Nican Axcan, Mar Coyol, 2024
La travesía tiene como fin el enunciarse, el palpar las diferencias, no sólo el hacerlas visibles o sostenerlas desde la discursividad, sino el acuerparlas, el hacer carne aquello que se intenta extirpar por todos los medios, inclusive en el pensamiento académico. El pensamiento binario y la heteronorma —así como cada una de las estrategias y pedagogías del horror que han servido para deshumanizar a quienes no pertenecemos a su orden de representación— se sostienen sobre los cuerpos corrompidos a base de las diversas formas de violencia que el cisheteropatriarcado ha inventado. Así, género, fenotipo y clase han sido históricamente la triada que ha servido para alzar la voz y preguntar: ¿acaso no soy una mujer? Por supuesto, la idea no ha sido fácil de articular —un siglo no ha bastado para romper por completo con el maleficio de la blanquitud— porque ¿cómo un puñado de cuerpos se propone desestabilizar la organización ontológica de un mundo que se ha diseñado heterogéneo?
En ese sistema impoluto, la mácula se dibuja en la propia dicotomía que deviene violencia y desigualdad en la forma de diferenciar lo humano de lo deshumanizado; de advertir lo moderno, colonial, burgués y masculino en contraposición de lo salvaje, negro, pauperizado y feminizado. Un sistema establecido en la generación de narrativas y por un orden de representación que, sin cuestionar el orden de las prácticas, resemantiza la idea de humanismo en aras de la reproducción del capital y su acumulación, porque este orden no sólo deshumaniza a las mujeres —de ahí que Rita Segato sostenga la urgencia de acabar contra todas las violencias vertidas sobre ellas—, sino que imposibilita el advertir la existencia de expresiones patriarcales en algunos discursos feministas, así como comprender la categoría “mujer” como única y cómo en ella se articulan cientos de formas de serlo —más allá de una perspectiva biologicista— restando así su capacidad performática.
La discusión centra su mirada en el punto de la existencia en donde durante tantos siglos se ha querido invisibilizar el dolor, la violencia y la extinción de la otredad —como es el caso del no reconocimiento de España por los crímenes de lesa humanidad cometidos en nuestro territorio y las diversas colonias—; en una resistencia, o centenas de ellas, que advierte que de no concretarse la restitución de las profundas heridas, la insurrección será inevitable.
Este llamado trastoca uno —o varios— de los márgenes sensibles hasta llegar al corazón de lo que parece intocable. Por ejemplo, la academia blanca se representa a sí misma como el lugar por antonomasia en donde es posible llevar a cabo las promesas de los proyectos inconclusos, invisibilizando utopías y espacios que en su autonomía brindan un sinfín de libertades para quienes hemos abrazado la reproducción del pensamiento por encima de su mercantilización. Desafortunadamente, en los espacios de privilegio persiste un deslizamiento hacia la imposibilidad de hacernos visibles y de aceptarnos —acuerparnos— como otras formas de enunciación que, en ocasiones, perciben errantes, ineficientes, maltrechas, incómodas o, sin más, repulsivas, como las epistemologías negras, las del sur y, también, los lesbofeminismos y transfeminismos.
Ante una carencia de epistemologías, saberes, metodologías y tradiciones que den cuenta del pasado y el presente de la diversidad, de las diversas mujeres y de las masculinidades, un gusano de arena devora en segundos los esfuerzos de casi dos siglos. Sin representación, no hay lugar para la enunciación. Hay que decirlo, más allá de lo que el sistema binario colonial ha establecido, esta no es una historia de buenos contra malos, por el contrario, es una historia cuya complejidad nos lleva a replantearnos sobre los propios pilares del pensamiento decolonial, así como sobre el pensamiento feminista.
Basta con pensar que el derecho de la enunciación —un acto tan cotidiano y al mismo tiempo absolutamente político y disruptor— atrae la atención, nos congrega a la plaza y rompe el sistema de la polis, pues al emitir la primera persona, se rompe con la res pública, el cuerpo social no es más una masa homogénea, es una comunidad, una cuerpa diversa cuya búsqueda se enfrenta de manera constante a exigir el derecho de existir, como lo admite Djamila Ribeiro:
No poder acceder a ciertos espacios supone no contar con producciones epistemologías de estos grupos en estos espacios; no poder estar representados de forma justa en las universidades, medios de comunicación o en la política institucional imposibilita , por ejemplo que las voces de los individuos de estos grupos sean registradas o escuchadas, incluso para quienes tienen acceso a internet. Hablar no se reduce al acto de emitir palabras, sino al hecho de poder existir.
Así, el derecho de la existencia ha sido pospuesto o nulificado frente a las narrativas de la razón frente a lo desconocido; ese efecto de traducción, donde quien emite desarticula la voz de quien ofrece su experiencia, ha extraído la sustancia —la mónada indescifrable— para generar ficciones de hechos concretos. Hace ya un siglo, desde la Antropología, Malinowski advertía las prácticas y el pensamiento de los habitantes de las islas Trobriand en su obra Los argonautas del Pacífico Occidental, en donde formuló una metodología capaz de dar cuenta de la otredad; sin embargo, la apuesta se torna compleja al adquirir consciencia de las prácticas extractivistas en el pensamiento occidental, no sólo en las ciencias sociales, sino en el hecho de que el viaje más difícil es el retorno a la existencia tangible, a las cuerpas que tejen de forma cotidiana su experiencia sin necesidad de traducción.
Poco antes del tiempo pandémico, en el corazón de la Ciudad de México, Silvia Rivera Cusicanqui y Silvia Federici debatían en torno a las luchas de las izquierdas y a los problemas que las comunidades indígenas sustentan de cara a los sistemas capitalistas, así como a las deudas del pensamiento decolonial. Rivera Cusicanqui —quien siempre ha estado en el corazón de las luchas aymara y quechua— advertía sin más: “lo decolonial es una moda, lo postcolonial es un deseo y lo anticolonial es una lucha cotidiana y permanente”. Por supuesto, más que generar un sobresalto en la academia feminista mexicana y latinoamericana, en realidad visibiliza la urgencia de unir lo público con lo privado; más que el conocimiento situado, es necesario acuerpar la experiencia de todas las corporalidades despojadas, violentadas y atravesadas de múltiples maneras por la desigualdad de los sistemas cisheteropatriarcales —es decir, coloniales— y que invisibilizan la experiencia encarnada de quienes no pueden contar, ni siquiera, su historia.
La vida en la pandemia se ha vuelto memoria, la extinción, sin embargo, sigue su curso. El pensamiento decolonial y los feminismos negros e interseccionales rearticulan formas de dar voz a la sustancia evanescente, no obstante, la travesía no ha acabado. Los Kurtz, los argonautas, todavía creen advertir el peligro en la diferencia. Aquellas y aquelles que han salido de la ruta buscan distintas formas de enunciarse y saben que existe un lugar, una cartografía distinta cuya existencia se vuelve apremiante frente a la extinción de la vida en general, un territorio que se sitúe más allá de las linderos del río y que pueda fundar una mirada fuera de los márgenes de traducción.
(Ciudad de México, 1984).
Es maestra en Estudios Latinoamericanos por la unam y doctora en Sociología por la uam. Becaria de la Fundación de Letras Mexicanas en el área de ensayo de 2011 a 2013 y de Jóvenes Creadores del Fonca en 2019. Fue finalista del Premio Internacional de Literatura Aura Estrada en su edición 2020. En 2021 publicó Landscapes: escrituras móviles. Profesora investigadora del Departamento de Sociología de la uam Iztapalapa.