La codicia de la calle
y la voz del poeta:
homenaje luctuoso a
José Francisco Conde Ortega

Fabiola Eunice Camacho
Enero-Febrero 2021

 

 

En los momentos menos esperados la muerte se adentra. Ante su acecho, comienzan los primeros signos de supervivencia, la respiración ya no nos detiene; el aire, otrora dulce, se ha tornado en una marea cuya promesa nos advierte que jamás volveremos a ser los mismos. El lugar de los muertos está allende los mares, en realidad, su voz lo inunda todo y los chorros de vino de otoño y las promesas de amor son lo que nos sostiene ante el estertor. Dice Anne Carson que las cosas mayores —aquellas que no son sino las imágenes primigenias y artesanales de nuestra cultura— son “el viento, el mal, un buen caballo de combate, las preposiciones, el amor inagotable, la forma en que la gente elige a su rey” en la literatura. Y todo es así: a cada quien su caballo, a veces la poesía, otras la crónica y cada escritor de alguna forma elige a su rey, ante quién desnudar los verdaderos dolores, el amor de las tardes de septiembre, las lágrimas ante el padre que no volverá más.

José Francisco Conde Ortega (1951 - 2020) fue el último hombre ungido por las aguas del tiempo; con su último aliento termina una tradición que, si bien en algunos poetas menores logra desplazarse hasta su verbo, lo cierto es que la poesía amorosa ha visto a su último hijo. Para muchos resulta conocida la anécdota de su primer libro, Vocación de silencio, publicado por la uam en 1985: éste se hizo cuerpo de las servilletas que Vicente Quirarte fue juntando en diversas mesas donde la bohemia y el gusto por la amistad y la palabra sumaban horas y con ellas hojas donde se abrirían las primeras líneas de madurez. Desde ese momento abriría su juego, sin temor a nada y con la compañía de sus clásicos y de sus poetas de cabecera, los maestros que citó hasta el final de sus días: Rubén Bonifaz Nuño, Efraín Huerta y sus modernistas. Y todos siempre reunidos ante los dos centros, la ciudad y el amor.

Como maestro forjó un sinnúmero de estudiantes en sus casi cuatro décadas en la unidad Azcapotzalco de la Universidad Autónoma Metropolitana. Su generosidad, su disciplina y una práctica pedagógica envidiable —a la que él siempre contestaba que únicamente se debía “al amor al trabajo”— lo hicieron ganarse un espacio en la memoria de las ahora sociólogas, abogadas, economistas; las jóvenes mentes que, pese a las enseñanzas de Sinbad, lo esperaban cada mañana para arborizar, hablar de los cantos griegos, del cine y sí, también del amor y las dudas adolescentes. Con su sonrisa y a veces las heridas de la noche, Conde Ortega volvía al orden cada mañana, a los salones, a los jardines cuyas jacarandas cubrirán el rastro de sus pasos. Y entre lecciones, pérdidas —también la de la ciudad— fue entregándonos uno a uno sus versos, sus pasos y el derrame de cantos y noches batientes. Así fueron gestándose las siguientes rutas, las dudas al encuentro de la madurez, el crecimiento de su hijo, el amor.

Es difícil hablar de amor en tiempos donde parece que se ha perdido todo, pero si lo pensamos bien, en cada etapa de nuestra historia siempre existen sismos capaces de tirar una ciudad entera o incluso de secar un poco la llama del canto, pero “la ciudad parece —y es— otra” dice el poeta cuando ve cómo pasan los años y la pluma, una fuente de aguas de color azul, violeta o sepia; está siempre atenta a sus pasos, a la gente que recorre las calles de la ciudad. Así ve la luz hasta la llegada de la década de los noventa: La sed del marinero que regresa (uam, 1988), Para perder tus ojos (uaz, 1990), Los lobos viven del viento (unam, 1992): en los tres se conjuntan los elementos con los que José Francisco marca su poética desde el primer poemario, el amor existe y es tan grande que se abre lo mismo a los amigos, marineros que se han ido como Arturo Trejo Villafuerte o su maestro de facultad, el poeta César Rodríguez Chicharro, o a la urbe cuyos trazos que dibuja el alba se traducen en ese fiel reconocimiento de Huerta, como se perfila en Paisaje urbano II:

 

Los edificios son ahora gigantes

y doble el cuerpo bajo un cielo de plomo;

la primitiva agonía, certidumbre.

No se ve más allá de los alambres

y no existen las nubes; el silencio

es un recodo de la sed:

la noche tiene esquinas; cada hueco

Es la guardia de las voces.

 

Esas formas solitarias que centran la imagen de la ciudad serán también los escenarios donde las heridas resurjan y el amor, como una iluminación plena, encuentre su matiz en el autoconocimiento de quien se sabe vivo incluso en los momentos límite de la madrugada. Así, en Los lobos viven del viento, la incertidumbre deambula entre escenarios y horas noctívagos para encontrar la luz que se cuela entre los párpados. Los cantos nos llevan a la comprensión de lo que esta suerte de nahual encamina al personaje, no hacia el infierno, sino al conocimiento de sí y la espera de un ángel que lo salva, a semejanza del de Rilke, y a ese velo donde lo terrible es darse cuenta de hasta donde se puede llegar por palpar su luz. En todo caso, “el conocimiento de la noche”. Dudo que exista un poeta vivo que conozca tanto la noche como la conoció Conde, siempre dispersada por todas las calles del Centro Histórico, pero también por las rutas de la adolescencia, por la Faja de oro, por Peralvillo, por la Guerrero escenarios que sirvieron como umbrales para las experiencias iniciáticas a todo aquello que puede tocar el hombro del artista, los primeros goces, las primeras crudas, la muerte. Desde muy joven la muerte tocó sus cabellos, apenas tenía dieciocho años cuando su padre murió, y a partir de ahí, en sus días el asombro y la luz fueron amor en forma de paloma; por eso no es extraño que durante toda su obra escribiera para reconocerse tras el naufragio.

