Cuando llegaste de la tarde,
como una paloma infinita,
una calle con sol jugaba en tu piel
de camelia adormecida.
Entonces me pareció ver tu cara
desde siempre,
desde los recuerdos presurosos
entre las lentas sombras de la tarde.
Y tus ojos se volvieron un crepúsculo,
una luna llena,
un ejemplo de alba en gris,
un amanecer rabioso;
y gastadas, muchas palabras.
Sin embargo volví a la tarde
del color de tus cabellos;
pensé en tus labios y en tu cuerpo;
y me abrasó otra vez
un olvido de silencios.
(De Vocación de silencio, 1985)
Las sílabas primeras del poema,
la música del barrio, las cervezas,
las injustas lecturas victoriosas.
Siempre comenzar y siempre a la deriva.
Con la presencia de la aurora
toda flor era magnolia
o pálido ángel sin sonrisa,
o piel sin fiebre.
Un mar sin olas prolongaba
la distancia hacia la orilla;
y una noche sin ruidos
era también una paloma
y labios impunemente solitarios.
A la orilla del silencio
un amor
y la ternura
por los nombres que nunca conocimos:
la primera letra del poema.
(De La sed del marinero que regresa, 1988)
Es de noche
y sigues siendo mi amada medieval
bajo el signo del amor cortés.
Es otra noche de julio
cuando el escudo de Amadís
convierte el vino en luna llena;
tus ojos cruzan el arco de los leales amadores
y tus labios deciden el triunfo
en esta corte de amor.
Es la noche de la ternura inacabable,
de tu fresca piel bajo mi espada;
la noche del triunfo de los cuerpos
y de los vinos en francés.
Es tu noche, y del poeta
—o algo así—
que amó otra vez tus manos infantiles
que abrieron rutas en mi frente
y mis cabellos.
Es tu noche, amor;
es nuestra noche.
(De Para perder tus ojos, 1990)
Los lobos viven del viento
que conocen como nadie.
Llenan sus pulmones con la noche
y caminan y descubren edificios,
caras, palacios ofendidos,
huellas de paso y de polvo:
Madrugadas a punto del hastío.
Por eso son cazadores
que abandonan los restos de la pieza
—la codicia es un bien nunca aprendido
en la estricta permanencia del acecho.
Aire no; sólo aquel viento
que llena los oídos y los ojos,
deja su frescura en la piel
y los lobos aprenden su designio.
(De Los lobos viven del viento, 1992)
Hemos visto llover con el orgullo
puesto a prueba. Después la dura tierra
—con un poco de sal y polvo y fuego—
fortaleció la sangre de guerreros
que envolvían la calle con sus pasos.
Los campos de batalla, los escudos,
eran la forma de entender el miedo;
una espada sin filo, una bandera,
la incierta soledad de la victoria.
Por eso el agua y no la flama sabe
que de la hierba o de las flores tristes
pueden nacer los signos del desastre;
pero también —consuelo del que vive—
el agobio tenaz de la existencia.
(De Rosa de agosto, 1995)
He rebasado el medio siglo, canto
ahora del guerrero
de su elevada lucha contra el tiempo.
Lo canto en el recuerdo
tan luminoso y fiel de su presencia.
En mi hijo, por ejemplo, sobreviven
su tacto y sus maneras,
las inflexiones de su voz, la suave
mirada generosa.
Igual que en mis hermanos y en sus hijos.
Y todo nos quedó de ese guerrero,
que, con su muerte, dijo,
confirmó lo valioso de la vida,
sin tristes dioses falsos,
con absoluto amor y varonía.
(De Canto del guerrero, 2017)
Fotografía: Mónica Villa
(1951-2020). Poeta, cronista y ensayista. Estudió Lengua y Literatura Hispánicas en la UNAM. Profesor investigador de tiempo completo en la Unidad Azcapotzalco de la UAM. Colaborador, entre otros, de Casa del tiempo, El Nacional, Revista Mexicana de Cultura, Revista Universidad de México y Sábado, de Unomásuno. Publicó más de treinta libros, el más reciente, Canto del guerrero (UAM, 2017).