A mi novio lo asesinó un policía, Mar Coyol, 2024
Joseph Conrad fue un extranjero permanente; no sólo abandonó su tierra de origen para vivir diez años en altamar, sino que, al asentarse en tierra firme, lo hizo en una nación por completo distinta a su Podolia de origen. Ese retorno —si es posible llamarlo así— coincide también con la decisión de la escritura como oficio: por eso, elegir el inglés por encima de su lengua materna, como en el caso de Brodsky o Nabokov, le permitió a Conrad forjar un estilo sustentado en la distancia y la reverencia: distancia que traiciona al idioma que lo recibe; reverencia que lo enriquece con todo aquello que, poco antes, parecía del todo ajeno a sus posibilidades.
Navegar de puerto en puerto, conocer una cantidad de culturas que obliga a cambiar, a cada rato, el prisma con que se las observa; migrar, en la escritura como en la vida, de ese país invisible que es la lengua. Usar las palabras de los otros para decir aquello que nunca se ha dicho. Sólo quien aprendió a ver el mundo desde afuera, podría adquirir los dotes necesarios para cumplir esa promesa que Conrad hace a los lectores en su célebre prólogo a El negro del Narcissus (1897): “La labor que estoy tratando de llevar a cabo por el poder de la palabra escrita es hacerlos escuchar, hacerlos sentir; es ante todo hacerlos ver. Sólo eso —hacerlos ver— ni más ni menos, pero eso lo es todo”.
En 1884, Conrad navegó como segundo de a bordo del verdadero Narcissus, un navío mercante que hacía la ruta comercial entre Dunkerque y Bombay. Años después, comenzó a escribir un relato breve, el cual creció hasta convertirse en esa novela que él mismo reconocía como uno de sus primeros logros literarios. El negro del Narcissus da noticia de una tripulación que se enfrenta con una tormenta de mar y, a la vez, con un tripulante que finge —o no— estar enfermo de muerte para evadir sus labores. En medio de una historia en apariencia sencilla, Conrad hurga en esa lucha silenciosa que ronda todas sus narraciones; el relato de viaje es no ya la excusa, sino el vehículo idóneo para señalar —porque nunca se puede decir— en dónde palpita el corazón elusivo de los seres humanos; sus miedos, esperanzas y contradicciones de cara a la adversidad.
En este caso, se trata del debate entre aquellos que creen intuir la mentira de James Wait y los que, por una suerte de culpa o por auténtica compasión, se afanan en defenderlo. En medio, queda el temple de un capitán que resiste el amotinamiento, la bajeza de Donkin, la sabiduría pragmática e insondable de Singleton y, sobre todo, la renuencia de los hombres a doblegarse ante la naturaleza.
En El negro del Narcissus, como siempre con Conrad, la mirada sobre los hechos resulta todo menos convencional: lo que comienza como un narrador extradiegético, en cierto punto se torna en una instancia de la primera persona del plural; una voz que encarna a los tripulantes del Narcissus en su conjunto, focalizando en cada uno de manera alternada hasta sumar sus impresiones. No obstante, en las últimas páginas, cuando la nave finalmente atraca, el narrador da un giro a la primera persona; así, se revela como un observador sin nombre, oculto hasta ese último instante. Tras el desembarco el narrador se aleja del puerto, observando cómo sus compañeros buscan una taberna juntos. Antes de torcer la calle, medita en torno a los meses que han pasado con ellos, a la melancolía que le causa alejarse de esos hombres con quienes quizá no vuelva a encontrarse en la vida.
Es curioso que, de entre todas sus novelas, este movimiento técnico ocurra en una que posee ingredientes decididamente autobiográficos. El negro del Narcissus inaugura el periodo de producción más vigoroso de Conrad —a este libro le siguieron nada menos que El Corazón de las Tinieblas (1899) y Lord Jim (1900)—; bien mirado, Conrad podría ser ese narrador que, en un comienzo, vive los hechos de forma tan intensa que no puede sino contarlos desde una colectividad, pero, terminada su vida como marino, establece una distancia que lo distingue de sus pares, adoptando el papel de un cronista de las experiencias propias y ajenas.
