Baudelaire, segundo centenario

Audomaro Hidalgo
Septiembre-octubre de 2021

 

 

Charles Baudelaire, 1855. Fotografía: Félix Nadar


El pasado abril se cumplió el segundo centenario del nacimiento de Charles Baudelaire (1821-1867). La muerte, ocurrida a sus cuarenta y seis años, no interrumpió su obra porque ya estaba prácticamente realizada en lo esencial, como visión del mundo y como pensamiento cuyas aristas convergen en su poesía como en su prosa.

La bibliografía sobre Baudelaire es más numerosa que su obra, escasa, breve, pero cuya influencia llega aún hasta nosotros. Muchas de sus ideas, no así sus versos, siguen siendo un estímulo. En vida pocos lo estimaron (quizá con justa razón: Baudelaire era un hombre realmente insufrible) pero tras su muerte, como ocurre con frecuencia, los elogios no se hicieron esperar: Paul Verlaine escribe un artículo elocuente; Arthur Rimbaud, en una carta, lo reconoce como “le premier voyant, roi des poètes, un vrai Dieu” [el primer vidente, rey de los poetas, un verdadero Dios]; Stéphane Mallarmé escribe un “tombeau” en su memoria y Auguste Rodin le erige una escultura.

Charles Baudelaire es un iniciador, un Adán sin inocencia que abre y señala nuevos caminos. No es casual que Marcel Raymond y Suzanne Bernard lo tomen como punto de partida de sus respectivos trabajos. El 5 de marzo de 1866, diez días antes de su final caída en la iglesia (¡Oh simetrías y arabescos del Destino!) de Saint-Loup, Baudelaire escribe a su madre: “je ne connais rien de plus compromettant que les imitateurs et je n’aime rien tant que d’être seul. Mais ce n’est pas possible; et il paraît que l’école Baudelaire existe” (no conozco nada más comprometedor que los imitadores, y nada amo más que estar solo. Pero eso no es posible; y parece que la escuela Baudelaire existe). Sí, esa escuela sigue abierta y en sus aulas aún podemos aprender.

La crítica literaria francesa tiende a señalar que Charles Baudelaire es el autor de un solo libro: Les Fleurs du Mal. Este punto de vista, además de parcial, es miope. Baudelaire es el creador de un complejo sistema de pensamiento poético en el que todo se enlaza. En varios pasajes de Les Paradis artificiels permea su teoría de las correspondencias; sus reflexiones sobre lo Bello y la Belleza aparecen condensadas en muchos poemas; gran parte de las anotaciones y observaciones de sus cuadernos aparecen desarrolladas en sus libros; la dilatada traducción que hace de Edgar Poe le sirve para ganar unos cuantos francos pero también es un re-conocimiento de sí mismo, en tanto hombre y en tanto escritor.

Baudelaire se estableció un programa y se propuso construir una obra. Poseía lucidez y una voluntad inquebrantable. Ya en uno de sus escritos de juventud afirma que la única inspiración es el trabajo continuado. Nunca dio concesiones a la sociedad ni al medio literario parisino de su época. Estaba convencido, lo dice en una carta, que sus versos competirían con los mejores de Victor Hugo. También escribió que Les Fleurs du Mal comenzaría a ser comprendido pasados los años... Ese centenar de poemas condensan la antigüedad —“la cendre latine et la poussière grecque” (la ceniza latina y el polvo griego)— y anuncian otro tiempo. Parecería que nada sobra y nada falta en ese libro, a pesar de que hoy nos puedan resultar un poco ridículos esos acentos maléficos, sus misas negras y demonios. En su momento, Verlaine escribió sobre Les Fleurs...: “ce livre qui est la quintessence et comme la concentration extrême de tout un élément de ce siècle” (este libro que es la quintaesencia y como la concentración extrema de todo un elemento de este siglo). En efecto, es como si Baudelaire recogiese no solo el romanticismo que lo antecede, sino el pasado de la poesía francesa y aún la esencia de la cultura grecolatina.

Fue un maestro de la forma, en el sentido en que lo fueron Dante, Quevedo y Milton. Baudelaire acudía con destreza y soltura a todos los metros. Sabía qué forma y cuál medida correspondía a las ideas y emociones que quería trasmitir. El despliegue retórico que hace en Les Fleurs du Mal es virtuoso, quizá por eso su obstinado afán de perfección nos cansa y nos aburre un poco. Eliot observa que Baudelaire entregó a la poesía francesa mucho de lo que tomó leyendo a poetas ingleses y norteamericanos. Sin embargo, y esto creo resulta evidente al leer Les Fleurs, Baudelaire no se propuso hacer una reforma métrica, su novedad viene de su punto de vista sobre la realidad y el mundo.

Balzac dio con el término “Modernité”, Baudelaire lo recoge y lo profundiza. No será la crítica literaria sino la reflexión sobre el estado de las artes visuales, en especial de la pintura, lo que lleva a Baudelaire a pensar la modernidad. En un artículo dice: “la modernité, c’est le transitoire, le fugitif, le contingent, la moitié de l’art, dont l’autre moitié est l’éternel et l’immuable” (la modernidad es lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente, la mitad del arte, cuya otra mitad es lo eterno y lo inmutable). Esta dicotomía entre modernidad y antigüedad, presente en toda la poética baudeleriana, podría ejemplificarse con el título de dos libros que él conoció: los Poèmes antiques (1852), de Leconte de Lisle, y los Chants modernes (1855), de Maxime Du Camp, a quien Baudelaire dedica uno de sus poemas más largos y más citados.

