Los que no caben:
maricas y fe

Andrea Carabajo Salazar
tiempo en la casa
octubre-noviembre de 2025

 

 

Vuelos de la muerte, Valeria Arendar, de la serie Dos veces María. Impresión giclée sobre papel Hahnemühle Photo Rag, 2022.


Eran las 6:45 de la tarde y una pequeña G se acomodaba la túnica blanca que usaba para acolitar. Bajo esa tela lucían sus zapatos escolares negros que se ponía para servir en el altar y, al día siguiente, asistir a la escuela. Podría haber visto televisión o jugando con otros niños, pero caminaba con una sonrisa hacia el coordinador de su parroquia para preguntarle qué tarea le correspondía cumplir en la misa dominical de esa noche. En sus ojos se encendía la ternura —en medio de los cánticos del rosario— de hacer y recrear, como un solemne juego, algo en lo que creía. 

Los domingos de mañanas frías, las voces que le ordenaban levantarse y vestirse «porque nos vamos a misa», eran el denominador común de Ed, Victoria, G y Milo. Los cuales, desde sus infancias marcadas por la feligresía, vivieron las creencias impuestas —como si fueran propias— hasta sus momentos de quiebre y revelación: saberse distintos, saberse homosexuales. Ellos lo cuentan porque lo que no se nombra, no existe. 



***



Edward Castillo (Ed) recuerda todavía el momento exacto. Sus rodillas se doblaban y su piel se adhería al reclinatorio de madera que soportaba el peso de sus sollozos y oraciones. Era su segundo y último retiro espiritual en Colombia, cuando aún formaba parte de un grupo de cristianismo protestante. Mientras la pregunta de si “curarse” o no brotaba de sus labios, entre susurros juraba no querer dejarlo a Él (a Dios). 

—Ellos me empujaron a tomar esa decisión —dijo, refiriéndose a la congregación—. Me sentía fuera de lugar por ser quien soy, y no iba a ceder mi identidad.

Un año después, una de sus hermanas mayores pasó por lo mismo. Reafirmó su identidad como lesbiana y decidió apartarse, cansada de la homofobia emanada por los pastores con sus discursos de cada sábado. Ed lo entendió de inmediato: también tenía que salir de allí. Seis meses después dejó de asistir. Aunque mucho antes, y como la mayoría de las personas en Ecuador —según datos del INEC (Instituto Nacional de Estadísticas y Censos) en 2012—, formaba parte de la religión católica. En su casa nunca fueron tan devotos, pues asistían a misa cuando se acordaban, y él solo iba por obligación de su escuela, cada semana, a la iglesia del barrio.



A diferencia de Ed hay quienes no dejan de creer, aunque su forma de hacerlo haya cambiado, como le ocurrió a quien llamaremos Victoria. Alejada de dogmas que reprimen a las mujeres y disidencias, la ruptura se consolidó mucho antes de identificarse como parte de la comunidad LGBTQ+. Después de una infancia y adolescencia marcadas por una creencia férvida, al punto de repetir esos discursos y comportamientos que, como mujer católica, presuntamente debía tener. 

Una joven Victoria acababa de recibir el sacramento de la confirmación. Afirmó su fe y volvía a misa cada domingo con su madre, aunque cada vez con más desánimo. La gota que derramó el vaso fue escuchar al nuevo sacerdote decir que «el deber de las mujeres era obedecer, callar y obrar tal cual la palabra de Dios lo afirma». Le pareció estricto, por supuesto, pero le abrió los ojos: comprendió que la religión no encajaba en lo que deseaba para su vida. A partir de allí comenzó a alejarse, primero de la religión y luego de la idea de Dios. 

Doce años transcurrieron para que empezara a identificarse como parte de la comunidad. Cuando era creyente no aceptaba la posibilidad de sentir atracción por mujeres, pero entendía que la orientación sexual no se elige, es algo que se es, contrario a lo que señalaban las homilías que escuchaba. Fue entonces que, condenar aquello que no se puede cambiar, le resultó incorrecto. Dentro de ella se acrecentó el respeto y la aceptación que más tarde pondría en práctica. En el presente, su manera de vivir la espiritualidad resulta en una síntesis de tolerancia y afecto.  