La década de los noventa siguió su paso con poemarios que dejaban ver sus propias melancolías, sus obsesiones y otros dolores, como la muerte de su madre a quien ayudó hasta el punto de ser el eje de esa gran familia, que de diversas maneras fue dibujada en los poemarios Imagen de la sombra (Toque de poesía, 1994), Intruso corazón (uam, 1994), Rosa de Agosto (Ediciones Arlequín, 1995), Estudios para un cuerpo (Tintas, 1996), Codicia de la calle (Mándala, 1997) y La arena de los días (Daga, 1999). Cada uno muy distinto y en donde, sin embargo, volvemos a ver los placeres, los cuerpos deseantes, y también los dolores profundos, como el motivado por el recuerdo o las últimas vistas a la Ciudad, una ciudad que al final reconocía que no podía retratar más, pues se había vuelto inabarcable y por ello en las últimas notas de esta ciudad laberíntica pudo leer la piedra y surcar las memorias con sus crónicas poéticas. Al inicio de la siguiente década y milenio, se publica su primera antología, Práctica de lobo (uam, 2011) que reúne los poemarios antes citados, pero que, en un trabajo de edición y selección personal, sin duda la vuelve una obra completa de la cual asirse para el viaje iniciático.

Por supuesto que la obra y mente lúcida de José Francisco vio otros puertos. Es reconocida igualmente su pluma en la crónica y el ensayo, incluso en el cuento. Su carrera periodística estuvo repleta de notas por casi dos décadas, en Sábado, Novedades, El Nacional, entre otros. Textos que denotaban su característica ironía, su repudio a los cotos de poder —político y en el campo artístico— y su profunda honestidad. Fue un hombre de letras, pero en un sentido incluso socialista, pues no lo veía como un elemento que lo pusiera por encima de las demás mujeres y hombres que cumplían con otras labores y oficios, incluso ama de casa, obrero o presidente, era el trabajo que eligió y por ello nunca pidió becas de ningún tipo, como tampoco aceptó premios que vinieran del poder. Ese fue el hombre que di más de una veintena de poemarios, libros de ensayo y notas: un maestro que comprendió el verdadero oficio. Por eso no es raro que entre sus siguientes dos antologías, Fiel de amor (Praxis, 2009) y Espina del tiempo (foem, 2013) —en la cual se incluyen los poemarios Cuaderno de febrero (uam, 2006) y Fiera urgencia del día (Ediciones Talión, 2007)—, se encuentre reunida una obra que sobrepasa en calidad, forma y madurez a buena parte de una generación ya de por sí importante, pero que Conde pudo forjar con la llama que el amor, el dolor y la disciplina pueden conceder, como se lee en el siguiente fragmento:

 

Nuevamente la sed

 

Una limpia mañana de febrero

tres veces la doble condición

del horóscopo inviolable

nos dijo tu voluntad

de ser distinta y necesaria.

 

Y después el silencio. Una década donde todo cambió, la ciudad, los contrastes de luz e incluso la familia. Durante esos años, continúo publicando ensayos y, desde luego, siguió escribiendo. Al igual que Bonifaz, regresó con ahínco a los clásicos, a sus cantos griegos, que junto con la lluvia del verano lo hicieron terminar lo que sería su última obra en vida, El canto del guerrero (uam, 2017), el poemario con el que cerraría el duelo en torno a su padre y, con él, su propia obra. El poeta había elegido a su rey y cuando pudo cantar en torno a la pérdida y a las herencias sagradas —el amor al trabajo, la noche, el amor a su pareja, los hijos, la ciudad— descansó con la certeza de haber cumplido un ciclo de lecturas, de hermandad —sus hermanos de sangre, de literatura y de orfandad— y de escritura. Quedan cuadernos, notas, piezas en donde, juntas, o no, el poeta habla, con la codicia de la calle, como el guerrero que siempre fue:

 

Y todo nos quedó de ese guerrero

que, con su muerte, dijo,

confirmó lo valioso de la vida

sin tristes dioses falsos:

con absoluto amor y varonía.

 

Este es el inmenso amor que nos queda de José Francisco Conde Ortega. Las palabras destinadas a su padre se repiten para él mismo, el poeta guerrero. Afuera, el invierno parece eterno, una estación más se une a la elegía del otoño, sus líneas serán repetidas por otros jóvenes huérfanos: contarán estas historias y vivirán sus amores y dudas en medio de los cantares del poeta amoroso.

 

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Fabiola Eunice Camacho

(Ciudad de México, 1984)

Doctora en Sociología por la uam. Ha publicado en Revista de la Universidad de México, Casa del tiempo, Tierra Adentro, Pliego 16, Fundación, Este País, Otros diálogos y Sociológica. Becaria de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de Ensayo en los periodos 2011 - 2012 y 2012 - 2013, y del programa Jóvenes Creadores del Fonca, en la misma especialidad, en el periodo 2018 - 2019. Seleccionada para una residencia artística en UCross Foundation, en Wyoming, Estados Unidos, por haber sido finalista del Premio Aura Estrada 2019.


Fotografía: Mónica Villa

 

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