Charles Baudelaire escribió los poemas de Les Fleurs du Mal durante poco más de diez años. Trabajó en ellos con ahínco, perseverancia y paciencia. Incluso después de la primera edición y su célebre proceso judicial, siguió escribiendo poemas que agregaría en la segunda edición, corrigió los ya publicados y reestructuró el volumen. Dos años antes de la publicación del libro de Baudelaire, aparece en Estados Unidos Leaves of Graves (1855), de Walter Whitman. ¿Lo leyó Baudelaire? ¿Escuchó hablar de ese libro y de su autor? En su obra no hay ninguna alusión al poeta norteamericano, lo cual resulta un poco extraño puesto que Baudelaire estaba al tanto, vía los diarios londinenses que circulaban en París, de las novedades editoriales en lengua inglesa. Leaves of Graves y Les Fleurs du Mal son libros de toda una vida. Sus autores se consagraron a ellos.

Walt Whitman y Charles Baudelaire pertenecen a tradiciones espirituales diferentes. Whitman escribe con la Biblia detrás y su voz se confunde con el aliento del versículo; Baudelaire es un poeta clásico en sus versos, romántico en su aliento, moderno en su conciencia; Whitman se toma por profeta de su tiempo; Baudelaire es un escéptico; Whitman cree en el futuro, lo canta y lo celebra; Baudelaire, inmerso en el presente, nos advierte de las trampas e ilusiones de la modernidad naciente, busca “tirer l’éternel du transitoire” (sacar lo eterno de lo transitorio); en ambos escritores el cuerpo ocupa un lugar importante, pero la imagen es diferente. Para Whitman, el cuerpo es sobre todo fuente de placer, un universo de sensaciones; el cuerpo, para Baudelaire, es la encarnación del mal, la huella manifiesta del pecado. No hay contradicciones en Whitman porque él se sabe portavoz de una nación que amanece, de una nueva raza de hombres; Baudelaire tiene conciencia del momento histórico en el que vive, ve en el progreso una degradación espiritual y en la burguesía la condensación de una moral degradada. Baudelaire no teme a la contradicción porque es un espíritu desgarrado por los opuestos, por ese eje de pensamiento que él llamó “les deux postulations simultanées” (las dos postulaciones simultáneas).

Esta doble postulación es uno de los fundamentos de la poética de Baudelaire. Atraviesa su poesía y su prosa. Incluso en los actos más baladíes de la existencia, como lo leemos a menudo en su correspondencia, Baudelaire recurre a este postulado binario. Los títulos de sus libros lo ejemplifican: las flores son malignas; todo paraíso es artificial; el spleen inglés es también francés: l’ennui. Por otro lado, el canto es reflexión; el poeta ha perdido la inocencia porque es no tanto un pecador como un pensador. A la salida del Paraíso no nos espera el tiempo sino el pensamiento. La idea de los contrarios complementarios es muy vieja. En Occidente viene desde Heráclito y alcanza un punto radical en Hegel. La filosofía china habla de las dos energías que ponen en movimiento al mundo: el ying y el yang, el principio masculino y el principio femenino de la realidad; el pensamiento azteca postuló al agua y al fuego (en la metáfora doble de la lluvia y la sangre) como los agentes de manutención del universo. La doble postulación de Baudelaire no es un maniqueísmo, aunque en él sea de evidente inspiración cristiana: hacia Dios (espiritualidad, el Bien) y hacia Satán (animalidad, el Mal). Tampoco corresponde a la dialéctica hegeliana porque estos dos postulados no se resuelven en una síntesis. No se trata de una afirmación o de una negación, es un Sí y un No al mismo tiempo. Son dos energías opuestas en un solo movimiento, dos manos que tensan una cuerda. Su verdadero nombre es Deseo, esa fuerza que nos saca de nosotros mismos y nos lleva a la búsqueda incansable de ese otro desconocido que somos, sin que nunca lo alcancemos. Baudelaire no buscó ni quiso resolver esa tensión, porque de ese choque es de donde tomaba su fuerza poética en el más amplio sentido del término.

Charles Baudelaire no ha dejado de inspirar centenares de estudios y ensayos penetrantes, pero también ha sido sujeto de muchos malos libros aparecidos con motivo del bicentenario de su nacimiento y que han colmado las mesas de las novedades efímeras. No es difícil ser un escritor en Francia. Lo difícil es resistir a todas esas estrategias del mercado editorial que tienen por único fin promover autores ramplones y ligeros libros de paso. O sea, todo eso que Baudelaire detestó en su hora.

 

 

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Audomaro Hidalgo

(Villahermosa, Tabasco, 1983). Poeta, ensayista y traductor mexicano. Estudió Literatura Hispanoamericana en la Universidad Nacional del Litoral, en Santa Fe, Argentina. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes. Obtuvo el Premio Tabasco de Poesía José Carlos Becerra 2013 y el Premio Nacional de Poesía Juana de Asbaje 2010.