Mirarse mirando a los otros
Vivian Maier, fotógrafa

Verónica Bujeiro
Marzo-abril de 2021

 

Vivian Maier, mural de Kobra, North Avenue, Chicago. Fotografía: Pete LaMotte, Creative Commons 2.0: https://bit.ly/3utCRcO

Nuestra existencia en los objetos bien puede contener aquello que denominamos alma. Quizás por eso es inevitable sentir algo de nostalgia cuando se visitan los mercados de pulgas, ya que lo que está frente a nosotros puede ser una vida. ¿Quién nos puede asegurar que no terminaremos así, fragmentados y puestos en remate al gusto de un coleccionista o un acumulador ocioso que decida conservarnos? Quien nos posea puede reconstruirnos a su modo o consignarnos al olvido en alguna pila de basura, el azar será el único que podrá determinarlo.

Los que gustan de hurgar en estos lugares son cazadores en busca de un santo grial o eslabón perdido de alguna colección que los haga millonarios, como fue el caso del estadounidense John Maloof quien en 2007 halló en una subasta convencional parte de los negativos fotográficos que resultarían la punta del iceberg del extraordinario legado de la fotógrafa Vivian Maier, hasta entonces ignorada por el mundo y conocida únicamente por su desempeño laboral como niñera. Como lo relata el interesante documental Finding Vivian Maier (Charlie Siskel / John Maloof, 2014) Maloof compró la caja con intención de encontrar material fotográfico para un proyecto personal sobre la arquitectura de su ciudad natal, Chicago, Illinois, pero más que edificios el joven de veintiocho años encontró fotografías insólitas sobre el paisaje y las personas de las calles de los años cincuenta y sesenta que poseían una firma intangible, el punto de vista de alguien que mira y señala con intencionalidad irónica, cándida y curiosa un comentario sobre la humanidad. Las imágenes se sustentaban en el estilo conocido como fotografía de calle (Street Photography), diferenciada por evadir la presión y la pose que impone una cámara ante su presencia al captar el instante de manera inadvertida para el sujeto de la imagen, lo cual da una naturalidad a la intención fotográfica. Ese recurso captura momentos de suma belleza que pasan inadvertidos a la mirada de la inercia cotidiana y confrontan la intransigencia del canon inalterable de belleza ante lo que puede y debe ser visto.

Por la calidad de las imágenes, Maloof creyó estar frente a una de las mejores fotógrafas de calle de la época, pero al someter el nombre de Maier a los buscadores de Internet, así como a la indagación en museos y galerías especializadas, no encontró nada. El misterio se fue develando por medio de la compra de otras cajas pertenecientes al mismo lote y la obsesión del joven por resolver semejante misterio. Algunas de las respuestas vinieron por parte del contacto con los expatrones de Maier, conscientes de la intensa afición de su empleada, recordada por siempre con su cámara Rolleiflex al cuello, y quienes igualmente desconocían el impresionante legado de más de 120 000 imágenes inéditas que la niñera dejó tras de sí en distintas bodegas que por consignación fueron puestas a remate.

Pese a su presencia corpulenta y alta, excéntrica en su antiguo modo de vestir, una imagen bien documentada en la extensa serie de autorretratos que se hizo, Vivian Maier decidió y defendió intensamente el vivir fuera del margen de visibilidad. Parte de este proceder involucraba su trabajo como niñera, heredado de la madre y abuela, ya que le permitía tener un simulacro de vida familiar, la exentaba de pagar renta y la dotaba de un cuarto propio en el que no permitía la entrada porque justamente ahí dentro gestaba esa vida paralela que se fue acumulando en cajas de rollos fotográficos, así como diversos objetos y documentos que más tarde permitirían a Maloof reunir el rompecabezas de su existencia. Soltera, sin hijos ni familiares cercanos hasta el día de su muerte en 2009, Maier se presenta como una extraña ante el mundo. Esa cualidad le da el privilegio de una mirada y una distancia, una perspectiva que la convierte en una especie de espía, la productora obsesiva de una fotografía en donde los sujetos se muestran cotidianos, bellos, vulnerables, ridículos, pero también esa cualidad la exhibe como un ente anómalo y demente que acumulaba incluso los boletos del metro, guardaba cheques sin cobrar y cuyo celibato se debía probablemente a un trauma sexual.

