La primera biblioteca pública fue la peluquería

Jesús Vicente García
Septiembre-octubre de 2021

 

 

 

 El olor de las peluquerías me hace llorar a gritos.

Pablo Neruda

A

En la década de los setenta, cuando uno era chaval y aún había peluquerías con el distintivo de un cilindro pintado con colores rojo, azul y blanco en espiral, cual caramelo; cuando pedían casquete corto en las escuelas; cuando en la espera, leías a los Burrón, Capulinita, Kalimán, Los Agachados, o publicaciones donde veías en bikini a Jacqueline Andere, Sasha Montenegro o Ana Bertha Lepe y, claro, los periódicos del día, El Universal, Excelsior, Novedades, El Heraldo; cuando sentías el olor sabroso del peluquero (al sacarle filo a la navaja con el cuero que colgaba de un costado de la silla, se enfatizaba su loción); cuando en las estaciones de radio decían quién cantaba y quién componía las canciones; uno de niño se sentaba a esperar en un ambiente amable, aunque estuviésemos entre adultos, aunque el peluquero fuese enojón o serio o muy mayor; entonces, las peluquerías eran también centro de las primeras lecturas mientras esperábamos turno, para que el lunes próximo nos revisaran a los hombres el cabello recortado, los zapatos boleados, la camisa limpia, las uñas cortas y el pañuelo al alba; y en las mujeres, cabello agarrado, uñas cortas, calcetas limpias, zapatos brillantes y falda presentable.

La peluquería que yo recuerdo más era la de Manuel Caballero esquina con Bolívar, me cortarían casquete corto. Llegábamos con papá cuando vivía con nosotros y estaba más o menos de buenas y en su juicio, y de pronto, en la tarde, nos decía a los tres hermanos que íbamos a sacarnos punta, porque a él le gustaba cortarse el cabello, a nosotros no tanto. Yo iba a la primaria. Me atraía el ambiente y la charla de quienes para mí eran señores, a veces había señoras que esperaban a que pelaran a sus hijos. A papá le tocaba al final, primero nosotros, incluso a veces yo inauguraba la tijera nocturna en mi cabeza. De todos modos esperaba, así que me leía uno o dos Burrón, pues me gustaba leer sin saber que era una virtud ni que fuese algo extraordinario, mucho menos que el acto de leer fuese tan cotizado y jamás de los jamases mi magín llegó a pensar que leer hace que la sociedad sea menos manipulable, sobre todo porque yo leía historietas, que en ese tiempo les decíamos “cuentos”, como el Kalimán, cuando estaba en boga aquella aventura de Karma, ese hombre corpulento, cabello a rape, pasaba y repasaba las hojas color sepia, y mis ojos se quedaban clavados en la capa de Kalimán, en sus músculos, en su turbante y en esa mirada de tranquilidad ante el peligro de una serpiente, porque “quien domina la mente lo domina todo”.

En unas cuantas visitas conocí la historia de Rarotonga y de Yesenia, en la historieta Lágrimas, risas y amor (popularmente era el “Lágrimas y risas”), o las aventuras cotidianas del negrito Memín Pinguín, y quién dijera que años después conocería y hasta entrevistaría (junto con el escritor Juan Luis Nutte) al dibujante que lo creó, Sixto Valencia Burgos, en su casa de las Águilas, pero en ese entonces para mí la peluquería fungía como la primera biblioteca pública que visitaba, cuyo costo era el corte de cabello que pagaba papá, y que sin saberlo me fue adentrando en ese mundo de papel, porque igual veía las caricaturas del Novedades, el Libro Vaquero y no muchos años después las “Histerietas”, de La Jornada.

La peluquería era el mundo sabroso de las lecturas y de las pláticas de los señores, información que ha quedado en mi historia; por ellos supe que el Cruz Azul llevaba muy buena racha cuando Nacho Trelles los comandaba; que su portero, el “Gato” Marín, era familiar del portero del América, Héctor Miguel Zelada, ambos muy buenos; que les encantaba ver a Gina Montes, la joven caderona que bailaba en la presentación de La carabina de Ambrosio, un programa cómico al que denominaban un show mágico-musical, que esa mujer era brasileña, lo cual era evidente cuando salía hablando y actuando en el programa, quien hizo famosa aquella respuesta: de nanquiu, ah, después de un tenquiu, en un breve y repetido diálogo con el “Mago de Magazos”, Beto “el Boticario”, en su hora cuchi cuchi, la hora ya vas que chutas; por esos longevos clientes supe que el terremoto de 1957 no fue cualquier cosa, que fue en julio y el día 28, en la madrugada, y yo lo relacioné con el día de mi cumpleaños, que es el 19, por eso no se me olvida; yo nací doce años después.