—Mi familia continúa siendo fervientemente católica y no me gusta que me hablen de religión —añadió—, pero mi novia es creyente y me gusta cuando ella me comparte su fe, no me la impone.  

Victoria defiende que todos tienen derecho a creer en algo, sin importar lo que la sociedad de quienes forman parte de las disidencias. Ella cree en el Universo y por eso afirma: 

—No todo tiene que ver con la heteronormatividad. Hay otras formas de vivir la religión. ¿Por qué lo que yo haga con mi cuerpo tendría que afectar cómo me relaciono con Dios? 

Hablando desde sus propias certezas y tomando decisiones significativas, ella salió de lo impuesto. Es algo de admirar.

Sin embargo, para Ed, todo ese recorrido —su devoción, su decisión de alejarse y su actual distancia con la fe— tiene raíces difíciles de arrancar. Aunque su familia no era devota, la rutina cambió cuando el grupo CENTI (Comunidad Cristiana Internacional de Teoterapia Integral) apareció en sus vidas. Sus padres decidieron formar parte, y con ellos también Ed, que tenía once años. A pesar de ser un niño tímido y cohibido acudía todos los sábados, sin falta, a este nuevo espacio en donde encontraba, entre sonrisas y palabras de apoyo, una mano en su hombro que calmaba sus miedos dentro de la etapa de transición en la que se hallaba. Por un tiempo, aquel espacio le sirvió de contención cuando ingresó en octavo de básica a un colegio católico y masculino. Un espacio donde descubriría y aceptaría su orientación como gay u homosexual.

En el presente, el vínculo que Ed mantiene con la religión es nulo. Lo ha dejado atrás y no siente la necesidad de retomarlo ni de reconstruirlo. En cambio, dijo, le gustaría congregarse con gente de la comunidad LGBTQ+. 

—Somos diversos sexoafectivamente y también en creencias. ¿Por qué no compartirlo si se relaciona con lo que somos? —defendió— No deberíamos ponernos estigmas en otras áreas como la religión, por ejemplo. Hay un salmo que llevo conmigo desde entonces y que todavía pienso que reafirma el amor que Dios tiene para con nosotros, su creación: 


Porque tú creaste mis entrañas;

me formaste en el vientre de mi madre.

Te alabaré, porque asombrosa y maravillosamente he sido hecho; [...]

(Salmo 139: 13-14)


Entre las disidencias sexuales y la religión existen heridas que aún supuran: marcadas por silencios, rechazos y desplazamientos. No suele pensarse que entre ambas puedan, pese a todo, existir vínculos; sin embargo, hay quienes los reconstruyen. 


Al igual que Ed y Victoria, G y Milo también eligieron caminos propios: una, marcando distancia desde la exclusión que sentía en cada misa; la otra, resistiendo dentro su religión a pesar del rechazo. Ambas sostienen a su modo, un vínculo con la fe sin negar su identidad, sin negar sus deseos ni lo que son.

En la mirada de G se traduce la ternura con la que recuerda su infancia en la fe. Acompañada por los rezos en la emisora 88.1 FM Radio La Voz de María junto con las clases de religión en su institución. Ese entorno devoto fue el espacio de sus primeros deseos, pues, a los catorce años, un pequeño regalo de una chica que le gustaba le hizo entender que todo cambiaría.

En otra ciudad, años antes, Milo era una niña, y su estómago, como el de su familia, gruñía del hambre. Cada sábado a medidodia en la iglesia Adventista del Séptimo Día (IASD) se ofrecía almuerzo a los hermanos e invitados. Eran atendidos y saciados. Desde entonces, sus padres decidieron devolver aquel gesto desde la entrega y el estudio a esta fe: se congregaron. Empezó a recibir estudios bíblicos, a la par que su familia. Una pequeña Milo se sentaba y apoyaba sus codos sobre la mesa, contemplando a una adulta mayor que la acogía en su hogar. Frente a crucigramas y sopas de letras, le enseñaba sobre historias bíblicas y a leer. Leía la Biblia y lo hacía muy rápido. Esa educación que recibió la volvió cercana a una comunidad y fortaleció el inicio de su vínculo con la IASD. 

