 sugieren que recordar experiencias similares que nos trajeron satisfacción y compartir la experiencia con personas cercanas puede brindarnos el mismo efecto.

Según Kristeller y Wolever,5 prestar atención a la experiencia de comer ayuda a evitar los juicios de valor sobre nuestros procesos con la comida, a detectar cuándo tienes hambre y cuándo estás saciada, y te enseña a encontrarle el placer a comer. Se trata de aprender a entender tu cuerpo, la relación que tienes con él y las emociones que se derivan de ahí. Es una forma de tomar control basada en la compasión y el entendimiento, no en el castigo y las privaciones.

Cuando comemos pensando en las calorías o en si lo merecemos o no, emitimos un juicio de valor que no se deriva directamente de la comida misma, sino de ideas que sacamos de un montón de lados. Hablamos mucho de que “mi cuerpo es mío”, pero cuando se trata de comida, “mi cuerpo” se convierte en un lugar de disputas entre nuestros prejuicios, las normas sociales y nuestra hambre. En cambio, cuando nos enfocamos en la experiencia sensorial, mantenemos un diálogo con nosotras mismas en nuestros propios términos: esto me gusta, esto no, quiero continuar, quiero detenerme. Quizá al final resulte que de verdad no disfrutamos comer, y si ese es el caso estará bien, pues entender nuestro placer también pasa por conocer nuestros límites.

El mundo ya está lleno de escenarios horribles para las mujeres. Buscar placer en un mundo que nos quiere sufriendo puede ser una forma de resistir esos embates, pero también tendría que ser algo que busquemos independientemente de eso, porque nuestras vidas no pueden ser sólo una reacción a lo malo que nos pasa o pueda pasar. Hay que permitirnos sentir placer por el placer mismo, nomás porque se nos pega la gana.


1 Meredith E. Abarca, Voices in the kitchen: views of food and the world from working-class Mexican and Mexican-American women. College Station: Texas A&M University Press, 2006.

2 D’Sylva, Andrea y Brenda Beagan, “‘Food is culture, but it’s also power’: The role of food in ethnic and gender identity construction among Goan Canadian women”, Journal of Gender Studies, sept. 2011: 279-289. https://tinyurl.com/7bplx2zh

3 Hong, Phan et. al. “The positive impact of mindfull eating on expectations of food liking”. Mindfulness. Junio 2011: 103-113. https://tinyurl.com/7hq9h307

4 Quoidbach, Jordi et. al. “Positive emotion regulation and well-being: Comparing the impact of eight savoring and dampening strategies”. Personality and Individual Differences. Oct. 2010: 368-373. https://tinyurl.com/1kpaeil0

5 Kristeller, Jean L. y Ruth Q. Wolever. “Mindfulness-based eating awareness training for treating binge eating disorder: the conceptual foundation”. Eating Disord. Enero-Febrero 2011: 49-61. https://tinyurl.com/1hp0qar7

 
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Ana Farías

(Monterrey, 1988)

Estudió Ciencia Política en el itesm, la maestría en el iteso y el doctorado en la Escuela de Gobierno del itesm. Es directora de Parvada Estrategias Comunitarias, A.C., y ha realizado consultoría para los tres órdenes de gobierno.


Fotografía: Miguel Ángel Flores Vilchis

 

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