En la obra de Conrad, las imágenes primordiales, el enfrentamiento de la palabra con lo indómito, se manifiesta siempre mediante la prosa. Incluso cuando el Narcissus termina su viaje, la naturaleza se sostiene como metáfora: una grúa es un animal que se encorva para beber el agua del Támesis, los muros del puerto son inmensos acantilados de roca. Para el narrador, resulta imposible mirar las cosas si no es con una objetividad primigenia, carente de sesgos. Por un momento, Conrad asume el asombro de alguien que, desde la orilla de una región no colonizada, mira llegar un barco europeo y se pregunta a qué elemento de su mundo se asemeja esa máquina desconocida.
Para un hombre que formó parte de la expansión imperialista, la de Conrad es una perspectiva improbable; dispuesto a confrontar el supuesto límite entre “barbarie” y “civilización”, no se negó a indagar en su permeabilidad, a poner en crisis la narrativa colonial europea con nada más que la hondura de los personajes. Un temperamento abierto, en todo equivalente al que justificó su apropiación del inglés como lengua literaria. Podría decirse, entonces, que Conrad no fue tanto un extranjero por los kilómetros que separan Inglaterra de Europa Oriental, sino por la distancia entre el Viejo Continente y el resto del mundo. Sólo en África, donde él mismo afirma haber descubierto su comprensión del ser humano, sólo después de conocer los sitios más recónditos del Imperio Inglés —al cual nunca criticó de manera directa pero sí por medio de otros, como el belga—, fue posible esa mirada atávica, incierta, tan similar a un primer nombramiento del mundo.
Así, Conrad separa experiencia de literatura para luego conseguir, como en una banda de Moebius, la torsión que une ambas en un mismo plano. Por eso atrae tanto la figura de Singleton, ese viejo miembro de la tripulación del Narcissus que, según el narrador —o narradores—, está tatuado como “el jefe de una tribu guerrera” y, antes de zarpar, lee la novela de un autor célebre por su prosa erudita y enrevesada. La voz se pregunta qué motiva a hombres como él, dueños de una sabiduría práctica —confundible con la ignorancia— a internarse en libros tan abundantes en texto y escasos en experiencia. Una respuesta posible se otorga al final: terminado el viaje, Singleton no sabe cómo firmar su nombre en el registro de los tripulantes. No sería aventurado creer que el marino es analfabeto; entonces, nos queda imaginarlo con la mirada puesta en una página que no comprende, siguiendo el blanco entre renglones con el cansancio de un viejo que lo ha visto todo; que, como se nos dice, lleva una vida entera conociendo territorios, culturas y formas de violencia que no sabría cómo consignar en el papel. Singleton, entonces, no conoce el mundo con la exactitud del autor que lo transcribe en su relato, sino con la memoria viva de quien lo lleva en su interior. En esos espacios en blanco, acaso, Singleton escribe su propia novela.
Contrario a lo que podría pensarse, esta fascinación del autor por los “hombres de mundo” carece de todo voyerismo; Conrad también habitó esa dimensión ajena al tiempo que son los viajes en altamar, donde los hombres dependen los unos de los otros para sobrevivir a una soledad atroz y compartida. Qué duda cabe: en alguna tormenta, él también se aferró, lleno de miedo, al timón de un barco mientras las gotas del oleaje le golpeaban el rostro, también tomó el brazo de algún compañero para evitar que este cayera por la borda. Y después, escribió.
Por eso, Conrad no es quien se asombra ante una realidad desconocida, sino quien ha visto esa realidad desde toda suerte de ángulos hasta formarse una imagen interior de ella. Es el hombre que no pertenece a ninguna parte, que nos mira siempre desde el exterior y, por eso, tiene permiso de hablar por todos nosotros.
(Cuernavaca, Morelos, 2000). Escritor. Cuenta con estudios en Escritura Creativa por la Sociedad General de Escritores de México (Sogem). Becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de narrativa (2022-2023).