Un peluquero de unos cincuenta años tenía el cabello lacio y bien peinado hacia atrás, ojos rasgados, como oriental, alto, olía muy bien, tenía un estilo peculiar para cortar el cabello, cuando untaba alcohol acariciaba, en su bata azul de manga corta ponía los peines y los cepillos. Se acomodaba constantemente la corbata. Un día de diciembre recitó “El brindis del bohemio”. Su voz me impactó más que la de don Manuel Bernal, el oriundo de Almoloya de Juárez; su rostro no lo olvidaré al rodarle lágrimas al final del poema.

Nunca vi a un peluquero desaliñado. Parecían de esos actores de las películas de Pedro Infante que entraban y salían de algún café, con traje y sombrero, usaban Tardán, pues los colgaban en el perchero a un lado de los espejos. Su voz firme, educada, todo era por favor, gracias, platicaban con la clientela, fumaban, atendían con la comodidad de un bar. Algunas ocasiones, fuimos los últimos y salíamos con ellos, se acomodaban el saco, el sombrero, encendían su cigarro y caminaban hacia algún lugar de la Obrera, y yo volteaba a verlos andar en esa banqueta cuyo destino desconocía, me gustaba ver sus pantalones del traje y sus zapatos pulcros, tan brillantes que podía ver mi rostro en ellos.

Si algo me recuerda a las peluquerías era la música de Radio Joya y del Fonógrafo, voces, tríos y guitarras, y alguno de ellos cantando junto con Los Panchos las canciones que interpretaba Sonia López, su novia, decían. Un maestro de la tijera, arriba de sesenta, moreno, ancho, de fuertes brazos, una vez comentó que él fue guardia y le tocó cuidar los lugares donde se presentaban esos artistas y conoció parte de México y de Estados Unidos. “Eran unas chingas, compadrito, no te creas, se conoce y se ganan buenos pesos, pero igual se trabaja; había días que dormía un par de horas y a manejar toda la noche. Se supone que yo había dormido, pero pues no les decía a mis jefes que en la noche me iba de parranda a algún bar de esos elegantes; yo era joven y aguantaba. Una mañana, crudo, conocí a quien fuera mi esposa, Isabel, en un desayuno en el Sanborns de los Azulejos. Sentados en la barra. Ella sola. Yo solo. Platicamos. Ella secretaria. Yo había dejado de ser policía porque estudié para contador, el licenciado Barrera Zamudio me contrató y trabajé varios años en la Secretaría de Fomento Industrial. Pero mi Chabelita se me fue al cielo diez años después. Una mujer elegante. Como debe ser. Que por qué ahora soy peluquero, bueno, porque me gusta y esa historia se la cuento si me fumo un cigarrito”.

 

 

B

Liliana es una mujer de casi cuarenta, gran amiga de Basilio. Estilista, egresada de una buena escuela. Se conocen desde 2006. Un día, me dijo: vente, flaco Pamelo, a cortarnos la greña. Eje Central, casi esquina Manuel Payno, frente a un Oxxo, que en sus mejores años fue zapatería Canadá, incluso en el camión decías “bajo en la Canadá” y no había pierde, ibas a Manuel Payno, del lado de la Obrera, o de lado de la Doctores, Dr. Balmis. Pero Liliana puso su estética entre Payno y Juan de Dios Peza, o sea entre un narrador y un poeta. Para Basilio es significativo, ama la poesía y la escribe (va por su segundo poemario), y cortarse el cabello es afinar la estética y cambiar emocionalmente la vida, pues dice que la cabeza debe estar limpia y arreglada, no concibe que un artista sea un mugroso, cual estereotipo que se ha implantado desde hace siglos. El poeta debe ser una persona limpia por dentro y por fuera; un creador es un ejemplo, no sólo un inventor de mundos.

