Jorge Ibargüengoitia en primera persona

Mariana del Vergel
diciembre de 2024-enero de 2025

 

 

Jorge Ibargüengoitia, 1979. Fotografía: Archivo Joy Laville, INBAL


El acto de largarse de una reunión sin despedirse de nadie se le dice en Francia “largarse a la inglesa”, y en Inglaterra “despedirse a la francesa”. Este comportamiento brutal, pero comodísimo, es una omisión perfectamente definida y aceptada en todas las sociedades, excepto en la mexicana. No lo digo yo, lo dice Jorge Ibargüengoitia, el escritor que hace cuarentaiún años se largó sin despedida —ni decisión— en tremendo avionazo.

La manera de partir la cultivó desde muy niño, cuando se metió a los scouts —y ahora que recuerdo, porque nació bajo el signo de acuario: siempre en constante fuga—. Gracias al escultismo aprendió a ser sigiloso y desfachatado en los aspectos que le convenían, “típico de él: un desconsiderado en todo lo concerniente a la literatura; tan discreto en todo lo concerniente a la vida personal”. También puso a prueba la confianza de sus conocidos, y más aún, de la de sus desconocidos.

Me acuerdo de aquellos encabezados amarillistas que declaraban: “26 de noviembre de 1983. I Encuentro de la Cultura Hispanoamericana se precipita sobre las lomas de Mejorada del Campo. Sometimiento y mutilación de la lengua hispana”, quién sabe qué pensaba el columnista. Lo mismo con la nota hiperboliquísima de “el periódico de la vida nacional”: “El peor desastre en la historia de la cultura latinoamericana ocurrió hoy al desplomarse cerca de Madrid un avión colombiano. El vuelo 011 de Avianca, un Jumbo Jet bautizado como Olafo no soportó a los cuatro titanes de las letras hispanoamericanas. Marta Traba, Ángel Rama, Manuel Scorza y Jorge Ibargüengoitia”, cuatro naipes que se convertirían en Barajas, un documental de Javier Izquierdo.

Hay quienes especularon sobre el fuselaje de aquella nave y su caprichoso nombre vikingo; si el piloto tenía relación con la cia; si el accidente fue en realidad una conspiración; si lo que levantó sospechas fueron los cuatro escritores juntos —cómo dice el dicho, “dime con quién andas y te diré quién eres”. O mejor, “dime con quién ríes y te diré quién eres”—; si la causa de muerte fue una mala elección de asiento (la buena era Prestige Class o Primera Clase, nunca se salva la clase turista); si esto o aquello. Literarias o literalizables, cada una de estas disquisiciones dio pie a que más personas se hicieran de su obra. Así nacieron el “homenaje a su memoria, la bibliografía de y sobre Jorge Ibargüengoitia, muerto prematuramente en un accidente de avión” y “El homenaje-espectáculo de JI, una verdadera fiesta: Germán Castillo”. Sus registros eran menos “bibliografía” y más “espectáculo”. Todos, claro, reparaban en cómo el escritor guanajuatense desapareció de la faz de esta tierra. 

 Pero esa es la ventaja de quien se va sin decir ni adiós, de quien no paga la cuenta y deja a los demás con la factura. Se recuerda a quien se va antes de tiempo, pero sobre todo, se recuerda el modo en que se marcha. Una partida cometa cuyo efecto es sublimarse: ¡Shazam! Ibargüengoitia nunca dijo: “Me iré sin quedarme/ Me iré como quien se va”, pues —otra vez— no quiso anunciar nada. No dio tiempo a la palabra. Excepto por aquel chiste de avionazos que hizo en una columna recóndita: “Si no se cae el avión, cuando este artículo vea la luz pública voy a estar en Argentina”. Conocía de vaticinios y de riesgos, y aun así se aventuraba.

 La muerte en un avión parece ser una amenaza remota —a pocos les sucede— pero inevitable —los predestinados no tienen salvación—. Aunque en realidad, Ibargüengoitia la usó de pretexto para huir de ese atrofiado planeta. Hizo bien. Además, escapó a la velocidad de un libro de tapas amarillas que nunca vio la luz: se trataba de su última novela, Los amigos. Un manuscrito que llevaba en su equipaje y que se “destruyó” con el impacto aéreo. De este solo quedan rastros de lo que no fue. Una añoranza de leer páginas que nunca se materializaron; de encontrarse con enredos fraternos en una historia que nunca vio la luz.