También G, desde su escuela, empezó a sentir esa tensión entre el pertenecer y asumirse. Sentada entre sus compañeros, ella miraba al altar, entre movimientos inquietos en la banca y miradas furtivas a su alrededor, se sentía diferente. Frente a ella, la imagen de la Virgen en la Anunciación con el arcángel Gabriel resaltaba la escena mística, envueltos en un halo de luz y polvo. Sus toscas manos se rozaban entre sí, tensas e inquietas a la espera de un siguiente paso que ya no llegaría, mientras su delgado cuerpo se hundía en la banca. De sus labios no saldía el «hágase en mí según tu palabra».

—Desde ese día dejé de confesarme y comulgar. Estaba llena de dudas. Pensaba: ¿cómo puedo volver a sentirme parte de esto si ahora me sé distinta? Nunca nadie me dijo si los homosexuales podíamos ser parte de la iglesia y cómo podríamos vincularnos. Ante el silencio, actué desde la incomodidad. 


Mientras tanto, Milo enfrentaba sus propios problemas dentro de la congregación. La cercanía se había resquebrajado. Más tarde entendió que era por los principios elitistas de su congregación: se sentía fuera de lugar debido a su clase social. Llegó el punto de quiebre cuando a sus diecisiete años un pastor “disciplinó” a su familia por causa de unos conflictos. Como consecuencia, a Milo le retirarom sus cargos dentro de la iglesia. A la par de estos problemas familiares y de fe, ella estaba entendiendo su identidad sexual. A los quince, con su primer celular empezó a leer yuris (actualmente GL) y a confirmar su curiosidad: ¿era esa sensación que adoraba la traducción del deseo de la carne de su igual? 

Años después, tras varios roces con su madre, Milo se fue de casa. Volvió cuando los problemas —como si cargara cruces— le pesaban y tenía que aligerar su carga. Al regresar, le dijo que era bisexual. Su madre, escandalizada, pensó que dejaría la iglesia, pero Milo le aseguró, con lágrimas, que le hacía falta volver. En esa distancia entendió que no podía estar lejos de Dios, aunque sí de la organización IASD que le parecía ya una mierda. Hoy ella se sabe parte del 7,1% de personas bisexuales en el Ecuador, entre más de 221 mil que se identifican con una orientación sexual diversa


Para G, su identidad lésbica vino el extrañamiento y nuevas miradas: los discursos de la iglesia estaban en contra de temas a los que ella mostraba apoyo. Es por ello que, al dejar de creer en esa institución, anuló automáticamente su condición de quien profesa la fe católica, según los mandamientos de esta misma. 

—Quería un lugar para mí siendo quien soy —dijo—, pero entendí que no lo habría. Me escogí como mujer lesbiana, más allá de ser católica. Desde el mismo amor por Dios, decidí quedarme sólo con él.

A Milo le afectó aceptarse como bisexual, creía que no podía ser homosexual siendo cristiana. 

—Actualmente sigo pensando en Mateo 6:24: «Ninguno puede servir a dos señores; porque o aborrecerá al uno y amará al otro[...]». Me debato entre ambos, pese a que he aprendido a convivir con ellos. Soy ambas: homosexual y cristiana.



***



Un sábado cualquiera, Milo asiste al culto. Su cuerpo, alguna vez objeto de murmuraciones, se sostiene firme y devoto frente al rechazo. Está en el lugar donde los dos señores se vuelven uno a partir de la mirada del afecto. Al tener a una mujer a su lado, y sentir la presencia de Dios, sólo piensa en agradecerle a aquel que no la olvida. La disidencia puede resistir desde la fe. 

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Tiempo en la casa 23
octubre - noviembre de 2025
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Andrea Carabajo Salazar

Estudiante de Literatura de la Universidad de las Artes (Guayaquil, Ecuador). Ha publicado reseñas en blogs, revista SurIdea n.50 de la Casa de la Cultura Núcleo de Loja y fue finalista del VI concurso de poesía Josep Carner I Puig Oriol, organizado por Casal Catalá de Guayaquil.