Liliana nos saluda con su sonrisa triste. Una mujer de treinta años recibe los pincelazos de Liliana en el cabello, rojo con azul en las puntas que le caen a la mitad de la espalda delgada y blanca, pues su playera desnuda de atrás lo permite constatar. Por el espejo sonríe con Basilio, quien la saluda, dice que aquí han coincidido en algunas ocasiones. ¿Cómo les ha ido en esta pandemia?, ya no los había visto. Bien, Lili, ya sabes, trabajando en línea. ¿Sigues de maestro? Sí, sigo y seguiré, es lo mío. ¿Y tu hijo ya igual va a la primaria, verdad? Sí, ya me pregunta que cuándo para conocer amiguitos, pero, ay, con esto, pues parece que no hay para cuándo estemos seguros.

Tomo un TV y Novelas. Cuerpos esculturales. Mujeres enseñando las nalgas con un calzón pegado o metido, con un titular: “Se come todo la chica del clima”. En los interiores, los famosos festejan cumpleaños sin cubrebocas, y luego por qué se contagian. Liliana pone una estación donde sale Ariana Grande. Hojeo revistas de corte de cabello, modelos flacas flacas, hombres de todas las razas. Revistas para mirar y no para leer.

Le corta el cabello a Basilio, ha decidido dejárselo algo larguito, apenas abajo del cuello sin tocar los hombros. Intento leer una novela de Élmer Mendoza, donde sale un detective, el Zurdo Mendieta, las acciones las narra a todo dar, con su héroe que se mueve entre el narco y los federales, lo cual no le permite ser bueno bueno. El problema es que no puedo leer bien por tanto ruido dentro como afuera. Aunque acepto que me gusta Ariana Grande. No entiendo cómo es que Basilio y Liliana se entienden. Basilio me dice que porque ya estoy viejo. Pero sabroso, respondo.

Saco el celular. Veo mi feis. Memes contra el peje. Escucho a Edith Márquez. Miro el guats. Nadie me pela. La mujer grandota con quien bailé en esa misma colonia Obrera ya no me escribe como antes, pero la saludo. Vuelvo al feis, un tal Arriaga que está al frente de los libros de texto dice que leer por goce es un acto de consumo capitalista, que no se debe leer por placer sino para una acción emancipadora. ¿Qué no es lo mismo? Si hay placer, hay libertad. Me hizo recordar las lecturas en las peluquerías; yo volaba con mi imaginación, me hacía libre, crítico, preguntón, veía la vida con otros ojos, la lectura me hacía ver lo que no veía en la vida real; me emancipaba.

Agradezco mi primera biblioteca pública, aquella peluquería de Manuel Caballero esquina con Bolívar, dos nombres que unidos hacen buena mezcla, un periodista y un libertador y dictador, vaya paradoja. Cierro los ojos y miro mi infancia, esas peluquerías que seguí visitando a mis dieciocho y veintipocos, antes que se convirtieran en estéticas, cuando se perdió el encanto de la charla, cuando las peluquerías eran centro de la amistad fugaz, para el cigarro y un trago, para la sonrisa y la crítica futbolera, para sonreír y escuchar la voz elegante y estudiada del peluquero, que estaba lejos de las fachas, y ahora que son estéticas parecen antiestéticos quienes dan el servicio. Se me viene a la cabeza el zapato boleado, el pantalón planchado, la camisa blanca, el saco adecuado, la corbata al pelo, el sombrero de buena percha y el hombre encendiendo su cigarro, sonriendo, despidiéndose de nosotros y caminando por esas calles de la Obrera, verlo daba la impresión de que el mundo tiene un ritmo que huele y se escucha bien, porque la noche recibiría a un hombre que después de cortar cabello todo el día, sus pies ejercerían su derecho de desplazarse al infinito de las calles con nombres de poetas cuyo arte lo ejercen con sólo caminar, porque generan historias y encienden la vida.

 

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Jesús Vicente García

(Ciudad de México, 1969). Estudió Letras Hispánicas (UAM). En 2009 obtuvo el segundo lugar en el ix Premio de Narrativa Breve Tirant lo Blanc, organizado por el Orfeo Catalán. Su libro más reciente es Después de bailar, ¿qué?, bajo el sello Fridaura.


Ilustraciones: Beatrix G. de Velasco

 

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