Desde aquí se concibe un lugar: con esa huida, Ibargüengoitia se posicionó en una casilla extraña. Entre el abandono del discurso y la conquista del silencio, llegó a ser alguien nuevo o no a volver a ser nunca nadie en particular —otro truco más a su acto cometa, aparente boutade—. Ni el crítico teatral, castigado por decir mal las cosas malas de Alfonso Reyes, ni el dramaturgo “fallido”, ni el novelista espléndido, ni el cronista, ni el cuentista, ni el columnista corrosivo, ni siquiera el niño scout experto en cabuyería. Ya no iba a ser nada de esto. Pero justamente, por eso mismo, se le abrirían las puertas a ser cualquier otra cosa. Multiplicación de apócrifos. La unión entre “desertar” y “desierto”. Quien desierta (de la vida) deja atrás sus vínculos, traiciona pactos, rompe los votos que alguna vez pudo haber hecho. Y después busca en el desierto de llegada —territorio pleno y caótico— un nuevo nacimiento. De aquí sale una ofrenda, dice María Negroni: migraciones e himnos. A esto le ha llamado: “el más allá de la escritura”. Otra forma de pensar la muerte. Conviene mencionar que este cambio de identidad es algo que la muerte otorga, a cualquiera, sólo que al escritor guanajuatense le dio algo más: la mirada oblicua de la ironía. 

Se dice que la risa surge de la idea de superioridad del que se ríe. El que ríe se ríe de otro, de otro que tropieza y cae, de otro que ha tenido un accidente. Se ríe porque sabe que él está a salvo. Pero… ¿y si no hay de quién reírse? Y si no hay otro para verlo caer, para comparar los grados de libramiento, ¿quién se mantiene exento de condena? Consternación y “primera persona, un lugar donde quedarse”. Eso es lo que nos dejó Ibargüengoitia con su partida: aprender a reírnos de nosotros asumiendo que el otro se marchó, sin que necesariamente lo haya hecho.

Era un enemigo del énfasis, pero eso no le quitaba la oportunidad para verse al espejo y declarar seriamente: “Haciendo uso de los derechos que me confiere mi calidad de ‘escritor fracasado por excelente’, me voy a permitir dar algunos datos...” o “La fama que tengo ‘de vago y mantenido’ es completamente inmerecida: soy jefe de una familia de tres cabezas desde los dieciocho años y estoy seguro de que nadie ha perdido tantos empleos como yo”. Espejo deforme con intenciones críticas: “estas son algunas de mis caras”, decía cada vez que trataba de autodefinirse. El humor con sus límites difusos, Ibargüengoitia decide tomarse de una orilla y empezar por la fórmula “quién cuenta el chiste”.

¿Cómo sería una crónica del escritor contando la hazaña del Jumbo Jet estrellado? Estoy segura que se reiría del nombre y haría un chiste sobre lo original que fue su muerte, “remota e inevitable”; acaso hablaría de cómo ésta le hizo entrar en el famoso salón de los famosos en el que se encuentra, entre otros, Pedro Infante, Blanca Estela Pavón y Carlos Gardel, víctimas prematuras de un accidente aéreo. Por eso, a cuarenta años de su deceso, quiero decir, de su huida, aquí se memoriza la oración fúnebre en honor de Jorge Ibargüengoitia que él mismo redactó. Su más fiel imagen en vida de lo que hoy ha dejado de ser:

 

No me voy ni arrepentido, ni cesante [...] los artículos que escribí, buenos o malos, son los únicos que puedo escribir. Si son ingeniosos es porque tengo ingenio, si son arbitrarios es porque soy arbitrario, y si son humorísticos es porque así veo las cosas, que esto no es virtud, ni defecto, sino peculiaridad. Ni modo. Quien creyó que todo lo que dije fue en serio, es un cándido, y quién creyó que todo fue en broma, es un imbécil.

 

Amén de sus últimas palabras, para quedarnos con una chispa en la cola de su cometa que cáustica todavía destella.

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Mariana del Vergel

(Aguascalientes, 1998).

Escribe ensayo y poesía. Becaria del pecda (2020) y de la Fundación para las Letras Mexicanas. Autora del libro Discéntricas. Muestra de poesía joven mexicana de mujeres (Ediciones La Rana, 2021) y de Prácticas de juego (Poesía Mexa, 2022). Fue directora editorial de la revista Los Demonios y los Días, https://losdemoniosylosdias.com/