Tras el hallazgo de Maloof y la consecuente comercialización de la extravagante niñera y su insólita historia, ha sobrevenido un intenso debate sobre los derechos de autor y la voluntad de la autora ante la exhibición de su obra. La mayor parte de los entrevistados refieren que quizás esta sería su mayor pesadilla, pues finalmente el que mira es ahora mirado con la misma e intensa claridad que ella lo hacía a través de su lente. El peligro es que es difícil liberarla de la narrativa a la que conducen los objetos y sus testigos, ya que ofrecen la lectura ordinaria sobre el tránsito de experiencias que debe de tener una mujer durante su existencia. Hay quien ve en ella la libertad de elegir una vida para sí misma que contaba con un intenso mundo interior, reflejado en las poderosas imágenes que componen su vasto archivo de más de ciento veinte mil negativos.

Al estar expuesta de manera póstuma, su historia de vida se ha mezclado con la apreciación de sus imágenes orillándola a ser señalada como una fotógrafa mediana, de producción tan excesiva y errática que es imposible de “curar¨, aunque cabe destacar el trabajo que ha hecho Maloof al respecto, clasificando el hallazgo en series que abarcan la fotografía de calle, sus autorretratos y la fotografía en color. Cada una de estas dimensiones guardan un pedazo de Vivian como testigo histórico de una época que nos permite constatar escenas de preciosa simetría que hablan de ese orden impoluto del sueño americano, ilusiones que la mirada de Maier contradice hábilmente con los sujetos lumpen de las calles, abandonados a la banqueta y la ebriedad, así como de su relación íntima con los niños, cuya mirada penetrante pone en duda su supuesta inocencia, y el fascinante registro de los rostros de extraños que muestran la belleza que guarda cada uno en su singularidad. Cada foto parece hacer un comentario en donde la mujer aparentemente privada de la “experiencia humana” establecía una intensa relación con el mundo mediante el acto de mirar, mirar con empatía, con un comentario irónico sobre la realidad o simplemente con la admiración y sorpresa por ese vasto conjunto de contradicciones que somos los seres humanos. Si bien se le pensaba como una ajena, la inmensa cantidad de autorretratos que contienen sus archivos son motivo de una paradoja, ya que el que enfoca con su lente rara vez gusta de ser mirado, pero el autorretrato analógico de Maier la evoca obsesivamente sin la mirada intrusiva de esa desilusión que provoca la imagen que proyectamos en los otros, fabricando una visión que se acerca a cómo se percibía a sí misma.

Vivian Maier es desde luego una anomalía porque su valor artístico logró trascender sus deseos y posibilidades inmediatas, su extraordinaria historia contiene a la loca, pero también a la mujer libre de elecciones convencionales, cuya compulsión por mirar era igual a su ánimo por acumular objetos con una ansiedad que parece no tener intención alguna más que la de llenar los días, como lo hacemos todos y cada uno de nosotros forjando ese mercado de pulgas invisible a lo largo de nuestra vida.

Su caso puede ser resumido bajo la frase que el fotógrafo Harry Callahan aplicaba a su propia obra: “El misterio no está en la técnica fotográfica, está en lo que hay dentro de cada uno de nosotros”.

 

Cartel de Finding Vivian Maier, dirigido por John Maloof y Charlie Siskel, 2013

Vistas de la exposición de la obra de Vivian Maier en la Casa de Cultura Dunkers, en Helsingborg. Suecia. Fotografía: Susanne Nilsson, Creative Commons 2.0: https://bit.ly/3dW7nq3

Vivian Maier, mural de Kobra, North Avenue, Chicago. Fotografía: Pete LaMotte, Creative Commons 2.0: https://bit.ly/3utCRcO

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Verónica Bujeiro

(Ciudad de México, 1976)

Egresada de la licenciatura en Lingüística de la enah, guionista y dramaturga. Es autora de los libros La inocencia de las bestias y Nada es para siempre. Ha sido becaria del imcine, del Fonca y de la Fundación para las Letras Mexicanas.


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