No soy feminista

Valeria Angola
Marzo-abril de 2021

 

 

 

Comenzaré este escrito con una declaración que quizá sea contradictoria para la propuesta de este número: no soy feminista. Aunque lo fui.

Ninguna teoría, ninguna práctica se gesta sin la experiencia de los sujetos, sin la implicación del cuerpo, de las vivencias y de los paisajes. En las ideas que producimos participan quienes nos acompañan en la vida: los amigos, los vecinos, la familia, los amores y los desamores, los encuentros y las rupturas.

Por esta razón, para presentar mi perspectiva sobre el feminismo y el por qué ya no me interesa reivindicarme políticamente desde ahí, es necesario que comparta mi trayectoria personal que, como ya lo he dicho, está impregnada de la presencia de mi comunidad, de mis ancestrxs y compañerxs de lucha. Soy, porque somos.

Sin contar que de entrada —al igual que otras amigas y conocidas— venía estrellada de una relación muy complicada con mi padre, un hombre que nunca abandonó a sus hijos negros, pero que emocionalmente nunca estuvo presente, podría decirse que mi historia en el feminismo comenzó como la de muchas mujeres que experimentaron violencia en el noviazgo.

La disminución de mi autoestima, la manipulación, los golpes, gritos y celos hicieron que me lanzara de cabeza en el feminismo para entender por qué estaba amando de esa forma. Me ayudaron los textos de Marcela Lagarde y Coral Herrera. Sané entre la lectura, pero también con el acompañamiento de amigos y familiares.

Salí del clóset como feminista, lo declaré a los cuatro vientos. Era feminista y por fin podía decirlo.

Era feminista porque necesitaba respuestas que me ayudaran a entender cómo había caído en esos círculos interminables de reconciliación y rompimiento. Me preguntaba por mi manera de amar y ser amada, por mi deseo. Necesitaba entender por qué me sentía atraída por aquellos hombres violentos y celosos que me reclamaban como su propiedad privada.

En una primera etapa de este proceso de sanación, los culpé a ellos. Quería ver sus penes rebanados en pedazos en la licuadora. Reclamaba sangre, quería venganza.

Luego, me acerqué al feminismo negro. También sentía un impulso por entender cómo el racismo se entrelazaba con mi experiencia de ser mujer. La violencia que había vivido tenía que ver con mi forma de moverme, de hablar, de bailar y vestir. Mis parejas me exotizaban, apelaban a mi nacionalidad y a mis características físicas a la hora de señalar lo inmoral de mi comportamiento. Leí Mujeres, raza y clase de Angela Davis. Seguí con Audre Lorde, bell hooks y muchas otras.

Pero más allá de hacer un ejercicio narcisista que destaque mi gran carrera como ex feminista, me interesa trazar una historiografía propia que invite a los demás a reflexionar sobre la relación entre las vivencias, las teorías y las personas.

Las teorías nos ayudan a tener respuestas sobre lo que vivimos. Nos explican cosas y a veces trazan soluciones. Hay teorías que surgen de la práctica; sin embargo, hay otras muy abstractas.

El feminismo suele perderse en lo abstracto cuando se olvida en qué contexto histórico y político surgió. También cuando la experiencia particular de un grupo de personas, en este caso de mujeres del norte global, se universaliza como una verdad absoluta para todas las mujeres de todas las culturas sin importar el momento histórico.

La teoría feminista surge de la experiencia localizada de las mujeres blancas ante su necesidad histórica de reivindicar su humanidad frente a su contraparte, los hombres. Situar al feminismo en su corpo-política —quién habla— y geo-política —desde qué lugar habla— evitaría que cayéramos en las universalizaciones eurocéntricas que, por un lado, afirman la existencia de un patriarcado anacrónico y universal y que, por el otro, apuntalan al feminismo como el único camino posible para una revolución de mujeres.

Hace pocos años, después de gritar que era feminista en todas partes, empecé a involucrarme con otras personas afrodescendientes como yo. Muchas mujeres que conocí en ese entonces no se interesaban por el feminismo. De hecho, no les gustaba ni en lo más mínimo e incluso lo criticaban de formas tan mordaces que podía sentirme ofendida en lo personal.

Comentaban que el feminismo era una teoría producida por la blanquitud, individualista y eurocéntrica, que busca romper los lazos comunitarios entre hombres y mujeres.

Si la interseccionalidad nos enseñó que los sistemas de opresión colaboran entre sí, al estar en comunidad comprendí que la lucha es colectiva porque esos sistemas actúan con simultaneidad. El trabajo colectivo es como un gran engranaje que funciona si todas las partes trabajan. En la colectividad, con hombres y mujeres, aprendí que lo que los perjudica a ellos nos perjudica a nosotras. Y viceversa.

Si se revisa la historia, nos daríamos cuenta de que la lucha política de las mujeres negras nunca ha estado separada de los hombres. Harriet Tubman, Rosa Parks, Ida B. Wells, Angela Davis, entre otras, han sabido que la libertad es imposible de alcanzar si sólo se lucha para que ellas la consigan.

No se puede pedir justicia para un grupo y para otro no porque, como dijo Martin Luther King, “la justicia es indivisible” y la manifestación de “injusticia en cualquier lugar es una amenaza para la justicia en todas partes”.

Fue en este punto donde empecé a sentir al feminismo como una postura insuficiente para lograr una transformación radical de la sociedad. Ya no me interesaba tirar a la licuadora penes de hombres.

Encontrarme políticamente con ellos era vital por dos razones. Una, para entender los procesos por los cuales los hombres negros también han sido deshumanizados; y dos, para imaginar y construir ese mundo nuevo lleno de abundancia, justicia y libertad para todos.

Sin el encuentro con otras mujeres y hombres afrodescendientes, sin haberles escuchado y leído, sin la experiencia encarnada en el cuerpo de haber compartido, quizás, mis posturas feministas radicales nunca hubieran desaparecido.

La importancia que tienen los demás en los cambios políticos que decidimos asumir es inmensa. Con frecuencia, mujeres feministas me escriben para darme las gracias porque algo que escribí hizo que cayeran en cuenta de que la realidad de las mujeres afrodescendientes es diametralmente opuesta a la experiencia hegemónica de ser mujer.

Las ideas no son mías, son de todas las personas que compartieron sus palabras conmigo. Padres, hermanos, amigos, compañeros, vecinos, autores, etcétera. Las ideas no tienen dueños, han transitado por muchos años entre las generaciones, rebasando las fronteras nacionales de los países, inclusive, los límites que separan la vida de la muerte.

Mi existencia es el reflejo de la existencia de todas las personas que vivieron antes de mí. Una persona es a través de otras personas. Así como también, una cosa es una cosa a través de otras cosas. Éste es el principio de la filosofía africana Ubuntu que, en términos muy generales, se trata de entender que venimos de un flujo de energía en el que todos somos uno.

Siento una gran decepción cuando leo en redes sociales cosas como que “el feminismo no puede maternar todas las causas” o que “al feminismo, como a ningún otro movimiento, se le exige responsabilizarse de todos los problemas sociales” o peor aún, cuando se excluye deliberadamente de los círculos feministas a personas trans porque justifican que la lucha de las mujeres debe ir separada de la lucha trans. No se puede desamarrar un nudo jalando de un solo lado.

Para las filosofías africanas, la maternidad, por ejemplo, es un acto de afecto colectivo que se realiza en comunidad y que no está dado por los lazos biológicos. Maternar no es una responsabilidad individual que recae en una sola persona, es una tarea que se comparte no sólo con los miembros de la familia (hermanos, tíos, primos), sino también con otras personas que no son familiares, pero que pertenecen a la comunidad.

Ubuntu es unidad y armonía entre los humanos, la naturaleza, el planeta y todas las formas de creación y vida. La filosofía de la Unidad es una cosmogonía muy antigua que ha recibido muchos nombres, en muchos lugares. En África se llama Ubuntu y ha sido clave para la resistencia de los pueblos esclavizados y colonizados del mundo.

Aunque ha habido intentos por incluir a Otras mujeres en las teorías feministas, los hombres siempre quedan por fuera. Niños, jóvenes y ancianos racializados históricamente han sido despreciados por el feminismo que, bajo la premisa de que ellos son la encarnación más palpable del patriarcado, olvida que pertenecen a nuestras comunidades y que el racismo que viven ellos nos afecta a nosotras.

No soy feminista porque el feminismo es contrario a la filosofía africana de la unidad, a Ubuntu, no sólo porque la historia muestra su innegable compromiso con el proyecto eurocentrado de modernidad y colonización, sino también porque en la praxis continúa siendo partidario de la fragmentación colonial entre hombres y mujeres, obstaculizando la organización colectiva y la resistencia comunitaria de los pueblos.

No ser feminista no debe entenderse como la apatía por los asuntos de las mujeres, al contrario. Creo profundamente que es posible no autodeterminarse feminista, ser mujer u hombre e interesarse por la eliminación del sexismo y de la violencia de género.

Porque soy negra rebelde, palenquera, cimarrona, reivindico el principio fundamental de la filosofía africana Ubuntu de cuidar del bienestar de los demás, del espíritu de apoyo mutuo y de maternar en comunidad.

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Valeria Angola

Afrocolombiana y mexicana, antirracista y cimarrona. Etnóloga y bailarina de formación. Desde el 2017, trabaja como asistente editorial de Desacatos. Revista de Ciencias Sociales del ciesas. Es columnista de Malvestida. Representante de Afroféminas en México desde el 2019. Podcastera en Afrochingonas en integrante de afrontera, colectiva antirracista en Ciudad de México.


Fotografía: Miguel Ángel Flores Vilchis

 

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